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El demonio plateado by Barbero Militar
Capítulo 19: El demonio plateado (viernes, 25 de octubre, 1974)
Había finalizado la primera fase del corte en la que, de manera inmisericorde, se me había despojado de mi cabellera. Todo mi pelo estaba rapado al uno; tenía una longitud de 3 milímetros. Mi cabeza aparecía completamente despejada, los mechones de cabello habían sido eliminados. De esta forma Clemente podía trabajar con mayor comodidad, finura y meticulosidad. Era la hora de demostrar sus habilidades como maestro barbero.
Saco del bolsillo de su bata un cepillo con el mango de madera; me lo pasó repetidas veces por el cráneo, hasta que eliminó los pelillos que se habían quedado incrustados. Mientras sonreía burlonamente, me acariciaba la cabeza a contrapelo; al sentir que su mano se deslizaba suavemente por mi cuero cabelludo me sobrecogí. Percibí un sonido peculiar, producido por el rozamiento de las yemas de sus dedos al tocar mis milimétricos cabellos.
Después cambió la maquinilla eléctrica por una manual de púas muy estrechas, la del dos ceros. La pulsó repetidas veces en el aire, para comprobar que funcionaba a la perfección; de hecho movió la tuerca central hasta que estuvo ajustada a su gusto.
Me colocó la mano izquierda sobre la parte superior de mi cabeza; me la bajó para poder verme mejor el cuello. Al pasarme la maquinilla por la nuca noté el frío metal deslizándose por mi piel, avanzando imparable en busca de la coronilla. Sentí un cosquilleo distinto al de la maquinilla eléctrica; me dio la sensación de que unos insectos diminutos mordisqueaban mi rapado cabello. Clemente dibujaba franjas paralelas con aquel instrumento que él mismo había bautizado como "el demonio plateado”.
El sonido mecánico que producía esta herramienta al moverse no me dejó indiferente; aquel incesante traqueteo provocó en mí un estado de gran excitación y nerviosismo. Cuando me pasó la maquinilla del doble cero por el lateral izquierdo pude comprobar que mi piel se transparentaba por completo; la largura del cabello era inferior al medio milímetro. Las patillas prácticamente quedaron fulminadas.
El barbero utilizó conmigo la maquinilla manual del cero para igualarme el corte, difuminándomelo a la perfección. Para realizar la disminución del cuello optó por la esquiladora eléctrica, esta vez sin añadirle ningún peine supletorio. Tal vez por ser la primera vez que me atendía, realizó conmigo un trabajo extremadamente minucioso y artesanal. Empapó la brocha de afeitar con agua y fabricó jabón en una taza cromada. Me enjabonó el cuello y la zona de las patillas. De esta manera cuando me pasó la navaja barbera consiguió que se deslizase con mayor suavidad, evitando los tirones.
Ayudándose de las tijeras me retocaba el corte una y otra vez. Me palpaba la cabeza, para comprobar por medio del tacto que ningún cabello sobresalía más que otro. Para inspeccionarme de cerca, cambió sus gafas cromadas por otras más pequeñitas, las de vista cansada; se las colocó en la punta de la nariz. Después me roció generosamente con un pulverizador cromado, típico de las barberías; el olor a tónico capilar Flöid impregnó todo el local.
Para terminar me masajeó el cráneo, describiendo círculos con sus dedos. Constantemente me pasaba la mano a contrapelo, de una manera un tanto obsesiva, recreándose morbosamente en ello. Clemente disfrutaba con su profesión y yo permanecía inmóvil en el sillón, mostrándome sumiso y resignado ante él.
Cuando consideró que su trabajo había finalizado, descolgó de la pared un espejo con el marco cromado y me mostró lo que él denominó " la obra maestra de un oficial de barbería”. Lo movía a mi alrededor, buscando diferentes ángulos de visión, para que comprobase lo bien que me había quedado "aquel arreglito”.
Yo era incapaz de articular palabra; ¡aquello no podía haberme sucedido a mí! En la zona trasera de mi cráneo y en los laterales apenas quedaba una sombra de pelo; ¡se me veían hasta las ideas! En la parte superior los cabellos tenían una longitud milimétrica. Yo también me sobé aquella cabeza lampiña. Sentí un enfermizo placer al acariciar mis cabellos milimétricos, que pinchaban como alfileres.
Clemente me despojó de la capa y la sacudió violentamente contra el suelo. En el espejo de cuerpo entero vi reflejada la imagen de un muchacho de doce años que había sido rapado de manera cruel; tan sólo iba vestido con una camiseta, el braslip y los calcetines que le llegaban hasta la rodilla. Me costó reconocerme a mi mismo; aquel chaval no podía ser yo. Sin duda había sido víctima de un severo y humillante correctivo.
Mi padre para animarme me acariciaba la cabeza a contrapelo. Sonreía y me agarraba cariñosamente de la oreja. Me pidió que me pusiera la ropa, no sin antes obsequiarme con un azote en el culo. Obedecí en silencio. Me retoqué la ropa interior y los calcetines; después me vestí con esmero. Papá pagó a Clemente, añadiendo una generosa propina a sus honorarios. Se deshizo en elogios a la hora de despedirse del barbero:
-Es usted un profesional de gran valía. Se ve que está enamorado de su trabajo. Yo, como soy socio del Círculo Mercantil, acudo desde tiempo inmemorial a la barbería que tienen allí instalada. Me atiende un tal Julián. Sin embargo, a mi hijo le ha cortado el pelo como si usted estuviera participando en un campeonato de peluquería. Me lo ha dejado mucho más pelado que lo que yo tenía en mente, le voy a ser sincero, aunque estoy encantado con el resultado.
Clemente me besó cariñosamente y mientras me guiñaba un ojo añadió:
-Jovencito, te quiero ver pronto por aquí. Para evitar tener parásitos capilares lo mejor es llevar el pelo así de corto. Ya verás lo a gusto que vas a estar. No perderás el tiempo en peinarte. Para hacer deporte, para ducharte este pelado es lo más cómodo que existe. Los melenudos de tu clase son unas nenazas y unos guarros.
Abandonamos la barbería. El callejón de los Novicios se me antojó más sombrío que nunca. Sentí en mi cabeza el viento gélido. Le comenté a mi padre que tenía frío. Solucionó el problema masajeándome el cráneo; con su mano me proporcionó el calor deseado. Llegamos a casa. Cené y vimos la televisión. No podía parar de tocarme aquellos cabellos milimétricos. Cuando mi padre me lo ordenó me acosté. Al poco apareció en mi habitación para darme las buenas noches. Me abrazó con fuerza y me besó cariñosamente, mientras me sobaba la cocorota. La funda de la almohada tocaba directamente mi cuero cabelludo. Mi cabeza parecía de terciopelo, raspaba como si en vez de piel tuviera papel de lija. El sueño me venció.