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El aristócrata sevillano by Barbero Militar
Juan Bosco Fernández de Córdoba y Osborne era sin ningún género de dudas el prototipo de señorito andaluz. Estudió periodismo con la idea de conseguir un título universitario que adornara el despacho de su nueva casa. Desde el balcón de esta estancia se podía contemplar una bella panorámica de la Giralda de Sevilla. En Semana Santa le gustaba asomarse para contemplar a Jesús del Gran Poder en procesión y de paso hacer ostentación de su poderío ante la muchedumbre que se agolpaba en la calle. Todos los años por estas fechas estrenaba media docena de trajes, confeccionados a medida por un afamado sastre que utilizaba los paños más nobles en su elaboración. Si algo tenía claro el señorito don Bosco era la necesidad de mantener un estatus social, de destacar entre la plebe.
Le gustaba vestir con gran elegancia y distinción. Su ropero estaba instalado en una gran sala junto a su dormitorio, con armarios empotrados de maderas nobles. Allí, perfectamente ordenados por su fiel sirviente Fermín, colgaban decenas de trajes, pantalones, camisas… Ni que decir tiene que no le faltaba de nada.
Prestaba un gran interés al cuidado de su imagen exterior. Cada mañana dedicaba algo más de una hora a su aseo personal. Comenzaba con una ducha a fondo, aplicándose en la piel un gel de la misma marca de colonia que iba a usar ese día. El pelo se lo lavaba con un champú especial de precio muy elevado. Tanto el desodorante como la esencia de colonia que usaba eran de la misma marca. Su cabello, negro y ondulado, se lo repeinaba hacia atrás y para evitar despeinarse se aplicaba una buena cantidad de gomina. A media mañana acudía a una barbería del casco histórico sevillano para disfrutar de un placentero afeitado. El oficial de barbería empleaba paños calientes para abrirle los poros y después del rasurado le aplicaba toallas de agua fría para cerrárselos. Terminaba la operación con un concienzudo masaje.
Cuando le llegó el tiempo de cumplir el servicio militar e incorporarse a filas decidió usar todas sus influencias para evitar pasar un año de su vida obedeciendo. Solía decir con mucha sorna que a él para hincarle de rodillas había que cortarle las piernas. Le aterraba la idea de que un sargento chusquero o un teniente recién salido de la academia militar le dieran órdenes; seguramente con peores maneras que las que utilizaba él con el servicio. Estaba convencido: un Fernández de Córdoba y Osborne sólo tenía por encima al rey de España. Por el mero hecho de ser el heredero del título nobiliario disfrutaba del privilegio de poder permanecer cubierto ante su majestad. ¡Una pena que don Juan Carlos no le concediese audiencia! Se imaginaba frente al monarca luciendo su elegante sombrero de fieltro inglés con cinta de seda.
Pero no le resultó tan sencillo burlar la Ley del Servicio Militar Obligatorio. Su padre, el duque de las Marismas, fue capeando el temporal lo mejor que pudo, prometiendo a los generales andaluces que su vástago acabaría sirviendo a la patria. Necesitaba ganar tiempo. Sin embargo se tropezó con un hueso duro de roer cuando el general Gutiérrez de las Heras se convirtió en la máxima autoridad de aquella región militar. En el Real Círculo de Labradores de Sevilla se decidió la suerte del señorito Bosco; no podía haber excepciones, debía cumplir con la ley. A sus treinta y dos años había agotado todas las prórrogas de estudios. Fueron rechazadas todas sus alegaciones para quedar eximido del cumplimiento del servicio por motivos de salud. Al ya no tan joven Bosco ningún médico consiguió encontrarle una dolencia lo suficientemente importante como para quedar excluido. Después de tensas negociaciones el duque de las Marismas y el general Gutiérrez sellaron su acuerdo con un fuerte abrazo. Las malas lenguas del casino dijeron que aquello parecía “El abrazo de Vergara”, incluso los hubo que llegaron a afirmar que se trataba más bien de “El abrazo del Oso”. Bosco, gracias a lo “avanzado” de su edad, no serviría en un acuartelamiento durante doce meses, no sería un soldado al uso sino que prestaría un servicio social durante año y medio. Los seis meses de más eran una especie de penalización por no vestir el uniforme.
Pasó más de un año hasta que se hizo efectiva la sentencia. Mientras tanto aquel señorito andaluz continuó disfrutando de los festejos sevillanos más típicos haciendo gala de su elegancia y poderío. Durante la Feria de Abril disponía de una caseta propia para invitar a sus amistades. Las señoritas de la alta sociedad sevillana veían en éste el marido ideal para acrecentar su patrimonio económico y adquirir el máximo de los prestigios. Pero Bosco decidió que hasta no quitarse de encima lo que él denominaba la “mili descafeinada” no tomaría una decisión en firme sobre su futuro matrimonio. Mientras tanto tonteaba con unas y con otras.
Llegó el mes de julio y como todos los veranos la familia se trasladó a su mansión de Sanlúcar de Barrameda, en compañía de algunos de sus sirvientes. Pero una mañana de principios de verano llegó el cartero con una carta certificada procedente de la Comandancia de Marina. A Bosco se le cambió el semblante al leer su contenido. Debía presentarse el día 26 de julio, a las 5 de la tarde en el Cuartel de Marina de San Fernando, provincia de Cádiz, para comenzar la prestación de su servicio social. Pensó por un momento en tomar un avión a Londres y estar desaparecido cinco o seis años hasta que prescribiese el delito de prófugo de la justicia militar. Sus padre le aconsejó en sentido contrario. Le prometió, ante una imagen de El Gran Poder, de la que los dos eran muy devotos, que movería cielo y tierra para que su estancia allí fuera lo más agradable posible. Aquella misma mañana se movilizó para ponerse en contacto con los altos mandos del cuartel a que habían destinado a su hijo.
No quedaba claro cual iba a ser el cometido encomendado a Bosco. Sus amigos le aconsejaron que se lo tomara con filosofía y se imaginara que estaba disfrutando de un máster gratuito. Estaban convencidos de que le destinarían a trabajo de oficinas; para algo le tendría que servir su título licenciado en periodismo por la Universidad de Navarra.
Bosco decidió presentarse ante sus superiores con sus mejores galas. Debía quedar bien claro que no era uno más. Escogió para la ocasión un traje gris oscuro de alpaca brillante, con chaleco incorporado, camisa blanca de popelín con puño doble para gemelos, corbata de pala estrecha en seda gris. Sus zapatos, negros y con hebilla cromada en un lateral, resplandecían. Ni que decir tiene que fue su sirviente personal Fermín el encargado de lustrárselos.
El comandante de marina que le recibió en su despacho se quedó deslumbrado ante tanta elegancia. Lo habitual entre los jóvenes que se decidían por prestar el servicio sustitutorio era utilizar una indumentaria informal.
Bosco mantuvo en todo momento una actitud altiva. Se sentía superior y en ningún momento dio muestras de obediencia. Miraba por encima del hombro al comandante. Se mantenía callado. Su silencio resultó desafiante e incomodó para el militar. Éste había recibido instrucciones para tratar de manera especial al aristócrata. Sin embargo Fernández de Córdoba le puso las cosas difíciles. Tuvo que reprenderle por su osadía:
-Oiga, caballero, le agradecería que se quitara las gafas se sol. No me gustan los hombres que se esconden tras unos cristales ahumados.
Bosco replicó con ironía:
-Es que aquí hay demasiada luz. Convendría que bajara la intensidad lumínica de la estancia. Así ahorraríamos el dinero del contribuyente. Es muy bonito derrochar los recursos públicos…
Pero el comandante no se calló.
-Le aconsejo que no siga por ese camino. No es de su incumbencia que yo encienda o apague la luz. ¡Quítese esas gafas de sol! Es mi última advertencia.
Con gran parsimonia y sin mover un músculo de la cara, levantando la cabeza, Bosco siguió las instrucciones recibidas. Fue destinado a la oficina del cuartel. Allí se ganó la antipatía del personal tanto civil como militar. Mantuvo en todo momento una actitud chulesca. Protestaba cuando el aire acondicionado estaba demasiado fuerte o por la falta de higiene de las instalaciones.
Un día decidió visitar la barbería del acuartelamiento. Pero lógicamente no acudió a la de la tropa, le parecía vulgar mezclarse con los marineros de reemplazo, a los que consideraba unos pardillos. Se presentó, sin pedir permiso a nadie, en la destinada a los oficiales.
El oficial de barbería era un antiguo legionario que estaba al tanto del comportamiento problemático de Bosco. Al entrar el aristócrata en la estancia el barbero levantó la cabeza y puso cara de sorpresa. En ese instante decidió dar un escarmiento al rey de la impertinencia. Trazó mentalmente un malévolo plan para combatir la soberbia del caballerete. Necesitaba la presencia del comandante y tal vez de algún otro oficial de marina para poder llevar a cabo el complot. Esbozó en su cara una sonrisa aduladora, como si se tratara de un cliente importante.
-¡Cuánto honor! Usted por aquí, don Bosco. Tal vez requiera mis servicios. Sería para mí muy gratificante poder arreglar su cabello…
Bosco, con su habitual altanería, repondió:
- A eso precisamente vengo; llevo el pelo muy desarreglado por detrás y esta tarde tengo una fiesta en casa. Voy a andar muy justo de tiempo para ir a mi peluquería habitual. No sé como funciona esto, pero creo que al ser un trabajador del centro tendré derecho al menos a usar las instalaciones comunes. El otro día me pararon los pies por querer utilizar la biblioteca. Lo que no saben aquí es que uno de mis abuelos hizo una donación importante a la misma; los volúmenes más valiosos pertenecen a mi familia. Ya me he puesto en contacto con la Fundación Cultural de la Marina y he presentado un pliego de descargos. Usted no se preocupe, yo le pagaré bien pagados sus servicios.
El antiguo legionario siguió con la farsa:
-Por supuesto que le voy a atender como usted se merece. Intentaré que quede satisfecho de mi trabajo. Antes debo ocuparme de un asunto de vital importancia, pero estaré aquí en cinco minutos. Mientras regreso lea la prensa si lo desea.
El barbero, apodado desde tiempo inmemorial como Rapamachos, se presentó al poco tiempo en compañía del comandante y un joven teniente. El espectáculo iba a dar comienzo. A Bosco le intrigó la repentina presencia de estos dos caballeros pero continuó haciendo gala de su parsimonia habitual…
Rapamachos le invitó con la mano y luciendo una amplia sonrisa a que tomara asiento. Bosco, una vez sentado, se remangó los pantalones casi hasta la rodilla y exhibió generosamente sus calcetines altos de Ejecutivo grises. Se comportaba de la misma manera que cuando acudía a su peluquería habitual. Y emitió una de sus habituales quejas:
-Este sillón, reconozco que es bonito, lo veo más como pieza decorativa en algún museo; aquí se te queda el culo cuadrado. Lo podrían vender a algún anticuario y reemplazarlo por uno mullido, moderno, de los de suspensión hidráulica…
El comandante que merodeaba por allí afirmó con ironía:
-Tendremos muy en cuenta su propuesta don Bosco. Lo que ocurre es que este sillón, un auténtico Triumph, con brazos de porcelana blancos, posapiés metálico labrado asiento y respaldo de rejilla y lleva aquí cerca de 70 años. Por él han pasado infinidad de oficiales de marina. Es parte de nuestra historia.
Bosco decidió no responder al comandante de marina. Estaba demasiado preocupado por su imagen como para perder el tiempo en discusiones baladíes. El barbero le preguntó:
-¿Cómo desea el señor que le cortemos el pelo?
Y Bosco comenzó a exponer los pasos que tenía que seguir el oficial de la barbería.
-Quiero que únicamente me corte el pelo por detrás. Lo tengo excesivamente abundante, demasiados rizos. Me entresaca un poquito de los costados también. Utilice la navaja para que el resultado final sea más profesional. Si lo hace a mi gusto sus servicios serán generosamente recompensados.
Intervino de nuevo el comandante:
-Lleva usted un traje muy elegante don Bosco. ¿Es de brillantina?...
Bosco puntalizó:
-Es seda natural, en gris antracita. Me hago cargo de que alguien como usted no domine el tema de los tejidos. La mayor parte del tiempo se la pasa vistiendo un uniforme de tela espartana.
El comandante volvió a la carga:
-Es una pena que un traje tan elegante se le llene de pelillos. Además, al estar sentado tanto tiempo en este sillón tan rígido, se le puede arrugar. Le aconsejo que se lo quite. Aquí tenemos una percha para colgárselo…
Bosco se levantó del asiento y respondió:
-No es mala idea. La americana y el chaleco lo voy a colgar….
El comandante quería llegar más lejos:
-Y los pantalones también se los debe quitar, estamos entre hombres y no debe darle vergüenza. También esa camisa blanca tan elegante. Sería una pena que se le incrustasen en ella pelillos…
El joven aristócrata puso cara de sorpresa ante la propuesta del comandante. Seguramente le pareció excesivo quedarse en ropa interior así por las buenas. Pero si algo le molestaba eran precisamente aquellos pelillos que se quedaban pegados a la ropa como si fueran alfileres. Hasta las 6 de la tarde no podría abandonar el acuartelamiento y le iba a resultar especialmente molesto usar aquella camisa el resto del día. No se lo pensó dos veces. Los tres caballeros allí presentes le ayudaron a quedarse en paños menores. El comandante le pidió permiso para quitarle la chaqueta del traje y el teniente la colocó cuidadosamente en una percha, después vino el chaleco, los pantalones, la camisa, la corbata. Los zapatos se los dejó puestos porque le molestaba el contacto directo con el frío suelo de baldosa. Bosco era un caballero elegante hasta en ropa interior. Llevaba un juego de camiseta de tirantes y de braslip blancos en punto calado de la marca Eminente. Los calcetines altos, hasta la rodilla y muy finos, eran de seda natural y de color gris oscuro, haciendo juego con la corbata. Los zapatos negros, lisos y con cordones habían sido cuidadosamente lustrados por su mayordomo. En un gesto de coquetería masculina Bosco se retocó el braslip y después tomó asiento.
A continuación el barbero le colocó en el cuello una capa de algodón, de un blanco radiante y justo detrás del cuello un paño también blanco. Limpió cuidadosamente el instrumental con un cepillo. Los dos militares observaban todo el proceso sin perder detalle, cruzaban miradas de complicidad entre e