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Dos agentes y un legionario by Barbero Militar


DOS AGENTES Y UN LEGIONARIO

Esto que os voy a contar me sucedió en el mes de septiembre de 1987, a la edad de veinticinco años. Desde la infancia, he sentido una fuerte atracción por todo lo relacionado con los cortes de pelo obligatorios, de estilo militar, rigurosamente masculinos y extremadamente higiénicos. En este sentido, lo que viví en aquellos días fue una experiencia inolvidable, de las que dejan una huella indeleble.

En junio de ese mismo año, me había licenciado en Ciencias Históricas; durante julio y agosto, en plena canícula, estuve realizando prácticas en la universidad, siguiendo las directrices marcadas por mis antiguos profesores. Después de tanto esfuerzo intelectual, me creí con derecho a disfrutar de un merecido descanso. Por primera vez en mi vida, contaba con dinero suficiente para satisfacer algunos de mis caprichos. Hasta el mes de octubre, no tenía previsto comenzar mi tesis doctoral.

Necesitaba desconectar, hacer un alto en el camino, abrir un pequeño paréntesis en mi vida antes de incorporarme al mercado laboral. Nada mejor que viajar para ampliar mis horizontes culturales y enriquecer mi espíritu; decidí comenzar por mi país; opte por visitar el levante español: Cataluña, Baleares, la Comunidad Valenciana, Murcia, Almería y Málaga. Organicé mis vacaciones de una manera meticulosa, sin dejar cabos sueltos ni confiar en mi capacidad de improvisación. Reservé por teléfono todos los hostales en que me iba a alojar. También recabé información sobre las ciudades que pensaba visitar; elaboré una serie de itinerarios culturales, con el fin de conocer los monumentos más señeros de cada lugar.

Para aprovechar el tiempo, decidí viajar a Barcelona en un tren nocturno. Conseguí dormir plácidamente en una confortable litera, mecido por el traqueteo del tren. A primera hora de la mañana llegué a mi destino, la estación de Sants.

Desde hace muchos años, albergaba en mi interior un deseo oculto, algo que, por pudor, no había comentado con nadie; admito que llegó a convertirse en una idea fija y un tanto obsesiva. Deseaba que me metieran un rapado militar extremo. Me imaginaba frente a mí a un diligente barbero, empuñando con decisión una maquinilla eléctrica. En cuanto el oficial de barbería pulsase el interruptor, escucharía un amenazante zumbido que presagiaría el inminente sacrificio de mis cabellos. Me pasaría, de manera inmisericorde, la esquiladora por toda la cabeza; sentiría la vibración que generan las cuchillas al desplazarse a gran velocidad. El cosquilleo, que este artefacto produce al entrar en contacto con el cuero cabelludo, provocaría en mí un placer extremo.

En aquel tiempo, en la ciudad de provincias en que vivía, una esquilada brutal era motivo de escándalo y de burla; deseaba, más que nada en el mundo, pasar totalmente desapercibido y convertirme en un ciudadano anónimo. Convenía cortarme el pelo cuanto antes; de esta forma, cuando regresara a mi hogar, mi cabello tendría una largura razonable.

Tras acomodarme en el hostal, ubicado al final de Paseo de Gracia, comencé con mi visita cultural por la Ciudad Condal. Como punto de partida, escogí el conocido como Barrio Gótico. Mi espíritu se elevó al contemplar las fachadas de los templos medievales, de marcada verticalidad, con sus torres y pináculos que parecen desafiar el paso de los siglos. Visité museos maravillosos, como el Federico Marés, y me perdí por aquellas callejuelas intrincadas y sinuosas.

También, como no podía ser de otra manera, descubrí varias barberías antiguas. En su interior se habían instalado sillones giratorios; las paredes aparecían revestidas de azulejos o forradas con láminas de madera. Se encontraban diseminadas por el casco histórico, casi siempre en calles estrechas y sombrías. Portaba conmigo una pequeña libreta, de color negro, en la que fui apuntando, de manera sistemática, las direcciones en que se ubicaban estas peluquerías de caballeros.

De la manera más discreta posible, observé lo que ocurría en el interior de estos rancios establecimientos. La mayoría de los clientes eran señores mayores; muchos de ellos vestían camisas saharianas y peinaban canas. En el exterior, el calor apretaba con fuerza; el elevado grado de humedad ambiental producía una sensación de agobio y sudoración excesiva. Para combatir los rigores veraniegos, nada mejor que meterse "una buena pelada" para estar más fresquitos, aseados y presentables. Aquellos ancianos no estaban interesados en seguir las directrices de la moda; tampoco les importaban las cuestiones estéticas. Tan solo, buscaban la máxima comodidad y la extrema higiene que proporciona un riguroso rapado.

En las populares Ramblas, la más emblemática y castiza arteria barcelonesa, me tropecé con dos barberías verdaderamente singulares. En una de ellas habían rapado, a riguroso cepillo parisién, a un caballero de unos cuarenta años. Al contemplar a aquel señor, todavía joven, luciendo un pelado más propio de los años cincuenta que de los ochenta, no pude vencer mi morbosa curiosidad. Desde el primer instante, comprendí que aquel era un corte de pelo magistral, que tan solo podría ser obra de un auténtico profesional. Con el mayor de los disimulos, me quedé junto a la puerta y esperé a que el cliente abandonara el local. Sin pensármelo dos veces le abordé, con la excusa de preguntarle por una dirección que no figuraba en mi plano.

Conseguí que me acompañara hasta el lugar indicado porque le "pillaba de paso". Fue extremadamente amable conmigo y muy campechano. La mayoría de los habitantes de las grandes ciudades ignoran al turista despistado, no disponen de tiempo para atender a sus demandas. Aquel caballero tenía un marcado acento aragonés. Por supuesto, de forma educada, saqué a relucir el tema de su "corte de pelo". Le hice saber que yo siempre había deseado cortármelo así de corto pero que por "pudor" no me había decidido a dar el paso. La conversación que mantuvimos el aragonés y yo fue fluida y distendida. A pesar del tiempo trascurrido, la recuerdo muy bien:

-Mira, muchacho… ¿te puedo tratar de tú, verdad?

Yo le respondí:

-Por supuesto, señor. Acabo de cumplir veinticinco años…

El aragonés argumentó:

-En esta vida hay que coger el toro por los cuernos, como decimos en mi tierra; yo soy turolense. Hasta que falleció mi mujer, hace tres años, yo había sido muy prudente a la hora de cortarme el pelo. A mí es que me molesta llevarlo largo, me agobia muchísimo y en cuanto pasan veinte días estoy deseando de ponerme en manos del barbero. Observa que empleo un término en desuso: "barbero"; los peluqueros o estilistas, tipo Llongueras, solo saben sacarte los cuartos y te dejan prácticamente igual. Cuando me siento en el sillón, soy tajante dando las instrucciones. Quiero que me dejen el pelo cuanto más corto mejor. En agosto, que tengo vacaciones en la empresa, me pelo al rape: al uno de arriba y al cero por los costados. En cierta ocasión, hasta me pidió la documentación la policía nacional; pensarían que me había escapado de la cárcel o algo así.

Lamentablemente, llegamos antes de lo que me hubiera gustado a mi destino: la popular plaza del Pi. Allí se erigía la iglesia de Nuestra Señora del Pino, obra maestra del gótico catalán. Justo enfrente, pude contemplar los escaparates, de estilo vienés, de la cuchillería Roca. Se trataba de un legendario establecimiento en donde se podían adquirir las preciadas maquinillas de cortar el pelo, en versión eléctrica o manual.

Al día siguiente, madrugué con el fin de continuar con mi visita turística. Me levanté a las siete en punto de la mañana; tras pegarme una refrescante ducha, me encontraba totalmente espabilado y dispuesto a comerme la ciudad. El hijo del propietario del hostal me informó de que el lugar más económico para desayunar era la cafetería del SEPU, en plenas Ramblas. Desde allí, me dirigí hasta la pintoresca plaza de San Felipe Neri, en donde se encuentra el singular Museo del Calzado. A la salida del mismo, me tropecé con dos policías municipales motorizados. Tenían sus vehículos aparcados en un rincón de la plaza. Su misión era proteger a los ciudadanos, y especialmente a los turistas, de la rapiña de los rateros que merodeaban por el lugar. Mantenían una distendida conversación entre ellos.

Decidí hacerles una consulta sobre el Museo de Historia de Barcelona, que figuraba en mi lista de lugares de gran interés turístico. Al acercarme a ellos, los agentes me saludaron militarmente, llevándose la mano a la gorra. A pesar del calor, calzaban botas altas negras y llevaban unos pantalones brichis de color azul marino muy ajustados, fabricados en un tejido elástico. Los cascos, con los que se protegían la cabeza, los habían colgado de las motos. Utilizaban gafas oscuras, tipo piloto, para filtrar el exceso de luz.

Les pregunté cuál era el camino más corto para acercarme a la Plaza del Rey, lugar en el que se ubicaba dicho museo. Me dirigí a los agentes con un gran respeto y educación, como no podría ser de otra manera. Conseguí empatizar con ellos desde el primer momento. Uno de los policías me explicó detalladamente el itinerario que debía seguir para llegar con éxito a mi destino. Mientras tanto, el otro consultaba mi plano y los apuntes mecanografiados que llevaba siempre conmigo; se sorprendió gratamente al conocer mi extenso programa de visitas culturales en Barcelona. Hizo al respecto comentarios muy elogiosos a su compañero:

-Manu, este joven es un turista ejemplar. Da gusto ver lo bien organizado que tiene su itinerario cultural. Lo ha apuntado todo y con tanto detalle que le va a ser imposible dejar de ver nada importante. Fíjate, figuran los horarios de visita y realiza una descripción precisa y completa de los distintos monumentos.

Les comenté que acababa de licenciarme en Ciencias Históricas. Quería conocer, en vivo y en directo, el patrimonio histórico artístico barcelonés, motivo de orgullo para todos los españoles. Mi manera de expresarme le agradó al agente Eusebio, éste era su nombre de pila. Los municipales y yo nos estrechamos la mano y realizamos las presentaciones oportunas.

Estando reunido con ellos, se presentaron otros dos compañeros que se ofrecieron a relevarlos de la guardia. Procedían de la Plaza Real, donde se daba una excesiva concentración policial; se habían juntado efectivos de la policía nacional, los mozos de Escuadra y la guardia municipal. Eusebio, les habló de mí, calificándome de turista ejemplar.

También se hizo mención de la inminente creación de una policía turística. El consistorio barcelonés era consciente de que el turismo cada vez tenía un mayor peso en la economía de la ciudad. Tanto Manu como Eusebio habían participado en un cursillo, impartido en locales del ayuntamiento, para recibir la necesaria formación. Para convertirse en policía turístico había que superar previamente un examen en el que se exigía un conocimiento bastante profundo del patrimonio histórico-artístico de la ciudad; también había que tener unas nociones muy básicas de inglés, francés y alemán. Para inscribirse, se debía presentar previamente un trabajo escrito sobre los lugares más representativos, los más visitados por los turistas. Manu y Eusebio me propusieron acompañarme en mi vista turística y yo, encantado, acepté.

Los tres nos dirigimos al Museo de Historia de la Ciudad, donde pude contemplar, entre otras cosas, restos de la Barcino romana y el majestuoso Salón Tinell del siglo XIV. Constantemente, consultábamos mis apuntes, para completar la escueta información que se proporciona al visitante en los paneles de las salas. Manu y Eusebio me pidieron que les permitiera fotocopiar mis escritos, a lo que yo accedí encantado. Después de visitar el popular Museo de Cera de las Ramblas y algunas de las iglesias más sobresalientes, nos sentamos en un café muy popular cuyo nombre no recuerdo. Allí me sometieron a un interrogatorio; deseaban conocer algunos de mis datos personales.

Comentaron que mi indumentaria, "excesivamente informal" me delataba; se veía a la legua que yo era el típico turista. Como quien no quiere la cosa, fueron haciendo una serie de puntualizaciones que tenían bastante de recriminación. Les parecía inapropiado que vistiera un culote de nailon gris, destinado a la práctica deportiva; según ellos, debería sustituirlo por un pantalón de algodón, que me llegara hasta la rodilla. También les sorprendió que yo usara sandalias marrones, de tipo fraile, con calcetines grises finos de vestir. Me hicieron saber que para acceder a muchas iglesias del centro, se exige a los visitantes vestir con el debido decoro. En los años cuarenta y cincuenta, la policía me hubiera detenido por usar este tipo de vestimenta, alegando escándalo público.

Me di perfecta cuenta de que al ser yo más joven me trataban con cierto paternalismo. Además, ejercían de policías, y mostraron su autoritarismo al dirigirse a mí; esto, lejos de molestarme, me reconfortó. Para demostrarles que yo era humilde y obediente les dije:

-Estoy dispuesto a aceptar sus consejos como si fueran órdenes. Me disculpo por acudir así vestido. Como hacía calor…

Los agentes, ante mi manifiesta humildad, se vinieron arriba; se habían percatado de que yo era un chico obediente y sumiso, al que podían controlar sin problema. Y me decidí a sacar "el tema". Tenía que actuar con rapidez y tomar una decisión. Les expliqué que quería cortarme el pelo "muy pero que muy corto", por motivos higiénicos y de comodidad. Les pedí que me aconsejaran alguna barbería tradicional en donde me metieran la maquinilla sin ningún tipo de complejo. Sonrieron maliciosamente y el agente Eusebio me tocó la cabellera. En realidad, no lo llevaba demasiado largo, las orejas estaban descubiertas. Acto seguido, pronunció unas palabras que me dejaron perplejo:

-Mañana, a eso de las nueve de la mañana, te vamos a llevar a un barbero, legionario retirado por más señas, al que Manu y yo acudimos en agosto. Te van a dejar como a un recluta pero de los de antes; estás avisado. Eso sí, estos cortes de pelo, a cepillo militar, los hace como nadie, los borda. Tiene clientes de toda Barcelona, sobre todo militares con graduación. Ha montado una barbería en su casa y cobra baratísimo.

Yo ni supe ni quise negarme a que me controlaran de esa manera. A eso de las siete de la tarde dimos por concluida nuestra visita cultural. Quedamos para el día siguiente, a las nueve en punto de la mañana, en la popular Fuente de Canaletas, ubicada en el arranque de Las Ramblas. Comenzaba así lo que yo denominé OHC (Operación Higiene del Caballero).

Aquella tarde, me compré algunos juegos de ropa interior en una tienda del ensanche, muy cerca de la Plaza de la Universidad; se trataba de un local muy antiguo, con sillas de madera y grandes mostradores. Me atendió el propietario, con gran profesionalidad y amabilidad. Adquirí tres juegos de camiseta y braslip Ocean, en punto calado y de color blanco y varias cajas de calcetines altos de Ejecutivo en color gris oscuro, negro, azul marino, marrón y verde loden.

Los agentes Manu y Eusebio fueron relevados por sus superiores de sus obligaciones cotidianas. Debían realizar un estudio serio y riguroso sobre el turismo en Barcelona. Durante dos días, recabarían la información necesaria para elaborar el informe. Si este documento era del agrado de los mandos de la policía municipal, accederían al cuerpo de policía turística sin más exigencias.

Yo era perfectamente consciente de que me había convertido en una pieza clave para que estos agentes pudiesen hacer realidad sus aspiraciones profesionales; me agradaba la idea de que me utilizaran en su provecho, de serles de alguna utilidad. A las nueve en punto de la mañana, en el lugar indicado, nos reunimos los policías y yo. Me felicitaron por lo elegante que iba vestido: traje de alpaca gris oscuro, con tres botones, chaleco de la misma tela y pantalones de pata estrecha; camisa blanca de vestir; corbata lisa gris oscuro de pala estrecha; zapatos negros lisos de cordones con forma puntiaguda...

En las Ramblas los limpiabotas ofrecían sus servicios y tanto mis acompañantes como yo decidimos abrillantarnos el calzado. Eusebio, el más extrovertido de los dos, hizo un comentario en voz alta:

-Aquí, nuestro amigo está marcando calcetín, eh. Es un tipo elegante…

Me había recogido los pantalones hasta la altura de la rodilla, para evitar que me salpicase el betún. Esa fue la disculpa que les puse a mis amigos para justificar la completa exhibición de mis calcetines Ejecutivo. El limpiabotas movía el cepillo a gran velocidad; posteriormente, con una bayeta de algodón, pulió mis zapatos, hasta conseguir que brillaran como si fueran de charol. Los dos policías tuvieron que pagar el doble que yo porque usaban botas altas, que quedaron perfectamente lustradas.

Acudimos a la cercana calle Tallers. En un piso antiguo, sin ascensor, vivía Justo, el legionario metido a barbero. Pasamos a una pequeña habitación que hacía las veces de barbería. En el centro de la estancia, había instalado un sillón de barbero de la marca Triumph, forrado en piel de color verde militar. Justo enfrente, se encontraba un espejo biselado de cuerpo entero. Las paredes estaban recubiertas con estanterías de barras metálicas, encima de las cuales se distribuían, en perfecto estado de revista, la herramienta y productos que usaba en su actividad profesional: tijeras, navajas, maquinillas manuales de cortar el pelo, lociones de afeitar, frascos de colonia, pulverizadores metálicos de estética antigua… De un clavo de la pared colgaba amenazante una maquinilla Oster modelo 76, de color negro.

Los agentes municipales saludaron afectuosamente al legionario; se abrazaron y bromeaban continuamente. Justo les dijo:

-Ya era hora, pájaros, de que vinieses por aquí. Menudas nenazas que estáis hechos los municipales de esta ciudad.

Enseguida aclararon la situación:

-No te confundas, soldado; te traemos a un cliente-turista que quiere un pelado riguroso; hazle un trabajito de los tuyos.

Justo se llevó la mano a la sien y me saludó militarmente. Acto seguido, se presentó y me dio un fuerte apretón de manos. Era un hombre de estatura media con bigotito recortado y la cabeza totalmente rapada.

Me invitó a sentarme en el sillón. Recogí mis pantalones y enseñé casi por completo mis calcetines grises de Ejecutivo. El legionario tomó una capa de color verde caqui, guardada en uno de los cajones. Me la anudó con fuerza al cuello y exclamó:

-Quiero que quede muy claro, desde el principio, que en este antro solo se hacen dos tipos de corte de pelo: muy corto y rapado. Me suele fallar el oído; con el ruido de la maquinilla no suelo escuchar las quejas de los clientes. Una vez que empiezo con la faena ya no hay marcha atrás que valga. Es tu última oportunidad para echarte atrás…

Apenas podía pronunciar palabra; el corazón me latía con fuerza, como si se me fuera a escapar del pecho. En unos breves instantes, lo que había deseado con tantas ganas y durante muchos años, se iba a hacer realidad. Fingí resignación y afirmé:

-Córteme el pelo como usted lo crea conveniente. Si tiene que pedir opinión, hágalo a estos dos agentes que me acompañan.

Eusebio y Manu sonreían con malicia. Les brillaban los ojos; sabían que me encontraba totalmente a su merced. Eusebio, tras levantar la mano derecha y señalarme, dejó bien claro cuáles eran sus intenciones:

-Métele el mismo corte de pelo que hacéis a los aspirantes a caballeros legionarios. Quiero que se le vean las ideas…

Descolgó la maquinilla Oster 76 de la pared y, tras limpiarla meticulosamente, le cambió la cuchilla. Me miró con sorna y exclamó:

-Vamos a empezar por meter el número 1 por arriba; a tres milímetros va a quedarte. Así nadie podrá agarrarte de los pelos.

Por unos segundos se hizo el silencio y, tras pulsar el legionario el interruptor de la maquinilla, escuché un zumbido amenazante. Vi acercarse la Oster hacia mi frente, como si fuera un misil dirigido por algún enemigo contra mi negro tupé. Al entrar la cuchilla en contacto con la piel, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; no podía articular palabra. El cosquilleo que sentí en el cuero cabelludo provocó que entrara en estado de sock. Sin embargo, lejos de sentir angustia, experimenté una sensación de extremo placer. Os estoy hablando de una experiencia muy difícil de describir. Veía mi rostro reflejado en el espejo; contemplé, con impotencia y resignación, como se abría una franja muy ancha en la parte superior de mi cabeza. En esta zona, el pelo tan solo tenía una largura de 3 mm; se me trasparentaba perfectamente el cuero cabelludo. De manera metódica y sistemática, el barbero fulminó toda mi cabellera. Caían al suelo grandes mechones de cabello, algunos copos se incrustaban en las oquedades de la capa. Me pasó la maquinilla por toda la cabeza, hasta que ésta adquirió una apariencia totalmente esférica. Acto seguido, el barbero me pasó un cepillo por el cráneo, de manera reiterada, para eliminar los pelos que se habían adherido por el sudor.

Eusebio y Manu continuaban sonriendo, mientras permanecían de pie. Se regocijaban al contemplar aquel espectáculo, un tanto esperpéntico y surrealista, que ellos mismos habían provocado. Utilizando un símil judicial, los dos policías habían sido jurado y juez en la causa abierta contra mi pelo. No les tembló el pulso al condenarme a aquel humillante rapado. El legionario tan solo fue el verdugo ejecutor de la pena impuesta. Manu se me acercó y me tocó la cabeza, me la sobaba de manera irrespetuosa mientras con sarcasmo afirmaba:

-Así me gusta, sí señor, ¡qué pinche, qué pinche!

El barbero le increpó:

-Esto todavía no ha hecho más que empezar, queda mucha corrida por delante…

Colgó la Oster en la pared y echó mano de una de las maquinillas manuales, de las de púas estrechas. Me miró y sonrió maliciosamente, mientras la movía en el aire, con gesto provocador. Acto seguido, me colocó la palma de su mano izquierda sobre la parte superior de mi cabeza y me la inclinó ligeramente hacia adelante. Me sentí totalmente dominado por el barbero legionario, como si fuera un niño al que se le puede someter, sin más contemplaciones. Se dirigió a mí en tono autoritario:

-Ahora, te vas a estar quietecito porque si te mueves vas a sentir los tirones.

En cuanto empezó a utilizar esta herramienta tan arcaica, pude escuchar un sonido muy peculiar, el traqueteo que producen los muelles al expandirse y contraerse. Me fue subiendo la maquinilla desde la nuca hasta la coronilla, con gran rapidez y destreza. Cuando comenzó a metérmela desde el inicio de la patilla hasta la sien, observé que el cortísimo pelo que me quedaba en esta zona, prácticamente desaparecía. Con la Oster y la cuchilla del 0A consiguió difuminar a la perfección la raya que existía entre la zona superior (cortada al 1) y la parte de la cabeza que había sido rapada al cero. El cuello y las patillas me las apuró utilizando las cuchillas del 000, 0000 y 00000.

Cuando dio por terminado el trabajo, me roció el coco con loción capilar Flöid y me aplicó un vigoroso masaje. Sigilosamente, se acercó Eusebio y le pidió que le dejará practicar conmigo. Manu hizo lo propio. Aquello del masaje se había convertido en una especie de juego burlesco, con ciertos ribetes de sadismo.

Finalmente el barbero me afeitó el rostro, con navaja y jabón, haciendo gala de una gran profesionalidad.

Manu y Eusebio huyeron despavoridos cuando Justo les invitó a sentarse en el sillón del barbero, que yo acababa de abandonar:

-Quiero ver las ilustres posaderas de los agentes municipales aquí presentes encima de este sillón.

Entre los policías barceloneses y yo surgió una gran amistad, una auténtica camaradería. Cuando llegaba el mes de agosto, aprovechaban para meterse pelados brutales, idénticos al mío. Hace unos años se jubilaron y abandonaron Barcelona, regresando a sus lugares de origen. Les he perdido la pista.

Justo, el legionario, falleció en 2008. Cada vez que visitaba Barcelona me ponía en sus manos. Desde aquel fatídico año, no he vuelto a pisar la Ciudad Condal, que ya nunca será igual al desaparecer estos tres amigos.




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