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Un corte de pelo ye-yé by Barbero Militar


Corrían los últimos años de la década de los sesenta. En todo el mundo los jóvenes usaban el cabello largo, siguiendo la estela de los Beatles. Los medios de comunicación, con la televisión a la cabeza, difundían imágenes de chicos melenudos, que vestían pantalones vaqueros y camisas de flores. El movimiento hippie hacía estragos y fomentaba el consumo de las drogas y alucinógenos. Pero, a Dios gracias, todavía quedaban gentes de bien, caballeros dispuestos a defender su virilidad, y que sabían marcar las diferencias estéticas, que desde siempre han existido, entre los dos sexos.

Mi padre militaba con orgullo en este bando. Me viene a la memoria su imagen de caballero trajeado. Todos los años visitaba al sastre y éste le confeccionaba a medida tres trajes de invierno y otros tantos de verano. Cuando el frío arreciaba usaba tejidos afranelados y durante la época estival optaba por alpacas brillantes. Siempre se decantaba por colores oscuros y sobrios como los grises marengo, marinos, verdes secos o marrones; jamás tonos claros ni hechuras modernas. Eran trajes de solapa estrecha, siendo la pata del pantalón de unos 21 centímetros de ancho; si algo le horrorizaba eran los pantalones de campana que empezaban a irrumpir en el mercado. Mi padre era comercial de ropa de caballero. Representaba a marcas de toda la vida, poco dadas a la innovación. Lo más importante era la calidad del producto. También vestía y vendía camisas de popelín blanco, de un blanco radiante, con el cuello duro y corto. Sus corbatas eran de pala estrecha, lisas, con rayas, o pequeños dibujos, siempre en tonos oscuros y sobrios, que combinaban perfectamente con el resto de su ropa.

Lo más novedoso de su indumentaria permanecía oculto. Tenía un amigo y colega que llevaba la representación de ropa interior Hedea. Continuamente le obsequiaba con juegos de camiseta y braslip. Por supuesto Arturo, éste era su nombre, era correspondido con otros presentes como camisas y corbatas. Recuerdo a mi padre en paños menores. Era un hombre de complexión fuerte y de altura media, de piel morena y muy velludo. Siempre usaba calcetines altos, de hilo y canalé, entonando con la corbata. En aquel tiempo el braslip era una prenda moderna, que se asociaba a la imagen del deporte. Lo más innovador era que carecían de pata, siendo altos de cintura y con bragueta. Hedea también fabricaba prendas para niños y yo probaba gratis los últimos modelos como los de punto calado. Con mucha frecuencia mi padre me decía:

-Fran, Arturo me ha dado para ti media docena de braslip y camisetas. Son caladitos, muy frescos para el verano. Te los voy a probar después de comer para ver si te va bien la talla…

Yo a veces replicaba, porque me apetecía más leer un tebeo que desvestirme en su despacho, pero jamás me consintió que me saliese con la mía. Si me ponía impertinente, sus amenazas me terminaban de convencer:

-¡A ver si te voy a tener que dar unos buenos azotes en el culo! ¿Quieres que te marque los dedos en el trasero?

Tras levantarme de la mesa debía acompañarle a su despacho, donde en una caja de cartón de rayas negras y amarillas guardaba las mudas; recuerdo el olor a algodón sin estrenar, el blanco intenso y lo tupido del tejido. Y al poco tiempo aparecía delante de él en paños menores, sin rechistar lo más mínimo. Me hacía pasear un poco y me preguntaba si me tiraba en la entrepierna. Mi padre era muy detallista con estas cosas. Si se llevaban los braslip demasiado prietos podían provocarme una hernia enguinal. Ésta era al menos la opinión de don Luis, el médico amigo de la familia que siempre me atendía en su consulta ejerciendo como pediatra, a pesar de ser médico militar.

También estaba bien surtido de lo que en aquella época se llamaban medias sport de niño. En realidad se trataba de calcetines altos y finos de canalé fabricados en hilo de Escocia. Según el pantalón que usase los llevaba grises, marino, marrones, verdes… Punto Blanco era la empresa líder en este tipo de productos. Durante el período estival utilizaba el pantalón corto, lo que permitía que exhibiese al completo aquellos calcetines tan largos.

En lo referente a mi ropa exterior el clasicismo de mi padre se imponía con toda su fuerza. En aquel tiempo los niños yeyés también vestían con tonos “alegres” y prendas con estampados y dibujos muy marcados. A mi padre todo aquel estallido de color en las ropas destinadas a los niños varones le producía acidez de estómago. A mí jamás me preguntó si me gustaba tal o cual pantalón o si prefería un determinado jersey. Él era quien directamente escogía por mí. Siempre colores sobrios. Me recuerdo a mí mismo vestido de azul marino, gris oscuro, verde… Gracias a su profesión tenía mucho gusto a la hora de combinar los tonos, jamás mezclaba gamas. Mis camisas infantiles solían ser blancas, celestes, beige…

En cuanto al calzado se refiere se podía optar entre los zapatos negros o los marrón oscuro. Casi siempre de cordones, muy lisos y de piel brillante. Todas las noches, con el betún de tubo y un cepillo, papá me los limpiaba. Cuando cumplí diez años fui obligado a hacerlo yo mismo. A mí me llamaban la atención sus zapatos de punta negros. Estuvieron de moda en los sesenta, pero a mi padre le gustaban tanto que los usó durante muchos años, cuando ya estaban desfasados. Le hacían un pie más grande y si me portaba mal amenazaba con propinarme un puntapié en el culo con ellos puestos.

Cuando teníamos que asistir a un acontecimiento social me llevaba a su sastre para que me confeccionara a medida un traje de niño, consistente en una americana con pantalón corto a juego. Para este tipo de ocasiones usaba corbatas estrechas; el nudo ya venía hecho de fábrica y tenían una goma para sujetármela al cuello. También aprovechaba algún retal de los que sobraban de sus trajes para que el sastre me hiciera un pantalón corto. Como la tela era escasa apenas me tapaba el braslip.

Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que mi padre lo único que pretendía era que su hijo varón fuese su viva imagen en versión infantil. Se sentía especialmente orgulloso cuando alguien opinaba que Fran se le parecía cada vez más. Le recuerdo enredando en una caja de cartón que tenía en su despacho, buscando alguna foto de cuando él era pequeño, comparándola con las mías. Eran las tradicionales imágenes de los años cuarenta. Solía vestir con una bata colegial y llevaba el pelo cortado al rape, incluso en algunas aparecía con la cabeza casi afeitada. Me miraba con cierta sorna y solía decirme:

-Este verano, para que estés más fresquito, le voy a decir a Anselmo que te corte el pelo al rape, como me pelaba a mí tu abuelo cuando tenía tus años. Y si te portas mal o me traes algún suspenso te dejo la cabeza como una bombilla, sin un solo pelo.

En sólo una ocasión cumplió sus amenazas. Normalmente se conformaba con que me cortara el pelo a riguroso cepillo parisién. Mi padre tenía una agenda de piel negra en la que apuntaba todas sus citas. Allí figuraban sus reuniones de trabajo, compromisos sociales y sus visitas al sastre, médico etc. Cada veinte días, en el apartado titulado “Otras actividades” aparecía escrita la frase “barbería para Fran” o “corte de pelo de Fran”. Aquellas vistitas al barbero se convirtieron en todo un ritual en el que mi padre me imponía su autoridad y sus gustos estéticos. Recuerdo con detalle cómo sucedía todo.

A la salida del colegio, a las seis de la tarde, me esperaba junto a la puerta. Impecablemente trajeado paseaba nervioso por el recibidor. Al verlo sentía alegría porque normalmente no tenía el privilegio de que me viniera a buscar. También lo hacía cuando tenía cita con mi tutor. Este tipo de entrevistas me producían cierta tensión; temía que el profesor, normalmente un fraile, le comentara que mi rendimiento académico era manifiestamente mejorable y que después, en su despacho y a solas, me cayese un buen rapapolvo.

Los chicos, una vez que se disolvía la fila en el recibidor, saltábamos como potrillos y acudíamos a donde estaban nuestros respectivos padres. En la infancia lo normal es sentir adoración por ellos. A la mayoría de mis compañeros les iba a buscar al cole la mamá. Yo por el contrario tenía que ir a casa de la mano con Martina, la esposa del portero del edificio en que vivíamos. Mi madre había muerto al poco de nacer yo. De ahí que todo mi universo girara en torno a la figura paterna. En cuanto veía a mi padre el corazón me daba un vuelco de alegría, saltando como un gamo me aproximaba a él y le besaba. Era igual que un perrillo que espera a su amo con ansiedad y que le recibe siempre con gozo. Como no le gustaba andar con bolsas en la mano nos metíamos en una tienda de ultramarinos donde me compraba una riquísima torta de Olite. El resto de los días merendaba el tradicional bocadillo de chorizo, lomo o jamón serrano.

Me ponía la mano encima del hombro, me sonreía con ironía y me decía:

-Ahora mismo al barbero, a ver si Anselmo te esquila esas lanas.

La verdad que seguía llevando el pelo muy cortito, porque en veinte días apenas me crecía un centímetro. Sin embargo era tiempo más que suficiente para que perdiese el rigor del corte. Mis sentimientos eran confusos. Por una parte me sentía desplazado, fuera de la órbita de la moda. Los chavales más pijos de clase llevaban las orejas semitapadas y podían peinarse con raya a un lado. Tras el brutal rapado yo no necesitaba usar el peine. A partir de los quince días tenía algo que peinar, volviendo a estar pelón tras una nueva visita a la peluquería. Sentía vergüenza de que ciertas personas me viesen tan rapado, me humillaba que algunos de mis compañeros de clase se mofaran de mi cabeza redonda. Pero todo aquello tenía su lado positivo. Jamás se lo dije a nadie pero me daba mucho gustirrinín que me cortaran el pelo. Me gustaba que mi padre se preocupara por mí, que en persona me acompañara al barbero. Sabía que era un hombre muy ocupado y hacía un hueco en su agenda para adecentar a su hijo.

La vieja barbería se encontraba en el casco antiguo, en una calle estrecha, en la que había una capilla barroca con un santo, un zapatero remendón y tiendas de ultramarinos y carnicerías dentro de los portales. Era un local muy pequeño, con la puerta de madera pintada de de verde claro. Dentro había un único sillón giratorio, una verdadera pieza de museo según criterios actuales, con brazos de porcelana blanca, posapiés metálico ricamente labrado y asiento y respaldo de rejilla. El suelo estaba formado por baldosas cerámicas con dibujos geométricos en tonos tierra. Un gran foco blanco iluminaba la estancia.

Estaba regentada por un único barbero llamado Anselmo. Se trataba de un señor sesentón, de pequeña estatura, con gafas de concha negra, calvo, con el pelo blanco y muy cortito. Vestía la tradicional bata blanca. Era un hombre bonachón, prudente y cariñoso con los niños.

Mi padre se cortaba el pelo en otra barbería. Acudía desde tiempo inmemorial a la peluquería de su amigo Marcos. Este buen hombre padecía de los nervios y no aceptaba a los niños como clientes. No soportaba sus berrinches, que se movieran mientras trabajaba. Este era el motivo por el cual mi padre y yo acudíamos a locales diferentes.

Nada más entrar en el establecimiento mi padre saludaba cortésmente a Anselmo. Tenía ganas de ausentarse cuanto antes, para tomarse unos vinos en compañía de sus amigos y leer tranquilamente el periódico en algún bar de confianza. Pero antes de abandonarme le daba las instrucciones precisas al barbero:

-Al niño le corta el pelo como siempre; Hágale un cepillo muy corto; me lo deja como un recluta. La maquinilla bien metida hasta arriba, ya sabe. Pasaré revista militar, je, je, je. ¿A qué hora vengo a por él?

En función de los clientes que esperaban en aquel momento Anselmo le decía una hora aproximada. Yo me quedaba allí, solo ante el peligro. Para entretenerme leía algún tebeo de Zipi y Zape o de Mortadelo y Filemón. Los clientes se sucedían. Algún niño también caía en manos del barbero y casi siempre éste los rapaba más de la cuenta. A los mayores les subía la maquinilla por el cuello, para que les quedase el cogote despejado. En algunos casos cortaba el pelo al parisién y a algún señor mayor al rape, todo con la misma maquinilla. Todavía recuerdo la lista de precios que colgaba de la pared. El pelado al rape tan sólo costaba 40 pesetas, el corte a tijera 50 y el cepillo 60. Un cepillo parisién era muy laborioso, especialmente para un hombre tan detallista como Anselmo, de ahí lo relativamente elevado de su precio. Una coronilla de cura, oficialmente llamada corona de sacerdote, tan sólo valía diez pesetas.

Cuando me tocaba el turno conocía de memoria los pasos que iba a seguir Anselmo. Se metía dentro de la trastienda y sacaba una banqueta de madera marrón oscuro. Creo que debería estar hecha a medida porque encajaba perfectamente encima de los brazos del sillón. Una vez instalada con el dedo índice me llamaba. Para dirigirse a mí empleaba términos como señorito, mozalbete, machote… Yo, tímidamente me acercaba al sillón. Y como si fuera un bebé me colocaba las manos debajo de las axilas y me elevaba en el aire, sentándome en el taburete. Me solía decir que había crecido y que pesaba más que la última vez. Luego abría un armario y sacaba una capa blanca de algodón. La desdoblaba cuidadosamente y me la ataba al cuello con una cinta. En aquel local no había las tiras de papel que se ajustan al cuello y que se usan en los locales actuales. También me colocaba por detrás un paño blanco. Recuerdo el contraste que había entre mi cabello negro y lo blanco de la capa.

Y empezaba el ritual del esquileo. Cogía un peine y me lo pasaba por la cabeza. Me dijo que era para eliminar la carga electrostática que tiene el pelo. Lo hacía sin prisa, recreándose en ello. Una vez bien peinado decía su frase mágica, con la que pretendía resultar gracioso:

-Te voy a hacer un corte de pelo yeyé, je, je, je…

Sonreía maliciosamente. Mi cabello tendría una largura máxima de un centímetro, lo que me había crecido en veinte días y sin embargo pretendía engañarme, hacerme creer que me lo iba a cortar menos que en otras ocasiones.

Las maquinillas de mano, de metal cromado, descansaban ordenadamente sobre la encimera de mármol gris. Semejaban instrumentos de tortura, demonios plateados que cercenaban el pelo de los clientes. Siempre empezaba por la de púas más estrechas. La movía en el aire, amenazante, como si quisiera desentumecer sus músculos. Después, con la mano izquierda me sujetaba con fuerza la cabeza, me inmovilizaba, para bajármela a su gusto, como si fuera un muñeco en sus manos.

Al poco sentía el frío metal en contacto con mi piel, y percibía aquel sonido entrañable, metálico, producido al moverse el muelle de la maquinilla. Y además de escuchar aquello, sentía un placer inmenso, un cosquilleo muy difícil de describir. Todo mi cuerpo infantil gozaba de una gran excitación, al notar la maquinilla deslizándoseme por el cogote. Me la subía hasta casi la coronilla y después empezaba con los laterales. Mi cabeza volvía a estar levantada. Anselmo me sujetaba la zona superior con las yemas de los dedos. Ahora era cuando realmente me quedaba boquiabierto, perplejo porque empezaba a ver como mis patillas se esfumaban al entrar en contacto con la maquinilla. Al tener la piel muy blanca y el pelo tan negro se me transparentaba el cuero cabelludo, tan sólo quedaban cabellos con una largura de un milímetro. El barbero subía y subía la herramienta hasta casi tocar las sienes.

Una vez rapado al cero en la parte trasera y los laterales utilizaba otras maquinillas de púas más anchas, de los números uno y dos. Sabía disimular la raya del corte. Por último cogía las tijeras de entresacar, dentadas, para reducir mi abundante aunque corto pelo de la zona superior. Tenía también unas tijeras normales, bastante grandes, y con la ayuda de un peine le daba al corte la forma de un cepillo muy corto. Los cabellos saltaban como si fueran alfiles, al ritmo que marcaba él barbero. Era un hombre tan meticuloso, que repasaba una y otra vez su trabajo.

Finalmente remataba el corte, lo pulía como si fuera un diamante. Cogía una brocha humedecida, ligeramente enjabonada y me la pasaba por la zona de las patillas, los laterales y el cuello. Por último echaba mano a la navaja barbera, creo recordar una con el mango nacarado. Me daba instrucciones para que no me moviese, mientras me inmovilizaba la cabeza con la mano izquierda:

-Ahora quietecito, eh. Te has portado muy bien y has quedado muy guapo, pero si te mueves te puedo cortar las orejas, ni respires.

Yo seguía sus instrucciones al pie de la letra. Notaba el raspado de la navaja en mi cuello. Me lo perfilaba a la perfección. Pero todavía quedaba un detalle importante para terminar con el corte. Cogía una maquinilla manual, más pequeña que las anteriores. La utilizaba para disminuirme el cuello al máximo. No lo podría asegurar pero creo que se trataba de una del dos ceros. De nuevo el cosquilleo en mi cabeza. La sentía deslizarse por mi cogote, reduciendo prácticamente a la nada mi pelo milimétrico.

Finalizaba su trabajo aplicándome un buen masaje capilar con la loción a la quina Flöid. Era generoso al humedecerme la cabeza. El aroma era muy intenso, mentolado, inconfundible. Me peinaba hacia arriba el pelo a cepillo. Una vez despojado de la capa me bajaba del sillón y volvía a ocupar una silla, esperando a que mi padre apareciese. En algunas ocasiones éste aparecía antes de que Anselmo terminara su trabajo. El barbero le pedía su opinión y mi padre solía sugerirle que me metiera más caña.

Mi padre nada más llegar me besaba y sonreía con satisfacción. Me obligaba a ponerme en pie y me revisaba meticulosamente el corte de pelo. Me pasaba la mano por detrás, a contrapelo y el placer que sentía era inmenso, aquella sensación de tener la cabeza como si fuera de terciopelo es algo que no se puede explicar con palabras. Y recibía mi premio, no sin antes interrogar al barbero sobre mi comportamiento:

-El niño ha sido muy bueno y obediente, no me ha dado ningún problema, la verdad. Tenía usted que ver la que me montó el otro día un pimpollo de catorce años. Vino con su padre a la fuerza, casi arrastras. El mozo no quería cortarse el pelo, pretendía copiar a esos melenudos asquerosos que salen en la tele. Pero su padre, que los tiene bien puestos, le dio un par de bofetadas y lo sentó a la fuerza en el sillón. Le metí un buen pelado. Salió de aquí bien aseado…

A Anselmo le escandalizaba la moda del pelo largo. Quizás porque veía peligrar su negocio. Si los jóvenes no se cortaban el pelo con frecuencia y le imitaban los maduros, ¿de qué iba a poder vivir? Además estaba convencido de las grandes ventajas que tenía el pelo corto para los varones. Era un defensor a ultranza de la estética del aseo, de la higiene masculina.

Y llegaba lo mejor para mí. Mi padre me obsequiaba con dos fascículos de mis tebeos favoritos: uno del Capitán Trueno y otro de Jabato. Los coleccionaba, los leía y releía una y otra vez. Pero al abrir aquellas páginas observaba que los héroes de mi infancia lucían melena al viento y yo por el contrario era un niño pelado a riguroso cepillo parisién.

Al día siguiente, en el colegio, un mar de manos me acariciaban la cabeza. No es que se tratase de burlas crueles, ni mucho menos, pero escuchaba calificativos como pelón, esquilado, rapadillo, etc. Yo hacía lo mismo cuando las víctimas eran otros. Pero siempre existía una casta de privilegiados que no sabían lo que era un corte a maquinilla. En el invierno protegía mi cabeza con los famosos pasamontañas, también llamados verdugos. Se trataba de una prenda de lana, en colores oscuros como el azul marino, gris marengo o verde militar, que protegía a los niños del cruel frío invernal. Cubría la cabeza, las orejas y la garganta. A mí me servía para ocultar a los indiscretos mi corte de pelo. En clase, por supuesto, me lo quitaba y lucía en todo su esplendor mi esférica cabeza.

En 1973 le llegó la hora de la jubilación al viejo barbero. El local se cerró para siempre. Mi padre, con gran pena, tuvo que buscar otras barberías. Según pasaban los años mi corte de pelo fue perdiendo el rigor de antaño. La estética del pelo largo se fue imponiendo poco a poco, en todas las capas sociales. Y casi sin quererlo mi padre se resigno a que su hijo saliese de la peluquería con las orejas semitapadas. Las viejas maquinillas manuales fueron sustituidas por las eléctricas, quedaron arrinconadas, se empolvaban como fantasmas de un pasado que convenía olvidar. La maquinilla se convirtió en un instrumento maldito, algo que había que ocultar en un cajón y utilizarlo sólo con los señores muy mayores y los soldados o reclutas que preferían ser rapados en peluquerías civiles antes que caer en manos del barbero militar.

Y curiosamente empecé a añorar los antiguos rapados infantiles. Cuando muy de tarde en tarde veía a algún niño con el pelo muy corto o un caballero rapado a cepillo, sentía un fuerte deseo de tocar aquellas suaves cabezas. Cuando tuve suficiente autonomía para caminar solo por las calles empecé a quedarme junto a las puertas de las barberías. Controlaba las entradas y salidas de soldados. Disimulaba al máximo, quería pasar desapercibido, sentía vergüenza de que alguien se enterase de mi morbo por estos temas. Fueron años de deseo, de ansias contenidas. Tuve que esperar a los 19 años y estar en la universidad para conseguir disfrutar de un corte de pelo riguroso. Pero ésta es otra historia.




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