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Prisión de Alta Seguridad. El alcaide by BARBERO MILITAR


3-EN EL DESPACHO DEL ALCAIDE

Cuando entró en el despacho del alcaide, observó que aquel lugar rezumaba historia. La decoración era la original, de cuando se inauguró la penitenciaría a finales del siglo XIX: paredes forradas de madera, libros antiguos, una mesa exquisitamente tallada…

El director de la prisión era un hombre corpulento, vestido con un traje oscuro y una corbata estrecha pasada de moda. Lo que más le llamó la atención a nuestro protagonista fue su riguroso corte de pelo, a cepillo, con una forma perfectamente cuadrada en la parte superior. En la zona trasera y en los laterales el cabello estaba prácticamente afeitado. Aquel pelado era más apropiado para un soldado del cuerpo de marines que para un alto funcionario de prisiones. Sin saber el motivo, le vinieron a la mente recuerdos de su infancia, de aquel tiempo feliz en que vivía sin preocupaciones.

El alcaide le pidió que se sentara y que prestara la máxima atención a sus palabras. Comenzó a sermonearle:

-Bienvenido al Centro Penitenciario San Marcial, recluso 26.789. Yo sólo creo en dos cosas: en la Biblia y la disciplina…

Mientras don Augusto pronunciaba estas palabras, movía en el aire un ejemplar del libro sagrado. De esta forma, pretendía dar testimonio de sus profundas creencias religiosas. Continuó con su discurso de bienvenida:

-He leído el informe, remitido por el juez, en el que se hace referencia al delito por el que has sido condenado. Hijo, has intentado entrar en mi amado país de una manera fraudulenta, con engaños y mentiras. Alguien como tú, no es digno de vivir en esta tierra; en América no nos gustan los tramposos. Te has creído que, por tu cara bonita, te podías saltar alegremente los controles de inmigración. Además, te has desecho del pasaporte, con el fin de que no pudiésemos repatriarte. Por todo esto, deberás cumplir una condena de cinco años y un día. A partir de ahora, me corresponde guiarte para que vuelvas al buen camino. Sólo saldando tu deuda con este país podrás liberarte del sentimiento de culpa. Yo estoy dispuesto a ayudarte, a conseguir tu reinserción en esta sociedad.

-Me alegra saber que te consideras un católico fervoroso, al igual que lo soy yo. Es algo que dice mucho en tu favor. Tu grave falta te exige mortificación. De la misma manera que el fiel que muere en pecado venial debe expiar sus pecados en el purgatorio, tú saldadas tu deuda con América permaneciendo encerrado entre estos muros; dejarás de ser un hombre libre, es el precio que debes pagar. Sin embargo, no debes desesperar. Si conseguimos hacer de ti un recluso ejemplar, podrás comenzar una nueva vida, incluso en los Estados Unidos. Todo va a depender de la actitud que adoptes, de lo sumiso que seas. ¿Entiendes de que te estoy hablando?

Santiago, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos, comenzó a confesar sus culpas:

-Don Augusto, sé que he cometido una falta gravísima y le aseguro, le juro por lo más sagrado…

El alcaide le interrumpió bruscamente:

- No tomes el nombre de Dios en vano, o tendré que castigarte severamente.

El protagonista de nuestra historia rompió a llorar como un niño:

-Perdóneme, por favor. Estoy muy nervioso y no sé muy bien lo que me digo. Lamento haberle ofendido, lo siento de veras…

Una vez que Santiago estuvo más calmado, continuó con sus explicaciones:

-Tengo un primo mío viendo en Nueva York y ha montado, con otro mejicano, una lavandería. Hace un año consiguió la nacionalidad estadounidense. Fue él quien me habló de las excelencias de este país, tierra de oportunidades para muchos españoles. Quise tomar un atajo y me confundí por completo. Mi arrepentimiento es sincero y estoy dispuesto a cargar con mis culpas. Quiero ser un recluso ejemplar; me gustaría que usted, un hombre justo y recto, se sintiera orgulloso de mí. Hace un par de años perdí a mi padre y desde entonces voy dando tumbos por la vida.

Don Augusto intervino de nuevo:

-Eres un hombre joven y por lo que veo bastante inmaduro emocionalmente. En esta vida todo tiene solución. Yo estoy dispuesto a ayudarte pero quiero que seas totalmente sincero conmigo. No creas que con solo ponerme cara de bueno y decir "lo siento mucho" me vas a ablandar el corazón. Es mucho el camino que te queda por recorrer. Cada vez que incumplas una de las normas de esta prisión, recibirás el castigo adecuado a tu falta. Yo estaré a tu lado cada vez que caigas, para evitar que te invada la tristeza y la desesperación.

- Los castigos que os imponemos a los presos tienen como finalidad corregir vuestras faltas. Son como una medicina de sabor amargo, como un tratamiento doloroso del que no se puede prescindir si queremos que el paciente recobre la salud. Además, tú tienes un arma de valor incalculable para combatir el abatimiento y la desesperación: tu fe en Cristo, en la Santísima Virgen y en la Iglesia Católica. Hoy has nacido a una nueva vida, empiezas a recorrer el camino de la salvación…

Don Augusto continúo con su sermón. Pertenecía a un grupo ultra-católico llamado el Yunque, que nació en Méjico en los años cincuenta. Se había propuesto la conversión de todos y cada uno de los prisioneros que estaban bajo su custodia. En el caso de nuestro protagonista, el terreno estaba abonado; no presentó la menor de las resistencias:

-Muchacho, esta misma tarde recibirás en tu celda la visita del padre Peter O´Connor, un irlandés muy tozudo, que no quiere que ninguna oveja se aleje del redil. Te invitará, de manera muy convincente, a que te confieses y pongas en paz tu espíritu. Alejaremos tu alma del pecado y tu estancia en prisión te servirá para que ocurra en tu interior una auténtica conversión.

Cuando el recluso 26.789 iba a abandonar el despacho para regresar a su celda, don Augusto le dio un nuevo toque de atención:

-Por cierto, llevas el pelo muy largo, mucho más largo de lo que conviene. De manera voluntaria, porque no tengo poder para imponértelo, te vas a rapar toda la cabeza al cero. Así por las mañanas no tendrás que peinarte y estarás mucho más cómodo. Cuando salgas al patio, si sientes frío o el sol calienta con fuerza, te autorizo a llevar una gorra para proteger el cuero cabelludo. El cabello es algo superfluo, que únicamente tiene una finalidad estética. Si quieres complacerme, deberás renunciar a tu cabellera.

Mientras el alcaide pronunciaba estas palabras, le agarró del flequillo, demostrando abiertamente su autoritarismo; para don Augusto sus reclusos eran títeres a los que no estaba acostumbrado a respetar, con los que no tenía obligación de guardar las distancias. Tras ser rapado, Santiago no solamente perdería su abundante cabellera; también renunciaría a su independencia personal, dejaría de tomar sus propias decisiones y se convertiría en un manso cordero recién esquilado.




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