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Los infiltrados by Barbero Militar


Capítulo 5: Los INFILTRADOS (verano de 1974)

Gracias a la estratagema de Gastaminza, conseguimos infiltrarnos en el "terreno enemigo”, como hacían los espías de las teleseries americanas. El viejo Clemente aparentemente no sospechaba nada. De vez en cuando nos miraba con curiosidad; mostró cierta perplejidad ante nuestra inesperada presencia. El hecho de llevar las orejas parcialmente cubiertas por el pelo, ya era motivo de escándalo para un maestro barbero de la vieja escuela.

Jesús y yo nos fijamos hasta en los detalles más insignificantes. En nuestra libreta "Top Secret” realizamos una meticulosa descripción tanto del propietario como de su barbería. Clemente era un hombre de estatura media, pelo canoso y cortado al rape. Su rostro enjuto nos recordaba al de las esfinges egipcias; no acostumbraba a sonreír. Sus ojos claros, protegidos por unas gafas de montura cromada, miraban con frialdad y suspicacia. Vestía con una bata gris, que más que de barbero parecía de ferretero.

En la pared izquierda del establecimiento, perfectamente alineadas, se distribuían ocho sillas modelo Thonet, acabadas en nogal oscuro; haciendo juego con el resto del mobiliario había un perchero de pie, también de madera oscura. La mitad inferior de las paredes estaba revestida con unos azulejos biselados en tono gris. La parte superior aparecía pintada del mismo color gris, al igual que el techo. El suelo se encontraba pavimentado con baldosas hidráulicas, de dibujos geométricos grises y blancos. El establecimiento se iluminaba por medio de dos grandes focos esféricos de cristal blanco, que colgaban de sendas barras metálicas.

Nos llamó especialmente la atención el original diseño de un calentador de agua, fabricado en metal cromado; aquel artefacto nos recordó a los alambiques utilizados por los alquimistas de las películas en sus experimentos secretos. Nos imaginamos al viejo Clemente preparando sus pociones mágicas con aquel secreto instrumental. Si a un cliente primerizo le aplicaba en la cabeza alguno de sus extraños mejunjes, éste perdía su libertad de decidir por sí mismo; quedaba sometido de por vida a la voluntad del barbero nigromante. Por ese motivo, el Inclemente tenía una clientela fija que jamás le era infiel. Los pelaba a su gusto, sin pedirles opinión.

La pared principal del local estaba presidida por un espejo de cuerpo entero, biselado, con el marco de madera oscura. El sufrido cliente veía su imagen reflejada en él y podía así contemplar como evolucionaba su corte de pelo. A cada lado del mismo se distribuían dos muebles oscuros, cubiertos por sendos mármoles de color gris; en sus cajones y compartimientos se guardaban las toallas y las capas.

Encima de estos muebles, incrustadas a la pared, se encontraban unas baldas de vidrio, sujetas por una estructura de barras metálicas; sobre dichas baldas se distribuía toda la herramienta utilizada por el barbero: navajas y brochas de afeitar, bacías, tazas metálicas, barras de jabón para rasurar, masajes para después del afeitado (de las marcas Flöid, Williams, Geniol, Mirsol etc). También había varios peines y cepillos y toda clase de tijeras. No faltaban los tradicionales frascos de cristal con lociones capilares de la marca Flöid o Abrotano Macho. Los pulverizadores metálicos, de formas cónicas y redondeadas, brillaban como si fueran de plata.

Sin embargo, lo que más nos llamó la atención fue sin duda la colección de maquinillas manuales, perfectamente alineadas, como los soldados en formación. Cada máquina tenía grabado un número en la zona inferior; cuanto más alto era el guarismo más anchas eran las púas de ésta. Las maquinillas de púas más estrechas eran las que más rapado dejaban el cabello.

En una de las paredes, sujetada por un clavo, colgaba amenazante una maquinilla eléctrica de carcasa gris. Aquel era sin duda el instrumento de tortura más temido por los jóvenes modernos que caían en manos del inclemente pelagatos.

El Borreguito Marcos se sentó en el sillón de barbero. El que nosotros llamábamos "potro de tortura” tenía el asiento y el respaldo de rejilla; los brazos eran de porcelana blanca; en el centro del reposapiés cromado, de dibujos afiligranados, figuraba en letras brillantes el nombre de la marca comercial Triumph.

Clemente, de manera diligente, envolvió al pobre muchacho en una inmensa capa de algodón blanca. En la zona del cuello le colocó un paño, también blanco. Le peinó para alisarle el pelo. Un silencio sepulcral reinaba en aquel lugar. Mi amigo y yo estábamos atónitos, expectantes y nerviosos. Nos miramos con pavor al contemplar que el peluquero echaba mano a una de las maquinillas manuales, de las de púas estrechas. La movió en el aire y la engrasó con aceite. Con la mano izquierda le bajó la cabeza al pobre muchacho. Tan sólo le dijo:

-No te muevas ni un milímetro. Te lo digo por tu bien. De lo contrario te haré un trasquilón y tendré que raparte aún más. Así que mocete, ¡la cabeza bien quietita!

Clemente movía la maquinilla con una agilidad increíble. Desde nuestros asientos percibimos perfectamente el traqueteo que producía la misma, aquel sonido tan peculiar. El pelo de Marcos, todavía muy corto, era cercenado a su paso. La capa se llenó de pequeños mechones negros. Tan sólo quedaba una leve sombra de cabello. El cuero cabelludo se transparentaba por completo. Le subió la maquinilla, aquel demonio plateado, hasta la altura de la coronilla y las sienes. Luego tomó otra maquinilla de púas más anchas y le rapó la zona superior. Tan sólo utilizó la tijera para la zona del flequillo. Le dio la característica forma de cepillo, dejándoselo muy tieso. Pero todavía faltaban detalles; al poco descolgó la maquinilla eléctrica y se la pasó por la nuca y las patillas, para despejar aún más estas zonas de la cabeza. Para terminar le pasó la navaja barbera por los costados, cuello y patillas. Como toque final le roció la cabeza con un pulverizador tradicional de barbero, que contenía alguna loción capilar.

Las palabras finales del barbero Clemente no nos dejaron indiferentes. Mientras le acariciaba a contrapelo la cabeza a Marcos dijo:

-Bueno, este mozo ya está listo para irse de campamentos. Ya nadie podrá agarrarle de los pelos ni llamarle señorita Mari Pili. Sin embargo tus amigos tienen una buena pelambrera para cortar. Si queréis llamo por teléfono a vuestros padres para que me autoricen a meteros un pelado en condiciones.

Los tres salimos zumbando del establecimiento. Teníamos miedo de que nos hubiera conocido. En cuanto estuvimos en la calle aprovechamos para sobarle la cabeza al Borreguito. A la luz del sol su cráneo se nos antojó tan esférico como un balón de reglamento. Se le distinguía perfectamente la piel del cuero cabelludo. Al final decidió marcharse a su casa a ver el partido. Prefería estar al lado de su padre para comentar las jugadas.




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