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Piojos: cortar por lo sano by Barbero Militar
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Sucedió en el otoño de 1974. En aquel tiempo cursaba sexto de EGB y los chicos usábamos el cabello más o menos largo. Si te cortaban el pelo tipo militar te sentías estigmatizado, pensabas que los demás te miran con lástima cuando caminabas por la calle, incluso se mofaban de tu esquilada. Nadie en su sano juicio se cortaba el pelo a maquinilla, tan sólo los soldados de reemplazo y los señores mayores que vivían anclados en el pasado.
Pero ocurrió algo trágico. En el colegio de los Salesianos aparecieron varios casos de piojos en los cursos de mayores. Los muchachos portadores de tan vergonzante infección fueron expulsados hasta que no se cortaran el pelo como los reclutas. El pánico se apoderó de la comunidad escolar. Nuestro tutor, don Arturo, en clase de Formación nos explicó las enfermedades que transmitía el piojo y lo difícil que era luchar contra la infección. Nos aconsejó que nos cortáramos el pelo bien cortito como prevención y que nos lo laváramos con frecuencia, usando alguna loción para evitar ser contagiados. Pero la mayor amenaza venía del exterior. Nuestro tutor nos explicó que Sanidad podía tomar cartas en el asunto y que si la cosa iba a mayores mandarían a barberos para raparnos al cero. Así se había hecho en varios colegios públicos de Logroño.
El tema estrella de conversación durante los recreos y en los viajes de autobús escolar era el de los piojos. Mi amigo Jesús y yo nos dedicábamos a aterrorizar a los más pequeños diciéndoles que si venían los de Sanidad nos rasurarían el cráneo a todos, nos dejarían como al teniente Koyak, un detective televisivo que lucía una resplandeciente y esférica cabeza.
Y por desgracia nuestros presagios se cumplieron. Una mañana de lunes al formar en fila vimos a varios caballeros con bata blanca. A Jesús y a mí se nos puso un nudo en el estómago. Llevábamos el pelo larguito y así nos sentíamos más modernos y mayores. Cuando llegamos a clase don Arturo nos informó de cómo estaban las cosas:
-Ahora vamos a acudir en fila a la enfermería, nuestro curso va a ser de los primeros. Allí nos esperan los inspectores de sanidad y nos van a revisar las cabezas una a una. Esperemos que ninguno de la clase tenga piojos porque de lo contrario el corte de pelo que os van a meter a todos será de los que no se olvidan…
Uno a uno fuimos pasando por las manos de aquellos inspectores de rostro serio y mirada inquisitorial. Recuerdo que llevaban unos guantes de látex, de los que usan los médicos y que te revisaban una y otra vez, especialmente si llevabas el pelo largo. Tanto Jesús como yo estábamos libres de los huevos y de cualquier parásito. Quedaban por revisar unos diez chicos cuando le tocó el turno a un tal Alex. De repente uno de los sanitarios llamó al doctor y con cara seria reafirmó lo más temido. Había un caso de infección de piojos. Alex tenía liendres y parásitos capilares. La alarma saltó de nuevo al ser revisado un tal Víctor. Los dos piojosos coincidían con los más melenudos. La clase entera estaba sentenciada.
De nada sirvió el cable que nos echó don Arturo, intentando negociar con los sanitarios una salida digna. Todos los alumnos de la clase, sin excepción, debíamos ser rapados al cero. Tanto Jesús como yo intentábamos oír lo que les decía el tutor a aquellos funcionarios, pero no captamos más que alguna palabra suelta. Al final don Arturo nos dio la noticia más temida.
-Bueno chicos, han encontrado dos casos de piojos y algunos de vosotros podéis ser portadores de la infección en menos de veinticuatro horas. Sólo hay una solución: cortaros el pelo al cero. No hay otra salida. Os pido que seáis valientes y que os lo toméis con filosofía. No sois niños pequeños y por lo tanto vais a asumir las cosas como vienen. En formación y en completo silencio vamos a bajar a la clase de gimnasia….
Jesús y yo nos mirábamos asustados. ¿Qué iba a ser de nuestro pelo? Tanta lucha para que nuestros padres no nos mandasen a la peluquería y al final nos lo iban a cortar al cero. Aquello era terrible.
En la clase de gimnasia, que recientemente había sido revestida de parqué, habían instalado un sillón antiguo de barbero, un mueble y un espejo de cuerpo entero. Al parecer el acuartelamiento de Las Américas había prestado el instrumental para realizar la operación de higiene.
Nuestro tutor, con el rostro serio y desencajado nos dio las instrucciones. Lo íbamos a hacer por orden de lista. El primero era Albareda, un chico rubio y de pelo liso. Nos quedamos absortos contemplando como se sentaba en el sillón y como le colocaban una inmensa capa blanca. El barbero, un señor de unos treinta años, con bigotillo recortado y pelado a cepillo peinó al chico y acto seguido prendió una maquinilla eléctrica de carcasa gris oscura. No tenía ningún tipo de peine, sólo la cuchilla metálica y fría. Se la introdujo por la frente y le abrió una calle en el centro de la cabeza. La maquinilla dejaba a su paso el cabello cortado al milímetro. Albareda estaba pálido, con los ojos humedecidos, a punto de llorar. Grandes mechones caían al suelo de pelo rubio o se quedaban incrustados en los pliegues de la capa. El barbero, vistiendo una bata blanca impoluta, no mostró la menor piedad con nuestro compañero. Su cabeza a los pocos minutos había adquirido una forma esférica. El chico bajó la mirada, no quería verse en el espejo. Dos lágrimas de gran tamaño surcaron sus mejillas.
Uno a uno fuimos cayendo en manos del verdugo. Al parecer se trataba de un barbero militar que había sido requerido para aquella misión. Jesús pasó el mal trago antes que yo. Le toqué con cariño la cabeza y pinchaba que daba gloria. Recuerdo que al sentarme en el sillón giratorio el corazón me palpitaba a mil por hora. Sentí el peine alisándome mi pelo negro y abundante. El barbero hizo un comentario despectivo sobre lo largo que lo llevaba pero yo no supe reaccionar. Al poco oí el zumbido de la maquinilla y contemplé con terror como se acercaba a mi frente. Sentí un cosquilleo muy placentero, una vibración que me daba gustito. La maquinilla entró por la frente y se deslizó hasta salir por el cuello. Al mirarme en el espejo pude contemplar una franja de cabello rapado al milímetro. Al poco tenía la zona delantera de la cabeza totalmente despejada. Los mechones negros contrastaban brutalmente con la blancura de la capa. En el suelo, entremezclados con los pelos de los compañeros que me habían precedido, pude contemplar los restos de mi cabello. El cuello me lo apuró con una maquinilla de mano y me pasó la navaja barbero para perfilármelo mejor. Apenas habían pasado unos diez minutos cuando pude verme a mí mismo con la cabeza como una bola de billar.
Tanto a Alejandro como a Víctor les rasuraron la cabeza, con jabón y navaja barbera. Los dejaron para el final porque usaron un instrumental especial, que fue desinfectado debidamente. De la barbería improvisada fuimos conducidos a las duchas del vestuario. Nos tuvimos que duchar con agua caliente y se nos aplicaron unos polvos blancos muy pegajosos. Se trataba de un desinfectante para evitar que las liendres se adhiriesen a la piel.
En el recreo Jesús y yo nos acariciábamos constantemente la cabeza. Estábamos asustados y a la vez la experiencia nos resultaba placentera. Jamás olvidaremos aquel otoño del año 74.