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Don Jesús María te envía a la barbería by Barbero Militar


Sucedió en el ya lejano año de 1975. En España, como en el resto de los países del mundo occidental, el cabello largo estaba de moda entre los jóvenes. Muchos lo consideraban más que un signo de modernidad, un icono que representaba la libertad. El escándalo que produjo a principios de los años sesenta la irrupción de los Beatles, con sus modositas melenas, había dejado paso a cierta tolerancia en materia capilar. Los padres se resignaban a que sus hijos varones llevaran el pelo largo, teniendo como único consuelo la certeza de que los muchachos serían despojados del exceso de cabello al incorporarse obligatoriamente a filas. Cantantes de rock, jugadores de fútbol, artistas de circo, presentadores televisivos y demás líderes sociales lucían melena al viento. La sociedad había asimilado la nueva imagen de la masculinidad; el hombre moderno además de dejarse crecer el pelo, usaba pantalones de campana, camisas de llamativos colores y una prenda interior que también escandalizó a los más tradicionalistas: el slip de color ajustado y pequeño.

En este contexto social sucedió en mi colegio una anécdota que jamás olvidaré. El protagonista principal de la misma fue un chico de doce años llamado Carlos Ruiz, apodado como Caru. Mi amigo Jesús Alpuente y yo fuimos meros comparsas de lo que ocurrió. Durante los recreos nos gustaba juntarnos a los tres para charlar de temas como las series televisivas del momento o comentar, en muchas ocasiones sin haberlas visto, las películas que se proyectaban en los cines. Caru era un chico de complexión fuerte, de costumbres sedentarias y alumno de quinto de EGB. Alpuente y yo cursábamos sexto de EGB, y sin embargo preferíamos su compañía a la de nuestros compañeros de pupitre, que en su mayoría aprovechaban los recreos para practicar deporte.

Un día sacamos el tema de los cortes de pelo a raíz de que a José Miguel Fernández, un chico de nuestra clase, su padre le había cortado el pelo como a un soldado. Tanto Jesús como yo no pudimos apartar la vista de aquella cabeza esférica, brillante como una bola de oro. A Carlos el tema le pareció interesantísimo y nos tiramos la media hora que duraba el recreo hablando sobre el asunto. Yo les conté como mi padre, años atrás, me llevaba a una vieja barbería de la calle San Gregorio y como un viejo barbero me pasaba la maquinilla del cero por detrás y a los lados hasta dejarme pelado como un marine. Mi amigo Jesús acudía donde un tal Modesto, amigo de rapar muy cortito a los chicos. Caru nos escuchaba ensimismado y confesó que le apetecía muchísimo cortarse el pelo al máximo. Admitió estar fascinado con el brillante cráneo de Koyak, el popular detective televisivo, cuya serie se emitía los sábados por la noche. A los tres nos daba gustito tocar el pelo recién rapado, sentir entre las yemas de los dedos el tacto suave del terciopelo. Sabíamos que eran unas manías muy singulares y nos sentíamos diferentes a los demás chicos de nuestra edad. Empleábamos un lenguaje codificado para referirnos a estos temas y nos comprometimos a no hablar de ello con extraños. Se trataba de un secreto. Los demás compañeros no debían saber nada.

Le animamos a Caru a que se atreviese a raparse. Yo les comenté a mis dos amigos lo difícil que me iba a resultar ir a una barbería y conseguir un corte a riguroso cepillo. La vergüenza de que me vieran así de rapado mis familiares y conocidos, las explicaciones que tendría que dar, lo hacían del todo imposible. Otro tanto le ocurría a Jesús; lo que más temía eran las crueles bromas de su hermana mayor. Cuando regresaba de la barbería de Modesto tenía que soportar sus comentarios y burlas. Caru era el más desinhibido de los tres, el más osado. Además tenía un precedente en la familia. Su hermano mayor se había rapado al cero en verano. Su madre al verlo con la cabeza blanca se echó a llorar pero su padre salió en su defensa y dijo que así estaría mucho más fresquito y que prefería mil veces un hijo pelón a un mugriento melenudo. Durante una mañana de recreo nos mostró una foto que se sacó su hermano en un fotomatón. Nos quedamos boquiabiertos al comprobar que lo del rapado al cero de su hermano era verdad. Alpuente y yo queríamos saber más, conocer todos los detalles morbosos sobre el tema. Caru se recreó narrando el acontecimiento. Para tan singular hazaña escogió una barbería del ensanche regentada por un señor muy mayor, con un solo sillón y un cristal transparente en la puerta. Jesús y yo a la salida del colegio solíamos pasar por allí y disimuladamente mirábamos hacia el interior por si a alguien le estaban pasando la maquinilla. Nos solía entrar una risa nerviosa cuando el que se encontraba sentado en el sillón era un soldado de reemplazo. Carlos se comprometió a raparse pero había que buscar una buena excusa para poder hacerlo. Los tres nos pusimos a pensar.

Una posible disculpa era fingir estar infectado por los piojos, pero sus padres descubrirían pronto la mentira y sus propios compañeros lo marginarían. Ya tenía que soportar bastantes comentarios ofensivos por su exceso de peso como para convertirse en un portador de miseria. Entonces se nos ocurrió una idea que creímos resultaría. Había un profesor que impartía matemáticas y ciencias naturales llamado don Jesús María Bermúdez. Era un verdadero dictador. No permitía el menor de los susurros cuando estábamos en fila. Caru tenía que decir a sus padres que el tal don Jesús María le había sacado de la fila para que le mostrase las manos. Al ver que estaban manchadas de tinta abroncaría al muchacho y le ordenaría lavárselas de inmediato. Pero supuestamente la cosa no quedaría ahí; también observaría escandalizado su pelo despeinado, con remolinos rebeldes. Él profesor lo juzgaría como un signo de dejadez y falta de higiene. Carlos temblaría al oírle decir:

-O te cortas ese pelo bien corto y te presentas todos los días peinadito o te expulso de clase. Según el reglamento colegial los tutores y profesores deben exigir al alumnado una imagen correcta. Ya sé que esta normativa se aplica con muchísima manga ancha pero todo tiene un límite. Te doy de plazo hasta el lunes para que te cortes el pelo. No lo olvides

Sabíamos que corríamos el riesgo de que el padre de Caru llamase al colegio para informarse sobre el tema. Carlos debería por tanto hacer una brillante interpretación de alumno sometido a los dictámenes del profesor. Pensamos que lo más adecuado sería contárselo a su padre, mucho más proclive al pelo corto que su madre. Debería transmitir la idea de que enfrentarse a don Jesús María equivalía a estar en su punto de mira, con gran riesgo de ser suspendido. Carlos estaría dispuesto a sacrificar su cabello con tal de contentar a aquel profesor tan tiránico.

Y como lo planeamos sucedió. El padre de Carlos tenía una fábrica en un pueblo de las afueras y aprovechó que estaban los dos solos en el despacho para contarle la singular patraña. El caballero mordió el anzuelo y no puso ningún impedimento a que su hijo se cortara el pelo estilo mili. Sabía perfectamente que enfrentarse a un superior acarreaba problemas y en el fondo le agradaba la idea de ver su hijo Carlitos con el pelo bien cortito.

Todo esto le trajo a la memoria una experiencia un tanto traumática de su servicio militar. Ocurrió una Semana Santa cuando estaba de soldado en Zaragoza. Se necesitaban soldados para participar en la procesión, lo cual además de permitirle salir del cuartel conllevaba una semana extra de permiso. No tendría que portar ningún pesado paso sobre sus hombros, sólo desfilar con el uniforme de gala. Las solicitudes de los soldados para desfilar eran revisadas por el capitán March, uno de los oficiales más severos con la tropa en materia de higiene y uniformidad. El padre de Carlos fue admitido y tuvo que pasar una rigurosa revista en uniforme de gala. El capitán inspeccionaba los zapatos, que debían brillar como dos soles, la raya de los pantalones, el cuello de la camisa, el apurado de la barba y de manera especial que el cabello estuviera bien cortado. Quería que sus muchachos llevasen el cuello bien apurado. El padre de Carlos tenía en aquella época un pelo abundante, especialmente en la zona de la nuca y por ello fue requerido a que visitase la barbería del acuartelamiento antes del Jueves Santo. Sin embargo decidió cortarse el pelo en una barbería ubicada en el la zona del Tubo, donde acudían muchos soldados por lo barata que era. Apuró el tiempo divirtiéndose con sus compañeros de armas en sitios como el café Plata, donde acudían las mujeres más despampanantes de Zaragoza y las de peor reputación. A las siete de la tarde se dirigió a la barbería y cual fue su sorpresa al ver que el barbero había echado el la llave. En el interior cerca de una decena de soldados esperaban su turno para ser rapados reglamentariamente. Por más que intentó encontrar una barbería abierta no lo consiguió. Al día siguiente, a las cinco de la tarde debería pasar la revista definitiva. El capitán March fue implacable con él. Al descubrir que su nuca estaba cubierta de pelo le hizo salirse de la formación. Le dijo que de él nadie se reía y que le acababa de caer un arresto de quince días en el calabozo. Además debería acudir a la barbería del cuartel para que le raparan el pelo al dos ceros. Como dice el refrán, no quieres taza pues taza y media. Aquella tarde de Jueves Santo, que olía a primavera, con guapas jóvenes paseando, agarradas del brazo y luciendo peineta y mantilla española, fue un auténtico calvario para él. Tras cambiar el uniforme de gala por el traje de faena acudió a la barbería. Allí Tomás, un chico de pueblo más bruto que un arado, estaba de barbero de guardia. Tras sentarse en el sillón el padre de Carlos tuvo que explicarle lo sucedido al oficial de la barbería, que exclamó un “mejor, así acabaremos antes”. Con mucha desgana le ajustó al cuello la capa blanca y cogió la maquinilla manual del doble cero de la estantería. Acto seguido se la empezó a pasar por delante abriéndole calle. A los diez minutos el abundante pelo del joven se encontraba esparcido entre la capa y el suelo de cerámica. Al verse en el espejo le entraron ganas de llorar, pero se contuvo. Su cabeza estaba prácticamente desnuda, el pelo tenía una largura de medio milímetro. Aprendió la lección y durante el resto de la mili acudía con regularidad a aquella barbería del barrio del Tubo. Sacó la conclusión de que es inútil enfrentarse a los superiores porque siempre tienen la sartén por el mango.

El traumático corte de pelo al doble cero con que castigaron a su padre hace más de veinte años fue utilizado como excusa por Carlos para llevar a cabo sus planes. En el recreo discutimos sobre cual podría ser el momento más oportuno para que Caru se sentase en “el sillón de tortura”. Llegamos a la conclusión de que el viernes por la tarde nada más salir de clase sería el día ideal. Le pedimos que nos dejase acompañarle; Jesús y yo queríamos presenciar en vivo y en directo el desarrollo de los acontecimientos. En la tarde del día señalado tuvimos clase de Ciencias Sociales, Lengua y Formación. Alpuente y un servidor estuvimos especialmente inquietos en nuestros pupitres. Murmurábamos constantemente, incluso dibujábamos esferas a las que con el bolígrafo les añadíamos puntitos azules, intentando representar una cabeza pelada al cero. José Miguel Fernández ya no era un buen modelo porque su padre lo había pelado hace más de quince días. Mientras tanto don Arturo, nuestro tutor, divagaba sobre la unión de los reinos de Castilla y Aragón.

Sonó el timbre y nos dirigimos raudos a la salida. Habíamos quedado con Caru junto a una puerta lateral del recinto colegial para dirigirnos juntos al establecimiento. Nos brillaban los ojos de alegría. Tuvimos que buscar excusa para llegar más tarde a casa de lo habitual. Dijimos que íbamos a acudir a la biblioteca municipal para preparar un trabajo de Ciencias Naturales. Cuando llegamos al punto de encuentro ya nos estaba esperando Caru.

Se nos ocurrió jugar a los reclutas. Nos imaginábamos que el sargento Smith, un personaje de ficción, había ordenado a Carlos que se cortara el pelo de inmediato. Imitábamos el paso ligero de los soldados. Un, dos, un, dos…

Y al poco nos encontrábamos junto a la barbería. Dentro un señor mayor sentado en el sillón era rapado rigurosamente por el barbero. Se nos puso un nudo en la garganta. Nos daba apuro sentarnos allí y no hacer gasto. Dudamos un poco, tal vez sería mejor quedarse fuera y esperar dando vueltas. Sin embargo Carlos nos convenció para que pasásemos dentro. Los asientos destinados a los clientes estaban vacíos. Se trataba de sillas de madera tapizadas en curpiel verde. Caru se había cortado varias veces el pelo allí y sabía que el barbero no protestaba si ibas acompañado ya que en un par de ocasiones acudió con dos de sus primos.

Al señor mayor el barbero ya le había apurado el cuello con la maquinilla y continuaba recortándole el pelo de la parte superior de la cabeza con la tijera y el peine. Los tres tomamos asiento y fuimos saludados con un “buenas tardes mozos”. El cliente al parecer tenía mucha confianza con el barbero al que se dirigía como Lucas. Charlaban de temas intranscendentes, pero el que llevaba la batuta era el propio cliente. Al cuarto de hora aproximadamente el señor se levantó del sillón y tras pagar exclamó:

-Ahora tienes trabajo para rato. Haz un buen trabajo con estos chicos tan ye-yés.

El barbero dirigió la mirada hacia nosotros y preguntó:

-¿Quién va a ser el primero?

Nosotros animamos a nuestro amigo a que ocupara el sillón sin más dilación. A pesar de que todavía era un niño Carlos era lo suficientemente alto como para librarse de la humillante banqueta. El barbero le ató al cuello una inmensa capa blanca que le tapaba por completo. Empezó a peinarle y comentó:

-Yo a ti te conozco, jovencito. Hace mucho tiempo que no vienes por aquí. Con estas melenas que lleváis los chicos de ahora los barberos nos vamos a arruinar. Bueno, ¿cómo cortamos este pelo?, ¿bien corto?

Caru sabía perfectamente que aquel señor era dado a cortar mucho el pelo, especialmente a los niños y jóvenes. Los chicos modernos del colegio jamás acudían a esta peluquería. Solían decir que al abuelo aquel se le había parado el reloj hace veinte años y que lo único que sabía hacer era cortar y cortar. Para ellos era un antiguo, un esquilador de ovejas, un pelagatos.

Caru tardó casi un minuto en reaccionar. Se había quedado mudo y sin habla. Pero de pronto arrancó:

-Vengo a cortarme el pelo porque un profesor del colegio me ha dicho que si no me pelo para el lunes me suspende. Es un hueso. Mi padre ha dicho que me lo corte muchísimo, como si estuviera en la legión. Por detrás me tiene que meter la maquinilla del cero y por arriba el uno…

Al viejo barbero se le iluminó el rostro al oír aquellas palabras. Por fin podía hacer un corte de higiene a un chico y no aquellos arreglitos que para él suponían un desprestigio:

-Tú mozo, no te preocupes por nada. Te voy a meter un buen corte de pelo, hijo. Pero vas a quedar mucho mejor de lo que vienes. Así pareces un gitano. No me extraña que ese profesor te obligue a cortártelo. Debería forzar a todos los chicos a pelarse como es debido, pero hoy en día no hay autoridad ni orden y así nos luce el pelo. Cuando yo era chico mi padre me rapaba al cero y en la escuela parecíamos bolas de billar, todos iguales y allí nadie destacaba.

De un cajón forrado de formica marrón sacó una maquinilla negra, tipo Oster 76, no recuerdo exactamente la marca. Le cambió la cuchilla y la encendió. Emitía un sonido muy agudo. Alpuente y yo nos quedamos boquiabiertos. Nuestro amigo ya no tenía escapatoria. Empezó a pasársela por delante y el cabello rebelde de nuestro amigo fue arrastrado en forma de grandes mechones y tirado al suelo. El barbero, que era poco hablador, sin embargo hizo comentarios al respecto:

-Así te va a quedar por delante, sólo a tres milímetros de largo, no te vas a tener que peinar durante más de un mes. Te estoy pasando la maquinilla del uno por arriba, no se te olvide explicárselo a tu padre. Yo sigo instrucciones. Bien rapadito, sí señor…

Y Caru sonreía, sus ojos oscuros brillaban, daba la sensación de que sus pupilas se habían dilatado de una manera desmesurada por el efecto sorpresa. Jesús y yo no pestañeábamos. A los pocos minutos la cabeza de Carlitos era redonda; la transformación fue brutal. Pero la cosa no quedó ahí. Al poco el barbero cambió la cuchilla por la del cero y empezó a subirle la maquinilla por detrás. Los tres milímetros quedaron reducidos a uno, según nos explicó el viejo barbero. El cuero cabelludo del muchacho se transparentaba por completo, se le clareaba la piel de una manera escandalosa. Caru hizo algún comentario del tipo:

-La maquinilla me hace cosquillas y me da un gustirrinín. Ahora voy a parecerme al teniente Koyac. Bueno seré un semi-Koyac. Lo malo será el cachondeo que se van a traer conmigo los compañeros…

El barbero arengó al muchacho a que se mantuviese firme y se diese a respetar:

-Tú chaval ni caso a esa cuadrilla de degenerados melenudos. La culpa de todo la tienen los padres que consienten estas cosas. Vas a ser el más aseado de la clase. Deberían ponerte sobresaliente en higiene. A nosotros cuando éramos pequeños también nos ponían nota de estas cosas: el pelo bien corto, el pañuelo limpio, los zapatos brillantes…

Al poco tiempo Carlos era como un marine en pequeño, estaba completamente rapado, esquilado como una oveja. La parte superior a tres milímetros y el resto al cero. Por si fuera poco el señor Lucas cambió de nuevo la cuchilla. Nos explicó que le iba a meter un tres ceros en la zona del cuello y patillas, para que el cuello quedase más perfilado; una disminución bien hecha. Con la navaja barbera le terminó de perfilar el cuello, los laterales y las patillas. Tras aplicarle una buena mano de masaje Flöid dio por terminado el trabajo.

-Este chavalote ya está listo. ¡Da gusto verte! Debes acudir con mucha más frecuencia por aquí para mantener el corte, cada quince días o a más tardar un mes. Ahora deberían ponerte sobresaliente en comportamiento. Has demostrado ser muy obediente. ¿Quién es el siguiente?

Nosotros, de manera atropellada, le explicamos que no nos íbamos a servir, que sólo veníamos de acompañantes. Nos miró de forma inquisitorial y dijo que teníamos muchísima necesidad de un buen corte de pelo. Para salvar el pelo Alpuente dijo no tener absolutamente nada de dinero. Pero el barbero seguía insistiendo:

-No pasa nada. Vosotros me dais el teléfono de vuestras casas y si vuestros padres me autorizan os dejo igual que a vuestro amigo, como tres legionarios. Ahora además parecéis todavía más greñudos en comparación con este chico.

Le dijimos que no era posible, que nuestros padres no nos iban a autorizar a cortarnos el pelo tan corto, que nuestras madres se echarían a llorar. Al final el barbero esbozó una gran sonrisa y nos dijo que algún día caeríamos en sus manos y entonces nos iba a dejar bien pelones. En cuanto las cosas quedaron aclaradas empezamos a sobar la cabeza de Carlos. Las manos de Jesús y las mías se tropezaban acariciando aquella cabeza tan monda y lironda. Caru no paraba de sonreír y exclama constantemente:

-Soy un semikoyack soy un semikoyac…

Salimos corriendo de la barbería, tras despedirnos educadamente del barbero. Todos los días nos acercábamos al establecimiento, nada más salir del colegio y nos hacía gestos para que entrásemos. Carlos llevó con gran dignidad su corte de pelo. En el recreo nos dejó acariciarle la cabeza sin descanso. Su padre estaba orgulloso del espíritu de sacrificio de su hijo y su madre resignada. En otra ocasión os contaré nuestra visita al barbero del ensanche llamado Lucas, pero esto es harina de otro costal.




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