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Arrastras y a la fuerza by Barbero Militar
Capítulo 12: Arrastras y a la fuerza (viernes, 25 de octubre, 1974)
Al fin llegamos a la calle de los Capuchinos, una de las arterias más importantes del ensanche. En un lateral de esta vía, oculto y mal iluminado, se abría el callejón de los Novicios. Se me antojó más lóbrego y siniestro que nunca; aquel oscuro pasadizo ya no me provocaba risa ni me divertía. Sin ser plenamente consciente de ello, estaba padeciendo un cuadro de ansiedad: el corazón me latía con fuerza, las manos comenzaron a sudarme y notaba la boca seca sin tener sed.
Se despertó dentro de mí una sensación de pánico, un tanto irracional e infundado. Temía que Clemente me reconociera. Seguramente, todavía no se habría olvidado de lo que sucedió aquella tarde de verano. Tal vez al verme me identificase con uno de los gamberros que se mofaron de su trabajo. Consideró aquel incidente como una falta grave de respeto hacia su persona, hasta el punto que no dudó en abandonar sus quehaceres para perseguirnos a Jesús y a mí. Le hubiera gustado darnos un buen escarmiento.
A los pocos días, Gastaminza y yo tuvimos la osadía de entrar con el Borreguito Marcos en el interior de su barbería; nos metimos en la boca del lobo, sin pensar en las consecuencias. Mientras permanecíamos sentados, ocupando las sillas reservadas para la clientela, el peluquero nos observaba con cierto recelo y desconfianza. Tal vez, atando cabos, ya habría adivinado que éramos nosotros los pillastres que se rieron de él.
De sólo pensar en que podría quejarse a mi padre, por mi mal comportamiento, se me puso la piel de gallina. Me vería obligado a pedirle perdón y humillarme ante él. Aquel barbero tenía la sartén por el mango; una vez sentado en el sillón de tortura estaría totalmente a su merced. Para él había llegado el momento de la dulce venganza; ¡quien ríe el último, ríe mejor!. El corte de pelo que me iba a hacer tendría unas connotaciones especiales, no lo consideraría un servicio más. Aprovecharía la situación para castigarme con severidad; jamás volvería a cachondearme de su trabajo ni de su respetable clientela.
A punto estuve de suplicarle a mi padre que me llevara a otra barbería, a la de Modesto por ejemplo. Sin embargo, estaba tan asustado y aturdido que no podía articular palabra. Me movía como un autómata, como un reo conducido al patíbulo para ser ejecutado.
De repente oímos un gran estrépito; mi padre y yo volvimos la cabeza para ver lo que ocurría; íbamos a ser testigos de una escena de violencia familiar. Tenía los nervios a flor de piel y aquello no ayudó precisamente a calmarlos. Vi a un señor maduro, calvo y con el bigote recortado, empujando de malas maneras a un chico algo mayor que yo. El muchacho se resistía e intentaba huir sin éxito. El padre era más corpulento y estaba dispuesto a emplear la fuerza bruta con tal de someter a su hijo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi padre y yo permanecimos en completo silencio, inmóviles y expectantes. Este caballero, encolerizado, con la mirada iracunda, arrastraba a la fuerza a aquel jovencito al interior del callejón. Le amenazaba con pegarle una paliza:
-Yo a ti te domo. Me vas a obedecer por las buenas o por las malas. No te vas a salir con la tuya, aunque sea lo último que haga. ¡Te cortas el pelo porque lo digo yo y basta! Te voy a partir la cara si me desobedeces…
Algunos transeúntes, ante tamaña algarabía, se detuvieron para enterarse de lo que estaba ocurriendo. El chaval había roto a llorar, apretaba los dientes y cerraba los puños; no podía controlar su rabia, ni disimular la vergüenza. Increpó a los fisgones que se estaban arremolinando en las cercanías del callejón:
-¿No tienen otra cosa mejor que hacer que mirarme a mí? ¡Metan las narices en sus asuntos y déjenme en paz!
Ante aquella salida de tono, su padre se alteró aún más. Le mandó callar y le dijo que sentía avergonzado de tener un hijo como él:
-A mí tú no me dejas en ridículo delante de la gente de fuera. Cierra esa boca o te parto la cara aquí mismo. Eres un sinvergüenza. Te voy a llevar a un correccional para que te metan en cintura…
La puerta de la barbería se abrió desde dentro. Clemente había escuchado los gritos y salió al rellano; quería conocer el origen de aquel escándalo. Al comprobar lo que ocurría decidió opinar e intervenir:
-Don Pascual, ¿tiene problemas con el chico?. Yo le ayudo a apaciguarlo, no faltaría más. Entre los dos lo sujetamos con fuerza y lo metemos dentro, a empujones y arrastras. Si es necesario echo el cerrojo para que no se escape. Si se pone farruco, lo atamos al sillón con una soga bien gruesa que guardo en la trastienda.
El muchacho, que hasta aquel momento se había resistido con todas sus fuerzas, se derrumbó y claudicó. Tenía el rostro desencajado, los ojos enrojecidos por el llanto y las manos temblorosas. Ya sólo podía resignarse; la suerte estaba echada para él.
Cabizbajo, arrastrando los pies con desgana, custodiado en todo momento por su padre y el peluquero, se introdujo en el local. La puerta estaba abierta y los focos del interior producían un efecto de contraluz; las siluetas de los dos hombres y el muchacho se recortaban en aquel angosto espacio. Esta imagen, de gran fuerza dramática, me hizo pensar en las detenciones efectuadas por la guardia civil; los presos, siempre esposados, eran flanqueados y conducidos por dos agentes de la benemérita.
Mi padre colocó su mano encima de mi hombro y suavemente me condujo a mi destino final. Abrió la manilla de la puerta y pasamos dentro. Mi pelo, al igual que el de aquel muchacho tan rebelde, estaba sentenciado.