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La mortificación. Segunda parte by BARBERO MILITAR
¡Y ya lo creo que cambiaron las cosas en San Agustín! No deseo perderme en detalles para no aburrir al lector; voy a intentar ir a lo mollar, a lo más esencial. El primer castigo que recibieron los culpables fue tener que limpiar, con un producto químico, las pintadas del patio. Se les humilló públicamente; no hubo piedad para con los insubordinados. Algunos alumnos se burlaban de ellos y les insultaban; el hermano encargado de vigilarlos no levantó un solo dedo para defenderlos; era necesario bajarles los humos, que probasen su propia medicina.
Toda la clase de primero de BUP nos quedamos sin vacaciones de Semana Santa. No pude ir a mi pueblo ni visitar a mis familiares. Nuestros padres aceptaron, sin excepción, las medidas disciplinarias que nos habían impuesto. Permanecimos en el colegio realizando un retiro espiritual; rezábamos a diario el vía crucis y el santo rosario. Pero lo más duro fueron, sin duda, las nuevas ordenanzas escolares, redactadas de puño y letra por el preceptor. A continuación hago referencia a las mismas:
- Todos los alumnos del Internado de San Agustín deberán vestir de uniforme; hemos encargado la fabricación del mismo a una empresa especializada. La orden se hará efectiva una vez que se reciban las prendas en nuestro centro colegial. De esta forma, terminaremos, de una vez y para siempre, con los personalismos, las modas absurdas y el pecado de vanidad. Todos los muchachos son iguales y nadie destacará por su indumentaria. Mientras permanezcan en el colegio, los internos siempre utilizarán la siguiente vestimenta:
-Pantalón gris oscuro de vestir (largo durante el período invernal y corto en temporada de buen tiempo).
-Jersey gris de cuello de pico, con el escudo del colegio bordado en la zona del pecho.
-Camisa blanca de vestir, de manga larga y con el cuello duro.
-Corbata gris oscura.
-Calcetines hasta la rodilla gris oscuro, en tejido fino y de canalé.
-Calzoncillos de algodón blanco, tipo braslip, en punto calado, con bragueta y altos de cintura.
-Camiseta de tirantes de algodón blanco en punto calado (haciendo juego con el braslip)
-Zapatos negros, lisos y con cordones
Normativas higiénicas:
-Todos los internos deberán ducharse una vez al día, antes de acudir al comedor para desayunar.
-Todos los internos se cortarán el pelo cada dos semanas en la barbería que hemos habilitado para tal fin en nuestro centro educativo. Este corte de pelo, por motivos higiénicos, será de estilo militar, lo que se conoce como "cepillo parisién".
Cuando el preceptor nos leyó "lo del corte de pelo militar", mis compañeros y yo palidecimos, echamos a temblar; aquello no podía estar sucediéndonos a nosotros. A mediados de los setenta, todos los chicos jóvenes, sin excepción, usábamos el cabello bastante largo. Don Juan Arsenio, al que acabamos apodando "don Arsénico", era lo más tiránico que uno se podía echar a la cara, la intolerancia con piernas.
A continuación os cuento como se llevó a cabo lo del corte de pelo obligatorio:
En clase de primero de BUP estábamos cuarenta chicos, todos en régimen de internado. En realidad, fuimos los chavales de nuestro curso los únicos amonestados, los que pagamos los vidrios rotos.
Durante cuatro días consecutivos, cada mañana y a las siete en punto, el hermano José Ramón nos despertaba con fuertes palmadas. Después de rezar nuestras oraciones matutinas, leía el nombre de diez alumnos; se trataba de los seleccionados para participar ese día en la Operación Uniformidad e Higiene, lo que los internos conocíamos como la lista de los condenados.
Nada más escuchar mi nombre, el segundo día, noté como un escalofrío recorría mi cuerpo; había sido sentenciado y no tenía escapatoria. El día anterior, diez de mis compañeros ya habían pasado por las manos del barbero y lucían un humillante rapado. Vestían aquel uniforme oscuro y antiguo, más propio de seminaristas que de estudiantes seglares. Tras acudir al lavabo para asearnos, fuimos a desayunar. La tensión se palpaba en el ambiente; nos barruntábamos lo peor. Una mariposa me bailaba en el estómago.
Después, los diez seleccionados acudimos en perfecta formación, marcando el paso, como si fuéramos soldados, a una de las aulas en que se había instalado el almacén de ropa. Una vez allí, se nos ordenó desnudarnos por completo. Nos requisaron nuestra ropa de paisano para lavarla, desinfectarla y almacenarla; no dispondríamos de ella hasta que llegasen las vacaciones de verano. Sentí, al igual que la mayoría de mis compañeros, un sentimiento de profunda vergüenza y una sensación de impotencia. A cada uno de los alumnos se nos proporcionó un albornoz de color gris oscuro, una toalla de baño del mismo tono y una pastilla de jabón. También nos dieron unas chanclas grises. Podemos decir que el gris marengo se había convertido en el color oficial del internado de San Agustín.
Tuvimos que ducharnos, con el agua muy caliente, y secarnos a conciencia. Varios hermanos se encargaban de comprobar que nos aseábamos a fondo; a más de uno le enviaron de nuevo a la ducha. El pelo había que secárselo muy bien, para evitar que nos resfriáramos. Nos miraron hasta por detrás de las orejas…
Cuando recibías el visto bueno de los frailes, regresabas de nuevo al almacén de ropa. Allí nos repartieron los juegos de camiseta y braslip, los calcetines altos y los zapatos. De esta guisa y en formación militar, acudimos al salón de actos, donde se había montado la barbería.
Durante unos minutos, que se nos hicieron interminables, los diez muchachos permanecimos sentados en unas antiguas sillas de madera, en completo silencio. Nuestras caras reflejaban la angustia que estábamos viviendo interiormente; la tensión se podía cortar con un cuchillo. Todo aquel ritual formaba parte de un plan maquiavélico, perfectamente diseñado por don Juan Arsenio, para someternos a su voluntad y controlar nuestras mentes. Se creía en posesión de "la verdad suprema" y nos quería mansos y humildes.
Estoy convencido de que se nos obligó a permanecer en paños menores con el fin de avergonzarnos; de manera sibilina, se pretendía acabar con nuestro orgullo y amor propio. En los años setenta, la mayoría de los jóvenes no llevábamos camiseta de tirantes, era una prenda que había caído en desuso. Al obligarnos a usar aquellos braslip, de un blanco cegador y enorme tamaño, se pretendía dejar bien a las claras que nos encontrábamos en calzoncillos, no había ninguna duda al respecto; la bragueta delantera había pasado a la historia; los slip de moda de color la habían suprimido por innecesaria y antiestética. Para colmo de males, estos calzoncillos, al igual que las camisetas, los habían fabricado en un tejido calado que al entrar en contacto con la piel producía cierta desazón; si los tocabas con la mano raspaban. Los calcetines, tipo medias, que nos llegaban hasta la rodilla, me recordaban a los que usaban los actores cómicos de las películas del cine mudo. Esta indumentaria resultaba ridícula y humillante en extremo.
En el centro de la estancia habían instalado un sillón de barbero de los antiguos, propiedad de Crescencio; de esta forma, el barbero podía realizar su trabajo con mayor comodidad, de manera más profesional. Recuerdo que el respaldo y el asiento estaban recubiertos de rejilla; los brazos eran de porcelana blanca y el posapiés, metálico y cromado, había sido labrado con complejas formas de filigrana. También habían traído un espejo biselado de cuerpo entero y algún mueble auxiliar para depositar el instrumental de barbería.
Por fin, hizo acto de presencia don Juan Arsenio, acompañado de su primo el barbero. Todos, en señal de respeto, nos pusimos en pie. Los ojos de nuestro preceptor brillaban de una manera un tanto siniestra; no podía disimular que disfrutaba al vernos sometidos a su voluntad. Todos los internos de primero de BUP habíamos sido declarados culpables por participar en una manifestación subversiva. Aquel brote de rebeldía debía ser reprimido con la máxima severidad, no podía quedar sin castigo. Había llegado el momento de que se ejecutase la sentencia, sin más dilación. El preceptor tomó la palabra:
-Muchachos, la Cuaresma es un tiempo de penitencia; vosotros, por estar en pleno período de crecimiento, quedáis exentos de ayunar, la Santa Madre Iglesia os dispensa. Sin embargo, deberéis mortificaros por otra vía. Disponemos de dos valiosas armas para liberarnos del sentimiento de culpa: la penitencia y la oración. Algunos de vosotros sois autores de faltas gravísimas; habéis atentado contra el orden establecido, causando desórdenes y revueltas. No contentos con esto, agredisteis a un honrado barbero, un hombre trabajador que se gana la vida cortando el pelo. Debéis compensarle por el daño moral y material que le habéis infringido. Para que mi primo Crescencio se recupere económicamente, acudirá cada quince días a esta barbería del internado y os cortará el pelo según las ordenanzas. Deberéis abonar cien pesetas por cada corte de pelo.
-Presumís de que sois hombres de pelo en pecho y, con esas melenitas, parecéis unas remilgadas señoritas. Esta moda tan femenina viene, como no podía ser de otra forma, de los países anglosajones. Los masones, como siempre, mueven los hilos para adoctrinar a la sociedad. Quieren que los hombres seamos dulces y afectuosos. Pretenden acabar con los ejércitos. El movimiento hippie, esa cuadrilla de guarros y degenerados, son los abanderados del pacifismo. Llevan el pelo largo porque no les gusta el orden establecido, es su manera de protestar ante una sociedad injusta. En el fondo, son una panda de ilusos, ignoran que el ejército soviético y las fuerzas armadas del maoísmo chino nos invadirían de inmediato si no contásemos con unas fuerzas armadas bien equipadas y disciplinadas.
-Los jóvenes de hoy en día admiran, incluso llegan a idolatrar a los cantantes de rock, que lucen melena al viento mientras interpretan sus estridentes ritmos; en muchas ocasiones, las letras de sus canciones ocultan mensajes satánicos. No me olvido de los futbolistas, actores de cine y demás famosos. A mí la moda me incomoda, me la paso por el arco del triunfo. Vosotros, cada quince días vais a acudir a esta barbería a pelaros como hombres. Observad estas hojas que tengo en la mano: son las autorizaciones, firmadas por vuestros padres. Podemos cortaros el pelo como creamos más oportuno. A partir de ahora en vuestro pelo mando yo y vosotros me obedecéis sin rechistar.
Ahora son exactamente las 9 horas y 10 minutos. Mi primo Crescencio me ha comentado que necesitará unos veinte minutos, para esquilar a cada uno de vosotros; le gusta hacer su trabajo concienzudamente. Calculo que, echando por lo largo, estaréis todos pelados a la una y media del mediodía. Ahora relajaros y admirad el trabajo del maestro barbero. Os amenizaré la espera con unas lecturas piadosas; a ver si calan en vuestra alma con más intensidad que las arengas revolucionarias.
Y comenzó el espectáculo. Entre los diez elegidos de ese día se encontraban dos de los rebeldes: Arturo Bezanilla de Miguel y José Ángel Valencia Lezama. Ellos tuvieron que permanecer de rodillas, mientras se nos esquilaba para "intensificar la penitencia".
El corte de pelo que nos metieron fue brutal. Para que comprendáis la experiencia traumática que vivimos, la humillación a que se nos sometió, debéis situar el hecho en su contexto histórico. Ya os he comentado que en los setenta los varones usaban el pelo largo. Aquello fue un "golpe de estado" en toda regla contra la modernidad y la libertad estética.
Los frailes se iban turnando en la lectura de vidas de santos y pasajes bíblicos. Recuerdo que se hizo mención expresa a la ceremonia de la tonsura. Se trata de un ritual en el que los novicios son despojados de sus cabellos como símbolo de renuncia a las cosas mundanas. Durante mi corte de pelo se nos narró como el santo Job fue probado por el Señor, sufriendo todo tipo de calamidades; este santo del Antiguo Testamento se rasuró la cabeza como símbolo de humildad extrema.
Cuando me tocó sentarme en el sillón de barbero, noté que la rejilla del asiento me raspaba las nalgas y los muslos; el grueso algodón de mis calzoncillos calados no me protegía lo suficiente. Seis compañeros me habían precedido en el sillón de tortura. De inmediato, Crescencio me envolvió en una capa blanca de algodón. Me peinó, cuidadosamente, para eliminar la carga eléctrica del cabello.
Acto seguido, echo mano de una maquinilla eléctrica de carcasa gris oscura. Tenía incorporado el peine del número uno. Prendió el interruptor y, a traición, sin previo aviso, me metió aquel artefacto por la frente. Mi rostro estaba casi tan blanco como la capa que me envolvía. Noté un extraño y morboso placer al sentir la fría cuchilla deslizarse por mi cuero cabelludo; La vibración de las hojas metálicas, que se movían a gran velocidad, me produjo un grado máximo de excitación. Creo que mi mente, para evitar vivir una situación traumática, optó por transformar una experiencia dolorosa en algo extremadamente placentero. Los mechones de cabello volaban, flotaban en el ambiente por unos instantes y finalmente caían al suelo o se quedaban incrustados en mi regazo, ensuciando la capa de algodón blanco.
Las franjas de pelo rapado me recordaban a las carreteras que atraviesan los bosques profundos. En cuestión de minutos, el pelo de la parte superior de mi cabeza tenía una ridícula largura de tres milímetros, el cuero cabelludo se me transparentaba de forma obscena; mi negro tupé había sido fulminado, de manera inmisericorde, por la maquinilla y me sentía desnudo y desprotegido. Aquello era un castigo severo e inmerecido. Era evidente que habíamos pagado justos por pecadores. Los gallitos de la clase nos habían conducido al abismo.
Una vez que tuve todo el pelo de la cabeza cortado al uno, mi cráneo adquirió una forma esférica desconocida hasta entonces. Menos mal que mis orejas eran pequeñas y proporcionadas. Mis ojos se me antojaron más grandes de lo habitual; me parecieron incluso más oscuros. El espejo reflejaba una imagen inédita de mí mismo.
El barbero seleccionó entre su herramienta una de las maquinillas manuales, la del cero, la que deja el pelo a un milímetro; posiblemente se trataba de una de las que le robaron los gamberros de la clase. Tras retocar la tuerca, movió la maquinilla en el aire para comprobar que estaba perfectamente ajustada.
Después, con gran suavidad pero con decisión, Crescencio me inclino la cabeza hacia adelante. Conseguí abstraerme por completo; me sentí ajeno a lo que sucedía a mi alrededor En ese momento, tan sólo me interesaba contemplar el trabajo meticuloso y concienzudo que estaba realizando conmigo el maestro barbero. Como ruido de fondo, escuchaba la historia del Santo Job, narrada por uno de los frailes; no recuerdo exactamente quien era el lector.
Comenzó a pasarme la maquinilla desde el cuello en dirección a la coronilla, siempre a contrapelo. Las cuchillas de estas rudimentarias herramientas se mueven más lentamente que las de las esquiladoras eléctricas. Me imaginaba que unos diminutos y hambrientos insectos mordisqueaban mi pelo y lo devoraban de manera insaciable. Mi cabello milimétrico era cercenado, caía fulminado al paso de la maquinilla. Me asusté cuando vi como desaparecían mis patillas, como se me trasparentaba el cuero cabelludo en los laterales.
Crescencio se sirvió de distintas maquinillas para rematar la faena. Me habían pelado a riguroso cepillo, como al más humilde de los reclutas. Si bien me habían metido un pelado infame, según los criterios de la moda de los setenta, técnicamente aquel corte de pelo era perfecto. Finalmente, con la ayuda de una brocha, me enjabonó la nuca y la zona de las patillas. Con la navaja barbera terminó con maestría su trabajo. Me regó mi esférico cráneo con una abundante cantidad de loción Flöid y me obsequió con un placentero y refrescante masaje capilar.
El maestro barbero tuvo la gentileza de mostrarme, con la ayuda de un espejo de mano, la parte trasera de mi cabeza. Se me transparentaba por completo la piel, se me veían hasta las ideas. A traición, se acercó don Juan Arsenio y me sobó el cráneo, mientras sonreía maliciosamente me dijo:
-Como sé que eres muy aficionado a escribir, y además lo haces muy bien, quiero una redacción de esta experiencia, casi mística, que acabas de vivir. Te ayudará a mejorar la nota del próximo examen de lengua.
El resto de mis compañeros pasó por lo mismo que yo. Algunos se lo tomaron con humor, buscaban el lado cómico de la situación. Otros, por el contrario, mostraban a los demás su lado más oscuro; un rictus de amargura se dibujaba en su rostro, rechazaban cualquier tipo de broma sobre el tema.
A los implicados en los sucesos de la barbería, Bezanilla y Valencia, el barbero les hizo un trabajo especial. Por orden de don Juan Arsenio, les afeito la cabeza, con jabón y navaja barbera. Previamente, les pasaron la maquinilla del dos cero por toda la cabeza. El proceso de enjabonado fue muy traumatizante. Parecían momias egipcias con la cabeza cubierta de vendas. Por unos momentos se hizo el silencio y pude escuchar el sonido de la navaja al deslizarse por sus cráneos. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, sentí lástima por ellos.
Hasta que terminé mis estudios en aquel internado, viví en un ambiente de extrema disciplina. El preceptor jamás bajaba la guardia ni hacía concesiones. Uno de sus correctivos favoritos eran los azotes en el trasero, con los pantalones bajados y enseñando los calzoncillos. El castigo, siempre de carácter público, se ejecutaba delante de los demás compañeros. Gracias al control estricto al que fui sometido conseguí sacar adelante mis estudios. Con el paso de los años, me he dado cuenta de que la llegada de don Arsénico fue un verdadero regalo del cielo, nos hizo mucho bien al imponernos aquella severa disciplina. Como decía el hermano José Ramón en clase de religión "los caminos del Señor son inescrutables; Dios escribe recto usando renglones torcidos…