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Viernes Trece by Barbero Militar


Mi amigo Alberto y yo jamás olvidaremos aquella tarde de viernes. Estábamos en clase de trabajos manuales cuando se presentó por sorpresa el hermano Juan Antonio; ostentaba el cargo de precepto y era por tanto el encargado de mantener la disciplina en los cursos de secundaria. Al cruzar éste el umbral de la puerta todos los chicos al unísono nos pusimos en pie. Aunque era evidente que estas muestras de respeto hacia su persona le complacían en grado sumo nos ordenó sentarnos. Se dirigió a la mesa del hermano Fulgencio e intercambió en voz baja algunas palabras con él. Acto seguido se dirigió al alumnado:

-Muchachos, hace aproximadamente un año me comunicaron en nuestro internado de Santiago de Chile mi traslado a Toledo para ser el precepto de enseñanza secundaria del colegio de San Ildefonso. Pensé que iba a ejercer mi labor docente entre varones pero a veces me asaltan las dudas. Veo muchas cabezas con el cabello largo, como lo llevan las niñas; ya sólo os falta poneros lacitos en el pelo de color rosa. En nuestro colegio de Chile era obligatorio que los alumnos acudiesen con el pelo cortado a lo americano, lo que aquí entendemos por un corte a cepillo, hecho con maquinilla. En España somos mucho más tolerantes y permisivos y no existe ninguna reglamentación escolar que regule el tema capilar y así, nunca mejor dicho, nos luce el pelo. Pero en esta clase en concreto las cosas ya pasan de castaño oscuro. Si tuvierais dotes musicales podríamos formar con diez de vosotros un conjunto de rock porque las melenas ya las traéis incorporadas. Hoy he decidido cortar por lo sano. Se acabó hacer la vista gorda. Pónganse en pie los alumnos que voy a nombrar y a continuación que suban al estrado para que todos los podamos ver: Albizu, Asenjo, García Martín, Infante, Leralta, Martínez y Zubiaurre.

Entre los escogidos nos encontrábamos mi amigo Alberto y yo. Al oír nuestros nombres nos entró un ataque de pánico. Nuestras miradas se cruzaron y nos percatamos de la gravedad del asunto. El hermano Juan Antonio continuó con su lección disciplinaria:

-Aquí tenemos a los siete magníficos, ¿o tal vez se trate de las siete novias en busca de los siete hermanos?...

En ese momento se rompió el silencio casi sepulcral que hasta entonces había reinado en la clase. El resto de los alumnos le rieron la gracia al precepto. “Siete novias para siete hermanos” era la película proyectada la semana anterior en el cine colegial. Los chicos pudieron explayarse por unos minutos; el hermano Juan Antonio se sentía satisfecho de que el alumnado disfrutara con su fino sentido del humor. Finalmente golpeó con su regla de madera la mesa del profesor, para que las aguas volvieran a su cauce:

-Se acabó la chirigota; ya nos hemos divertido bastante. Ahora quiero dejar bien claro a estos caballeretes que el lunes a primera hora acudiré a esta aula para comprobar en persona que se han cortado el pelo. Si desobedecen esta orden serán expulsados sin más contemplaciones. No podrán acudir a clase hasta que aparezcan bien peladitos en compañía de sus padres. He dicho de sus padres y no de sus madres. Matizo esto porque mucha culpa del afeminamiento de los chicos de hoy en día la tienen las mamás que os lo consienten todo y os permiten caprichos de niño moderno. No toleraré que ningún melenudo se examine en este centro. Iré a por él; quien avisa no es traidor.

De nuevo ocupamos nuestros asientos. Alberto y yo estábamos pálidos. Nuestros padres en multitud de ocasiones nos habían enviado a la barbería, pero nuestras respectivas mamás nos habían echado un capote para evitar traumatizarnos con el tema. Y es que tanto Alberto como yo asociábamos el concepto de pelo largo a la idea de libertad, modernidad y tolerancia. Mientras el hermano Fulgencio leía la prensa del día nosotros buscábamos soluciones para salir del atolladero en que nos encontrábamos atrapados. ¿Qué podíamos hacer? Al día siguiente teníamos planeado acudir a la biblioteca municipal para acabar el trabajo de Ciencias Sociales, con lo cual apenas disponíamos de aquella tarde para cumplir con el requerimiento del precepto. Sólo teníamos una salida. Acudiríamos a la oficina de mi padre y le explicaríamos, sin entrar en detalles, que era muy conveniente cortarnos el pelo, que el precepto nos lo había aconsejado para estar más cómodos en clase de gimnasia.

De todas las peluquerías de caballeros que conocíamos la que más nos convencía era la de Silva. El peluquero era un señor cuarentón muy enrollado con los jóvenes y nada partidario de los antiguos pelados con maquinilla. Era todo un innovador, usaba la navaja para esculpir el cabello y utilizaba el término arreglo para referirse al corte. Sólo tenía el inconveniente de que su tarifa de precios era la más elevada del sector. Se distinguía de los barberos tradicionales por los servicios extras con que obsequiaba a sus clientes: les lavaba la cabeza y les aplicaba una ampolla vitamínica para que el pelo se fortaleciera. Alberto y yo fuimos en cierta ocasión a esta peluquería y salimos bastante contentos con el resultado, a pesar de las presiones que recibió de nuestros respectivos padres prefirió escuchar nuestra opinión. Debíamos actuar con cierta malicia, quitándole hierro al asunto. Si nuestros padres pensaban que acudíamos a la peluquería por iniciativa propia posiblemente serían más benévolos con nuestros cabellos y podríamos evitar un corte riguroso. Al fin y al cabo el hermano Juan Antonio no había dado instrucciones precisas, sólo exigía que nos cortáramos el pelo. Incluso pensamos mojarnos el cabello todas las mañanas y peinarlo con raya a un lado para disimular el volumen y presentar así una imagen más tradicional.

No había tiempo que perder. En cuanto sonó el timbre acudimos corriendo a la salida. Había que darse prisa. Lo más importante era pillar a mi padre de buenas. Si se encontraba reunido con algún cliente, tal vez para librarse rápidamente de nosotros, aceptaría nuestras propuestas sin poner demasiadas objeciones. Queríamos cortarnos el pelo en la peluquería Silva y necesitábamos que mi padre le prestase dinero a Alberto sin más dilación. Yo en aquel tiempo me había convertido en todo un experto en torear a mi padre; siempre buscaba la forma de escaquearme de aquellas órdenes que no me apetecía obedecer. Para que se sintiera orgulloso de mí le mostraría el examen de Ciencias Naturales en el que había obtenido un notable alto. Le diría que era obligatorio llevarlo a clase firmado, lo cual era completamente falso. La verdad es que Alberto y yo nos devanamos los sesos buscando la manera de salirnos con la nuestra.

Sin embargo cuando nos recibió mi padre observamos con preocupación su rostro grave; un cierto rictus de amargura se dibujaba en su cara. No se permitió ninguna de sus habituales bromas y nos hizo pasar al despacho. Allí dentro para nuestra sorpresa nos esperaba el padre de Alberto, con cara de efigie. Mi padre fue el que tomó la palabra:

-Tanto Alfonso como yo acabamos de recibir una llamada telefónica de don Juan Antonio. Nos ha puesto al corriente de todo. Si no os cortáis el pelo bien corto, nada de arreglitos, perderéis el curso. Hasta ahora nos habéis toreado contándonos una sarta de mentiras para libraros de pisar la barbería, pero hasta aquí hemos llegado. Ahora mismo, perdiendo el culo, vais a ir a cortaros el pelo, pero corto, corto, corto…

Alfonso echó más leña al fuego para recalcar, si cabe con más fuerza, las palabras de mi padre:

-Es una vergüenza que el precepto nos tenga que llamar para decirnos que sois unos guarros. Alberto la mayoría de los días acude a clase sin peinarse como es debido. El día que vayáis a la mili os lo van a cortar al cero por descuidados. Da gracias a que estás en casa ajena, porque de lo contrario te cruzaba la cara sin más contemplaciones

La tensión que existía en aquel despacho se podía cortar con un cuchillo. Teníamos la sensación de que el vaso de la paciencia de nuestros padres se había desbordado con aquello. El precepto Juan Antonio, apodado el Chinche, nos la había jugado. Cuando propusimos acudir a la peluquería Silva nuestros padres montaron en cólera:

-Pero, ¿qué os habéis creído?; el dinero no crece en los árboles. La última vez pagasteis más de veinte duros por cuatro tijeretazos mal dados. Volvisteis prácticamente igual. A la semana ya no se notaba la diferencia. Alfonso y yo ya hemos decidido la barbería a que os vamos a llevar. Queremos que os pele el barbero Lucas. Vais a salir muy cambiados, ya lo vais a ver.

Un escalofrío nos recorrió todo el cuerpo. Lucas era el barbero con peor fama de la ciudad. Se le conocía con el apodo de Pelagatos y cualquiera que tuviera aprecio por su pelo se libraría muy bien de pisar aquel antro. Nuestros intentos por pactar una salida digna fueron en vano. Nuestros padres estaban dispuestos a darnos una lección para que en adelante les obedeciésemos a la primera. Sin embargo sentimos cierto alivio al saber que nuestros papás no nos iban a acompañar. Ya habían telefoneado a Pelagatos dándole las instrucciones precisas. Tal vez pudiéramos influir en él. Tenía que quedar bien claro que el que mandaba en nuestras cabezas era el precepto de San Ildefonso y que éste era un hombre moderado al que desagradaba por igual el pelo demasiado largo como el excesivamente corto. Incluso nos íbamos a inventar una historia de un supuesto compañero que fue expulsado por el Chinche por cortarse el pelo estilo mili. Lo había dejado bien claro en clase: no quería que se nos transparentara el cuero cabelludo.

Sin embargo al penetrar en aquel viejo y destartalado local los nervios se apoderaron nuevamente de nosotros. Lucas, un hombre con el pelo milimétrico y abundantes canas, estaba terminando de cortar el pelo al rape a un señor mayor extremadamente obeso. A Alberto y a mí contemplar aquella escena nos pareció un mal presagio. La cabeza de aquel hombre tenía una forma redonda y sus cabellos nos recordaban a las puntas metálicas de los alfileres. Después de aplicarle una buena mano de la loción capilar Flöid aquel caballero se levantó del asiento y pagó. Éramos los siguientes.

El barbero Lucas nos miró despectivamente, como lo hacía con todos los chicos que usábamos el cabello largo. Veía en los melenudos un peligro para la subsistencia de su negocio: si los chavales no se cortaban el pelo con frecuencia sus ingresos se verían menguados. Adoptó una actitud revanchista. Continúo conversando con el cliente para ponerle al corriente de lo que iba a ocurrir:

-Estos son los señoritos que no quieren cortarse el pelo. Como es casi la hora cerraré la puerta con llave para que no se escapen. Si quieres quedarte estás invitado a “la corrida”. A lo mejor tenemos que sacar la soga para sujetarlos. Sus respectivos padres me han telefoneado para decirme que no hay quien les dome y que les pele cuanto más corto mejor. Le vamos a dar trabajo a la maquinilla.

Alberto interrumpió a Pelagatos para dejarle bien claro quien mandaba allí. Nosotros supuestamente deberíamos obedecer al precepto de San Ildefonso y éste nos exigía un corte de pelo moderado, sin usar la maquinilla. Sin embargo nuestra estrategia no funcionó. Lucas era perro viejo y no se dejaba impresionar por los argumentos de dos imberbes:

-No hay ningún problema. Ahora mismo telefoneo a vuestro colegio y que me pasen con don Juan Antonio. Casualmente es un cliente habitual y también le corto el pelo a su padre desde hace más de cuarenta años. Si es verdad lo que decís cumpliré sus instrucciones al pie de la letra y no os meteré la maquinilla, pero si se trata de una simple excusa os voy rapar hasta que os resbalen las moscas.

Pelagatos cogió la guía telefónica y comenzó a buscar el número del colegio. Nuestros planes habían fracasado. Era evidente que ya habíamos quemado el último cartucho y que sólo nos quedaba claudicar sin poder exigir ninguna contrapartida. Cuando vimos a Lucas marcar el número comenzamos a temblar. Aquello parecía una pesadilla. El señor mayor sonreía irónicamente mientras nos observaba. Intentamos detener al barbero pero fue en vano. El portero del colegio le pasó la llamada al precepto:

-Don Juan Antonio, ¿cómo se encuentra usted? El otro día estuvo su padre por aquí arreglándose y le di recuerdos para usted. Le llamaba porque tengo aquí a dos alumnos del colegio que no quieren cortarse el pelo como Dios manda. Sus padres me han exigido un rapado en toda regla. Me han comentado lo de su conversación telefónica con ellos. Ellos juran que usted no permite cortes de tipo militar en el centro; ¿es eso cierto?...

Lucas escuchó atentamente las instrucciones del precepto. El tema cada vez estaba adquiriendo unos tintes más dramáticos. Nos derrumbamos al oír las últimas palabras de Lucas:

-No se preocupe don Juan Antonio que espero a que esté usted presente para comenzar a cortarles el pelo; ¡faltaría más! Entiendo que quiera darles una lección a estos embusteros. Hasta la vista don Juan Antonio; como siempre un placer charlar con usted. He cerrado la puerta y por favor cuando llegue usted llame con los nudillos…

Sentimos ganas de echarnos a llorar. Aquel no era precisamente nuestro día de suerte. Las cosas cada vez se complicaban más. Permanecimos sentados, a la espera de que acudiera nuestro juez, en compañía del verdugo rapador y su secuaz, aquel gordo metete que no tenía otra cosa mejor que hacer que burlarse de unos chicos modernos como nosotros.

A los veinte minutos aproximadamente oímos que alguien golpeaba la puerta. Se trataba de don Juan Antonio; vestido con su sotana negra nos pareció un cuervo de mal agüero. Tras ser saludado efusivamente por Lucas se dirigió a nosotros:

-¿No os hemos enseñado en San Ildefonso que cuando estéis en presencia de un superior debéis permanecer en pie?; ¿a caso soy yo uno de vuestros amigos? He vuelto a hablar con vuestros padres para tenerles informados de lo embusteros que son sus hijos. ¡Qué decepción se han llevado! Es evidente que estabais en la luna de Valencia cuando leímos en clase de religión el pasaje bíblico de “La verdad os hará libres”. Vosotros sois esclavos de la mentira. Vuestros engaños crecen como un alud de nieve. Sabed que vuestros padres me han otorgado carta blanca para que se os corte el pelo como yo crea conveniente y que a partir de hoy acudiréis cada quince días a este establecimiento. Alberto Albizu eres el primero de la lista. Siéntate en el sillón antes de que pierda la paciencia.

Mi amigo obedeció. El barbero le ató al cuello una inmensa capa blanca de algodón que le cubría por completo. Lucas se dirigió al precepto para pedirle instrucciones pero Alberto intentó apaciguar los ánimos:

-Hermano, ya me voy a cortar el pelo más a menudo, de verdad, pero por favor que no me metan la maquinilla. Si quiere castígueme este sábado pero no me dejen muy esquilado, por favor, se lo suplico…
Ni que decir tiene que el Chinche no se conmovió lo más mínimo, más bien todo lo contrario. Elevó la voz para ordenarle callar y con gran parsimonia empezó con sus explicaciones:

-Mire Lucas, quiero que a estos dos sinvergüenzas les corte el pelo como si se fueran a incorporar a filas en un regimiento disciplinario, completamente al rape. Toda la cabeza con maquinilla. Si es tan amable explíqueme como de largo les quedaría con la del uno, el cero…

Lucas que presumía de ser un profesional mostró su erudición en esta materia:

-Vera don Juan Antonio, si les meto la maquinilla del cero por toda la cabeza les dejo el pelo a un milímetro de largura, como la barba de dos días más o menos. Con la del uno queda a tres milímetros. Lo que suelo hacer en estos casos es pasarles el cero por detrás hasta la altura de la coronilla y en los laterales hasta las sienes. De arriba se lo cortaría con un uno, que queda muy rapadito, recuerde que son sólo tres milímetros. Luego con la tijera les difumino la raya que deja la maquinilla. En esto reside la maestría del buen barbero. Modestia aparte llevo haciendo este corte más de cuarenta años. El cuello me gusta apurarlo mucho. Echaré mano de la maquinilla del dos ceros. Así les quedará el cogote casi afeitado, con el pelo a medio milímetro. También les pasaré esta maquinilla por las patillas. Luego se lo perfilo todo con la navaja barbera y listo. ¿Qué le parece don Juan Antonio?

El fraile ya se había acomodado en una de las sillas y se remangó la sotana, exhibiendo unos calcetines negros de seda y unos zapatos de rejilla del mismo color. Sin pensar en las consecuencias dio su aprobación:

-Adelante maestro barbero, hágale un buen trabajo a este pillastre. No se ande con contemplaciones.

Lucas tomó una de las maquinillas de mano que se encontraban en la repisa, la movió en el aire y comenzó a deslizarla por la frente de mi amigo Alberto. Éste tenía el rostro desencajado, cerraba los ojos, como si quisiera evadirse de lo que estaba aconteciendo. El peculiar sonido de la maquinilla se escuchaba como monótona musiquilla de fondo. El pelo era devorado por aquel artefacto metálico y caía al suelo o se quedaba incrustado, en forma de grandes mechones, sobre la capa. La zona superior de la cabeza de Alberto estaba rapada a tres milímetros. Parecía como si fuera de terciopelo. Pero todavía el maestro barbero debería mostrarse más riguroso y cambió la maquinilla del uno por la del cero. Comenzó a pasársela por el cogote y se la subió hasta la coronilla. Alberto, al igual que yo, era de cabello moreno pero muy blanco de piel. El cuero cabelludo le quedó prácticamente a la intemperie. Después le tocó el turno a los laterales. Mi amigo a los pocos minutos parecía un cordero recién esquilado. Su cabello ligeramente ondulado había sido reducido a la mínima expresión. El señor mayor se regocijaba con aquel espectáculo y don Juan Antonio sonreía con maldad. Yo estaba petrificado. El barbero, apuró el cuello de mi compañero con la maquinilla del doble cero y con la tijera pacientemente fue difuminando la raya que había dejado la maquinilla. Con la navaja apuró las guías laterales y el cuello. Después de embadurnarle el cráneo con la tradicional loción capilar Flöid dio por concluido su trabajo.

Don Juan Antonio ordenó al chico que pagara el servicio y éste, que se encontraba fuera de si, se dejó resbalar el monedero esparciéndose por el suelo las monedas. Yo le ayudé a recogerlas.

El siguiente era yo. Tuve que padecer el mismo calvario que mi amigo Alberto. Decidí no derrumbarme, mostrar mi entereza ante tamaña injusticia. Incluso llegué a disfrutar con el cosquilleo que me producía la maquinilla. Cuando terminé de estar pelado me pasé la mano por detrás y exclamé:

-No me queda mal la verdad, no me queda nada mal. El pelo me crecerá, no como a otros que yo me sé que para disimular su alopecia se engominan los cuatro pelos que tienen.

Al decir esto le miré desafiante al Chinche y éste captó la indirecta:

-Mañana mismo te presentas en mi despacho a las nueve de la mañana.

Yo alegué que tenía un importante trabajo de Ciencias Sociales y que debía hacerlo a la limón con Alberto. Sin embargo el precepto nos garantizó que tendríamos la biblioteca colegial a nuestra entera disposición. Mi compañero también fue invitado a la reunión. Para contrarrestar mis ataques el Chinche recurrió al sarcasmo:

-Mañana estos dos jóvenes van a tener, además de la cabeza blanca, el culo bien rojo. Se van acordar para siempre de este viernes trece.

Mientras pronunciaba su sentencia movía la mano amenazándonos y tanto el barbero como el obeso cliente le rieron la gracia.

Al día siguiente en su despacho nos obligó a inclinar nuestros cuerpos contra la mesa, nos tuvimos que bajar los pantalones y con el braslip puesto recibimos una severa azotaina. El hermano Juan Antonio la llamó nalgada, porque con frecuencia utilizaba expresiones típicas de Hispanoamérica.

Cada quince días acudíamos a la barbería de Pelagatos para que nos cortaran el pelo al rape. Al día siguiente el Chinche nos pasaba revista. Y paradojas de la vida todo aquello comenzó a gustarnos.




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