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Uniforme Obligatorio by Barbero Militar
Arturo Manglano era un chico de dieciocho años del que su padre no lograba “hacer carrera”. Desde que empezó a salir con aquella cuadrilla de insufribles niños progres se instaló permanentemente en el fracaso escolar. A partir de segundo de BUP sus libros de texto comenzaron a empolvarse y se convirtió en un adicto de las discotecas de moda, acudiendo a ellas todos los fines de semana, regresando a casa de madrugada y en muchas ocasiones borracho. El más absoluto desorden reinaba en su vida. Su imagen exterior era fiel reflejo del caos interior; vestía cazadoras vaqueras desgastadas, pantalones perdidos de color, llevaba pelo largo, pendientes en las orejas e incluso amenazó con tatuarse el brazo.
Sin embargo su padre no tiró la toalla. No se resignaba a que Arturo fuera un fracasado, un deshecho de la sociedad. Un sábado, a las siete de la mañana, recibió una llamada de la comisaría de policía para comunicarle que su hijo se encontraba detenido por participar en una reyerta. Aquello fue la gota que colmó el vaso. El padre del muchacho, también llamado Arturo, decidió buscar una solución antes de que el problema se le escapase de las manos. Quería creer que en el fondo su hijo era un buen chico, una víctima más del ambiente de corrupción en que se desarrollaba la vida de muchos jóvenes de la gran ciudad.
Aquella misma mañana de sábado, mientras pasaba con desgana las páginas del diario ABC, le llamó la atención una hoja publicitaria sobre un internado para muchachos. Se trataba de un centro de enseñanza nuevo regentado por los hermanos irlandeses. Investigó a fondo el tema y recopiló información sobre aquel lugar. Al final decidió mandar allí a su hijo. Arturo en principio se opuso pero la contundencia de los argumentos paternos acabaron por convencerle:
-Hijo mío, vamos a dejar las cosas muy claras. En el colegio de los maristas no te van a permitir repetir curso. El director me ha escrito una carta en la que se me comunica tu expulsión. La opción que te queda es incorporarte como voluntario a filas y quitarte la mili de encima. Allí te domarán, te lo aseguro. Por lo menos te cortarán el pelo como a un hombre. Pero también tienes otra salida; te voy a dar una última oportunidad. Puedes ingresar en un internado nuevo, el de San Patricio. Allí recibirás parte de la enseñanza en inglés y vivirás en un estricto régimen disciplinario. Es un internado exclusivo para varones y ninguna mujer tiene acceso al centro. Tú eliges.
Arturo aborrecía todo lo relacionado con la vida militar. Si algo le agobiaba era imaginarse a si mismo vestido de caqui, marcando el paso y recibiendo órdenes absurdas de un gilipollas de sargento como lo era su primo Vicente. En los irlandeses aprendería inglés y esto le permitiría introducirse en los ambientes más modernos e innovadores. Aceptó a regañadientes ingresar interno.
El internado masculino San Patricio se había instalado en un antiguo acuartelamiento ubicado en una zona residencial de la ciudad. La orden no reparó en gastos para transformar aquel edificio ruinoso en un lugar idóneo para educar a jóvenes. La fachada exterior, catalogada como monumento histórico artístico, fue respetada. Se trataba de un magnífico ejemplo del neo-mudéjar madrileño de principios del siglo XX. Aquellos muros de ladrillo sin embargo desagradaron a Arturo. Asoció mentalmente este estilo arquitectónico historicista con la imagen de las prisiones de alta seguridad que salían en los telefilmes americanos. Ingresó en él la tarde del uno de septiembre. Cuando el joven atravesó la verja de la entrada en el reloj de la torre marcaban las seis. Prefirió acudir en taxi para evitarse el mal trago de tener que despedirse de sus familiares. El gran recibidor estaba presido por una monumental imagen de San Patricio en piedra; se trataba de la copia de un original antiguo por el que los hermanos irlandeses sentían especial veneración.
Se asustó al ver al director del centro, el padre Augusto Gallardo. Vestía con un traje gris oscuro de alpaca brillante y camisa del mismo color con alzacuellos. Sus zapatos negros, lisos y de cordones resplandecían como si fueran de charol, al igual que brillaba el suelo de mármol de aquella estancia, al que le habían sometido a profundo pulimentado. Aquel caballero era rubio y llevaba el pelo cortado a riguroso cepillo, lo que en inglés se conoce como un flat top. Su mirada era fría y su rostro hierático, jamás transmitía ninguna emoción. Con gran parsimonia se acercó a Arturo y le pidió que le acompañara. Atravesaron un largo pasillo hasta llegar a un salón con las paredes revestidas de madera. Allí, en completo silencio y sentados en unas sillas de madera que recordaban a las de los antiguos cafés, esperaban algunos de sus compañeros de curso. El profesor de gimnasia, don Roberto, era el encargado de que no se oyese ni el vuelo de una mosca:
-Guarden silencio por su propio bien. Si empiezo a anotar sus nombres será peor. Si alguien debe decirme algo que levante su mano derecha.
Uno de los chicos, el único pelirrojo del grupo, requirió los servicios de don Roberto. Le pidió permiso para acudir al cuarto de baño, según él sentía gran necesidad. Desapareció de escena y como tardaba mucho en regresar don Roberto se puso en contacto con el director a través del interfono. A los pocos minutos el pelirrojo, apellidado Gallastegui, era obligado por el director a penetrar en la estancia. Había intentado fugarse saltando la verja pero el hermano Armando lo descubrió a tiempo. Gallastegui lloraba de rabia por haber sido retenido contra su voluntad. Tres profesores se emplearon a fondo para reducirle, incluso recurrieron a la fuerza bruta. El director, una vez que el díscolo joven estuvo calmado, dejó las cosas bien claras:
-A ver muchachos. Os aconsejo que obedezcáis a la primera y sin rechistar. Los profesores somos más fuertes que vosotros y tenemos las de ganar. Aunque sois mayores de edad habéis firmado un documento en el que aceptáis el tutelaje de la congregación de San Patricio. Gallastegui ha empezado con muy mal pie, y si quiere liberarse de la culpa deberá aceptar el castigo que le impongamos. La falta es muy grave y por lo tanto el correctivo será de la máxima severidad.
El pelirrojo gemía como un niño pero no conmovió a sus superiores. Hacia las siete de la tarde todos los alumnos del curso habían hecho acto de presencia Era el momento de empezar la Operación de Higiene y Uniformidad (OHU). Se les ordenó levantarse y tuvieron que colocarse en una única fila. De nuevo caminaron, en formación y completo silencio, por aquel largo pasillo. En un lateral se encontraron una puerta en la que se podía leer un rótulo con las palabras Unidad de Higiene. Una vez en el interior los alumnos se alinearon a mano derecha, justo enfrente del gran mostrador, detrás del cual había instalados varios armarios de madera. El director empezó a dar las órdenes pertinentes:
-Bien, chicos, vuestros equipajes ya están en nuestras manos; esta mañana hemos recibido las últimas maletas. Os felicito porque habéis seguido al pie de la letra las instrucciones; ninguno ha llegado cerrado con llave. Así nos ha resultado muy fácil poder controlarlos. Por supuesto que el contenido de vuestras bolsas será requisado hasta que lleguen las vacaciones de navidad. En el reglamento del centro, que se os envió a casa, se deja bien claro que no vais a poder usar ninguna de vuestras ropas. En San Patricio se os proporcionará todo lo necesario: útiles de aseo, ropa interior y exterior, incluso llevaréis el mismo reloj.
-Lo primero de todo es requisaros los objetos personales que lleváis encima: billeteros, monederos, sortijas, medallas etc. Aquí no podéis usar ninguna de esas cosas. El hermano Ramiro os ayudará para que hagáis esta operación como es debido.
Entre los dos religiosos vaciaron los bolsillos de los muchachos. Incluso les privaron de las medallas religiosas que llevaban al cuello; serían sustituidas por imágenes de San Patricio. Una vez terminado el proceso se guardaron todos los sobres, previamente cerrados, en una pequeña caja fuerte. Para evitar futuras reclamaciones todo el dinero que portaban fue contabilizado. Don Augusto continuó dando instrucciones:
-Ahora mismo se os van a repartir dos tipos de bolsas: una de color blanco para la ropa blanca y otra negra para la de color. En la lavandería se lavarán y desinfectarán las prendas que lleváis puestas. Debemos guardarlas, completamente limpias y planchadas, hasta que os vayáis de vacaciones. Que quede bien claro: La ropa blanca como las camisetas de interior y los calzoncillos en la bolsa blanca, el resto en la de color.
-Ahora, y en absoluto silencio, quiero que os desnudéis por completo…
El pelirrojo empezó a soltarse la camisa pero don Augusto reaccionó con contundencia ante las prisas de aquel alocado joven:
-¡Gallastegui!, tú te has propuesto ser la oveja negra del grupo. Todavía no tienes que desnudarte. Seré yo el que dé la orden de manera clara. Simplemente estoy explicando como hay que hacer las cosas.
Gallastegui, asustado, pidió perdón y el director continuó dando las instrucciones:
-A desnudarse ya mismo. Daros prisa que no tenemos todo el día. No quiero que nadie se avergüence de que los compañeros le vean sin ropa. Todos los órganos del cuerpo han sido creados por Dios. ¡Los he visto más rápidos!…
Arturo se dio toda la prisa que pudo. No tenía ropa blanca, su slip de nailon era de color granate. Por lo tanto la bolsa blanca estaba completamente vacía. Don Arturo se acercó a él y se extrañó de aquello. Abrió la bolsa negra y sacó de ella los calzoncillos del muchacho. Al ver aquella prenda tan moderna no se privó de hacer un comentario sarcástico al respecto:
-Muchachos, estos calzoncillos o slip, como se les llama ahora, son peligrosos para la salud. El nailon no transpira y os puede producir rozaduras en la piel. Deberían prohibirlos. Los calzoncillos siempre debéis usarlos de algodón y de color blanco. La tintura en la ropa íntima no es muy saludable para la piel.
Todos los jóvenes permanecían desnudos y fueron obligados a ponerse en posición de firmes. Arturo estaba avergonzado. El director le había humillado públicamente, exhibiendo impúdicamente su ropa interior delante de sus compañeros. Pero sólo le quedaba obedecer. Le vino a la memoria la película titulada “El expreso de medianoche” en la que desnudan al protagonista delante del retén policial para humillarlo al máximo. Le impactó especialmente la escena en que obligaban al joven norteamericano a abrirse de piernas y colocar sus manos encima de la cabeza. Empezó a notar que le picaba la pierna derecha pero no se atrevió a rascarse por miedo a recibir una reprimenda. Durante un par de minutos los chicos permanecieron inmóviles, con los brazos rectos y las manos pegadas a los muslos.
De nuevo tuvieron que desfilar por aquel tedioso pasillo y esta vez llegaron a la sala de duchas. Se trataba de un recinto con las paredes embaldosadas hasta la mitad. Los azulejos tenían una forma rectangular y biselada. La parte superior aparecía pintada de blanco, al igual que el techo, del que colgaban cuatro grandes focos también blancos. Al haber doce duchas todos los jóvenes pudieron asearse a la vez sin tener que esperar. Se les entregó una toalla blanca, en cuyo extremo aparecía bordado el emblema colegial, y una pastilla de jabón. Arturo sintió vergüenza al ser observado por el profesor de gimnasia, don Roberto, que fue el encargado de que se ejecutase con rapidez y eficacia el aseo personal. Aquel caballero era un perfeccionista y les decía a los chicos que se restregasen bien en las zonas donde el sudor y la suciedad se suelen acumular:
-Enjabonaros bien los pies, que suelen oler mal en verano. Lo mismo os digo de las axilas, lo que vosotros llamáis sobacos. Y por supuesto las partes íntimas: el pene, los testículos, la zona del ano y los glúteos. Para que os quede bien la espalda, recurrid a la ayuda del compañero. Unos a otros debéis enjabonaros. Recordad el refrán que dice: una mano lava la otra y las dos lavan la cara. Cuando tengáis una buena capa de jabón extendida por la piel me avisáis para que os autorice a aclararos.
Todos los alumnos tuvieron que pasar revista con el cuerpo enjabonado y darse la vuelta para que aquel profesor comprobase que se habían untado bien la espalda y las nalgas de jabón. A Arturo le enjabonó Serafín, un chico moreno oriundo de la provincia de Córdoba, y él hizo lo propio con éste.
Después de secarse la piel se les entregó un albornoz blanco con un bolsillo en la zona del pecho en que aparecía bordado el escudo colegial y unas chanclas de goma. Debían visitar el almacén de ropa. Pero para su sorpresa tan sólo se les proporcionó una parte del uniforme. Así se lo hizo saber el padre Augusto:
-Muchachos, ahora solamente se os va entregar la ropa interior. No seréis dignos de vestir el uniforme colegial hasta que no se os corte el pelo debidamente, lo deshonraríais con esas melenas tan femeninas. Quitaros los albornoces y colgadlos en los percheros de la pared que están numerados, debajo depositad las chanchas. Haced todo esto en completo orden y en silencio.
De nuevo los chicos estaban completamente desnudos y don Augusto, ayudado por don Roberto, empezó a repartir la ropa interior. Con una cinta métrica se tomaba medida a los jóvenes. La cadera, la cintura y el pecho fueron cuidadosamente medidos, tras lo cual se empezaron a repartir las prendas:
-Muchachos ahora se os va entregar los calzoncillos, también llamados braslip, son de algodón blanco, en tejido calado, muy fresquitos e higiénicos. Debéis subíroslos bien hasta el ombligo.
Los estudiantes, con aquella prenda interior tan desfasada, recordaban a los caballeretes de principios de los años sesenta. Se sentían extraños al notar el elástico del braslip en la zona del ombligo. Les humilló que entre don Augusto y don Roberto les pasaran revista como si fueran bebés. A más de uno le retocaron los calzoncillos, se los estiraron para evitar las antiestéticas arrugas:
-El braslip debe quedar bien encajado, nada de llevarlo caído porque se hacen arrugas. Ahora se os va a dar una camiseta de interior, también calada y de tirantes. Debéis llevarla siempre por dentro del braslip y estirarla muy bien, que no se formen pliegues. Aquí se va a cuidar de vuestra imagen, muchachos.
Todavía les resultó más difícil introducir la camiseta dentro del braslip porque tendía a sobresalir o a quedarse floja. Tanto don Roberto como don Augusto se emplearon a fondo para que los jóvenes lucieran la ropa interior con dignidad.
Los calcetines fue la prenda de vestir que más llamó la atención de los nuevos internos. Eran muy finos, casi medias, en color gris oscuro, tuvieron que estirárselos hasta la altura de la rodilla. La mayoría de los chicos estaban acostumbrados a usar los calcetines cortos de algodón y de color blanco con rayitas. Aquello a muchos de ellos les pareció un despropósito. Tampoco el calzado que se les entregó era precisamente de última moda. Si hasta la fecha habían usado cómodas deportivas de manera habitual ahora tendrían que calzar zapatos negros, lisos, con cordones y muy brillantes. A ninguno de los chicos se les hubiera ocurrido comprarse algo así.
Uno de los tragos más amargos estaba a punto de llegar para el grupo de estudiantes. Se les iba a cambiar la imagen de forma radical. Don Augusto recurrió a un lenguaje sarcástico para hacerles saber que les iban a cortar el pelo:
-Bien señoritas, es hora de que acudan a la peluquería para que podamos cuidar y tratar su precioso cabello. ¡A la barbería, niñatos!
De nuevo caminaron en formación por el angosto pasillo. Pararon al encontrarse frente a una puerta en que aparecía el rótulo con la temida palabra: BARBERÍA. Gallastegui se quedó pálido y empezó a sollozar. Se le acercó don Roberto y le ordenó que se comportara como un hombre y que dejase de escandalizar. Le dejó bien claro que no le iba a servir de nada montar el numerito. Él sería el primero en caer en manos del maestro barbero.
La barbería era un garito de unos quince metros cuadrados. A lo largo de sus paredes se distribuían diez sillas de madera. Uno de los laterales estaba ocupado por un gran espejo biselado, frente al cual había otro de menores dimensiones y ligeramente inclinado que permitía a los chicos contemplar como les cortaban el pelo por detrás. La estancia estaba presidida por el tradicional sillón de barbero con posapiés metálico ricamente labrado, respaldo y asiento de rejilla y brazos de porcelana blanca. El instrumental del barbero se distribuía ordenadamente en dos estanterías laterales acopladas a la pared con baldas de cristal y estructura metálica.
Gallastegui tenía el rostro desencajado. Vio como le anudaban la capa blanca al cuello. El barbero era un militar retirado, de pelo engominado y muy corto por detrás. Le delataba aquel bigotito estrecho y recortado tradicional en los hombres de armas. Primeramente peinó al joven con cuidado, tal vez para eliminar la carga electrostática, y acto seguido le preguntó al director:
-Don Agustín, ¿alguna instrucción específica para cortar el pelo a este joven?
Y el padre director contestó con gran firmeza:
-Este caballerete ha sido el que se ha intentado escapar del centro. Debe recibir un castigo ejemplarizante. Si pasamos por alto las faltas graves de indisciplina estamos perdidos. A Judas siempre se le representa en los cuadros piadosos como pelirrojo. Habrá pelirrojos buenos, no lo dudo, pero yo no he conocido a ninguno. No quiero ver más ese pelo rojo. Le va a cortar el pelo al cero. Sin ningún tipo de miramientos.
Gallastegui empezó a temblar, a gemir como un perro abandonado a su suerte. Ni que decir tiene que no hubo la menor compasión para con él. El barbero militar cogió la maquinilla manual del cero, la movió en el aire y se la metió al chico por la frente. Con la otra mano sujetaba y movía a su antojo la cabeza del muchacho. Una gran autopista se abrió en la zona central del cráneo. La maquinilla, con su musiquilla característica, avanzaba a gran velocidad. El pelo rojizo del chico se amontonaba en su mayoría en el suelo, quedando una pequeña parte incrustado en forma de mechones en la capa. En un claro alarde de autoritarismo don Agustín cogió uno de los mechones de cabello y enseñándolo a los allí presentes exclamó:
-Este pelo crespo y rojo es un símbolo de la vanidad. Habrá que echarlo al fuego para acabar con este engendro diabólico.
El cráneo de Gallastegui a los pocos minutos tenía una apariencia esférica. El chico permanecía con la mirada baja, como si quisiese evadirse de aquella terrible humillación ignorando lo que estaba sucediendo. Con la navaja barbera el barbero le perfiló el cuello y los laterales. Con la maquinilla del dos ceros le pulió aún más el cuello y las patillas. A duras penas se pudo levantar el pelirrojo del sillón. Se encontraba fuera de si. Ni siquiera reaccionó cuando don Agustín le acarició la cabeza a contrapelo, como si quisiese ganarse su confianza.
De uno en uno todos los alumnos fueron sentando las posaderas en el sillón del barbero. Ninguno escapó del tormento que se sufría en la popularmente conocida como silla eléctrica. En este caso no se segaba la vida de los chicos, sólo se fulminaban sus excesos capilares. A los demás alumnos se les dejó el pelo al uno en la zona delantera, dándole la forma de cepillo muy corto, aunque por detrás y en los laterales el barbero utilizó la maquinilla del cero. El cambio de imagen fue radical. Parecían reclutas recién incorporados a filas en los años cincuenta. Para la mayoría fue un mal trago vivir aquella experiencia. Nadie sin embargo dijo esta boca es mía por temor a las represalias de don Agustín.
Arturo se acordó de lo feliz que se sentía al mirarse al espejo y poder contemplar su negra mata de cabello. La cruel maquinilla, cual demonio plateado, había segado su precioso pelo.
En ropa interior y debidamente rapados fueron conducidos de nuevo al almacén. Ya eran dignos de vestir el uniforme al completo. Éste consistía en las siguientes prendas:
1- Zapatos negros lisos, de piel brillante y cordones (ya se les había entregado)
2- Calcetines altos gris oscuro y muy finos, tipo Ejecutivo (ya se les había entregado)
3- Braslip de punto calado y goma vista (ya se les había entregado)
4- Camiseta de tirantes en punto calado (ya se les había entregado)
5- Camisa blanca de manga larga con cuello duro
6- Corbata de rayas anchas en gris oscuro y marino
7- Pantalón corto gris (hasta medio muslo)
8- Chaqueta americana marino con los botones plateados y escudo colegial bordado
en el bolsillo superior.
9- Medalla en plata con la efigie de San Patricio
10-Reloj con correa de piel negra y esfera blanca
11-Pijama de algodón en rayas grises
12- Bata gris de seda
13- Zapatillas de piel grises
14-Albornoz blanco con escudo colegial en el bolsillo (ya lo habían usado)
15-Chanclas de goma (ya las habían usado)
Para la época invernal se sustituía el pantalón corto por el largo. También se utilizaban el abrigo de paño en color gris marengo y de botonadura sencilla y una gabardina gris para los días de lluvia.
Los jóvenes al vestir aquel uniforme se sintieron infantilizados. Fue como regresar a la remota de niñez. A muchos de ellos jamás se les había cortado el pelo de una manera tan brutal. Los pantalones cortos también les resultaban humillantes. Arturo, nuestro protagonista, dejó de usarlos al cumplir trece años. Sus piernas velludas lo aconsejaban así. Ahora con dieciocho años se sentía ridículo, como si fuera disfrazado.
Sin embargo las humillaciones no habían terminado. Durante la cena los profesores sacaron sus libretas y se dedicaron a apuntar los nombres de aquellos internos que no respetaban las estrictas normas de urbanidad como hablar con la boca llena. Antes de irse a la cama se les leyó la cartilla:
-Muchachos, seis de vosotros habéis sido apuntados en los cuadernos de disciplina que siempre llevamos los profesores con nosotros. Desde el primer día no se os va a pasar ninguna falta por alto. Vais a aprender a marchas forzadas. Den un paso al frente los números 1, 4, 5, 6, 8, 10 y 12.
Los chicos que permanecían en formación y en posición de firmes se adelantaron. Entre ellos se encontraba Arturo. Nadie podía adivinar todavía el tipo de castigo a que se les iba a someter. Pero don Augusto lo dejó bien claro:
-Cuando yo os lo ordene vais a apoyar las manos sobre la pared, con los brazos bien estirados y las piernas abiertas. Quiero el cuerpo doblado y el culo en pompa. Pero antes os vais a bajar los pantalones, quedaros en braslip. Yaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa….
Al poco los seis chicos se encontraban con los pantalones bajados hasta los tobillos, exhibiendo sus calcetines altos al completo y mostrando la parte trasera de los braslip calados, con las posaderas en posición para recibir unos buenos azotes. Uno por uno fueron probando aquella amarga medicina. El verdugo encargado de ejecutar la sentencia fue don Roberto, el profesor de gimnasia y el más musculoso de todos. Cada alumno recibió diez azotes, salvo el pobre Gallasteguí que disfrutó de una ración doble. Las palmadas sonaban con estrépito en el dormitorio. Los afortunados que se libraron de pasar por aquel trance se estremecían cuando veían levantar a don Roberto la mano para estrellarla al punto contra las nalgas de los chicos. Algún gemido se oyó, incluso súplicas pidiendo que cesara el castigo. Sin embargo el brazo ejecutor no paró de nalguear a los internos: zas, zas, zas….
Después todos los alumnos, a los pies de la cama se tuvieron que arrodillar para rezar las oraciones dirigidas por don Augusto. Acto seguido se metieron en la cama y se acostaron. Aquella noche don Roberto hacía guardia en el dormitorio. Él no quería oír ni el sonido de una pluma cayendo en un suelo enmoquetado. Algunas toses nerviosas sin embargo resonaban en la inmensa sala y también se percibían sollozos. Aquello era mucho más duro que la mili. El control que ejercían los superiores sobre el alumnado era total y sin ningún género de dudas despótico. La azotaina era a todas luces un ejercicio de tiranía, un castigo vejatorio.
Para los chicos tampoco fue plato de gusto la revisión médica del día siguiente. Después de ducharse, en ropa interior y calcetines, fueron conducidos a la enfermería. Allí el doctor, un médico militar, les auscultó el pecho y la espalda, les realizó un tacto rectal para comprobar que no tenían ningún problema de hemorroides y les palpó los testículos. Además tuvieron que descapullarse para detectar algún posible caso de fimosis. Un par de jóvenes, por este motivo, no se libraron de visitar el quirófano de una clínica concertada con el internado. También les vacunaron contra diversas infecciones. Con las nalgas al aire fueron pinchados con la aguja y jeringa. Sintieron un escozor considerable en sus jóvenes glúteos.
Poco a poco los chicos fueron amoldándose a aquel ambiente disciplinario. Obedecer era para ellos un acto reflejo como lo es la respiración. Arturo supero la prueba de fuego. Consiguió graduarse con buenas notas y en la actualidad ejerce como abogado en un famoso bufete de la capital.