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La barbería de Clemente 2 by BARBERO MILITAR
Capítulo 2: Un castigo ejemplarizante (jueves, 17 de octubre, 1974)
En cierta ocasión me quedé solo en casa; aproveché para curiosear en el dormitorio de mi padre. Me entretuve revisando sus cajones, en los que almacenaba las prendas de interior. Las mudas que aún no había estrenado las guardaba aparte, protegidas por las fundas de plástico originales. Me embriagué aspirando el olor a algodón nuevo que desprendían sus camisetas y braslip, fabricados por Hedea y Ocean.
También me resultó muy agradable el tacto sedoso de los calcetines de hilo de Escocia de la marca Punto Blanco. En un rincón del armario descubrí unos estuches de cartón que jamás había visto. Cada una de ellos contenía "4 calcetines para caballero extra-largos Ejecutivo. Sin talón. Talla única". No pude vencer la tentación y desprecinté, con sumo cuidado, una de aquellas cajas. Introduje la mano en uno de los calcetines y noté que se estiraba; no conseguí que recuperara la forma original. No supe vencer la tentación y decidí probármelos. No pensé en las consecuencias; mi padre se acabaría enterando de que había enredado en sus cosas. Me estiré los Ejecutivo hasta que me llegaron a la rodilla; se adaptaban perfectamente a la pierna, ya que no tenían talón. La sujeción era total, no se caían como los que a me compraban a mí. Para vérmelos mejor me quedé en ropa interior. Me miré en el espejo; me había encaprichado de aquellos calcetines.
Todas las prendas de mi padre, sus objetos personales y útiles de aseo ejercían en mí un extraño poder de atracción. Me hubiera encantado usar la misma colonia que él y que los dos vistiésemos de manera idéntica. Su colección de pijamas tampoco tenía desperdicio. Los echaba a lavar cada cuatro días. La mayoría eran de algodón, lisos o de rayas, en colores sobrios (azules, grises, marrones, verdes…). Sin embargo, a mí el que más me gustaba era el que hacía juego con su bata de seda (en color gris marengo, con listas al tono y tacto envolvente). Lo reservaba para "ocasiones especiales".
Me encontraba muy a gusto en paños menores y con aquellos calcetines Ejecutivo puestos. El resto de la ropa era demasiado grande para mí; a mis doce años todo lo de mi padre me quedaba enorme. Por este motivo no me probé nada más. Además tenía expresamente prohibido husmear en sus pertenencias. Sin embargo aquellos calcetines altos y finos, casi transparentes, parecían fabricados a mi medida.
El armario ropero tenía tres espejos de cuerpo entero. Los moví a mi antojo para poder explorar mi cuerpo, tanto por delante como por detrás. Me estaba saliendo un vello incipiente, una pelusilla que anunciaba cambios hormonales; había comenzado para mí la metamorfosis de la vida. Deseaba que mi cuerpo infantil se transformara cuanto antes en el de un hombre; de esta forma podría emular a mi padre y vestir igual que él. No me cansaba de mirarme en aquellos espejos. Estaba fascinado, perdí la noción del tiempo.
De repente, por sorpresa, se abrió la puerta de la habitación. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi padre por unos instantes permaneció en silencio, mientras me taladraba con su mirada inquisitorial. Me había pillado in fraganti, con las manos en la masa. No tenía escapatoria, ni ningún tipo de justificación para estar allí en esas condiciones. Intenté vestirme con la mayor celeridad posible pero no me lo permitió. Agarró mis pantalones y mi camisa, que estaban tirados en el suelo; los lanzó con ira y rabia sobre la cama. Comenzó el interrogatorio; me iba a someter al tercer grado:
-Me gustaría saber qué estás haciendo en mi dormitorio. Exijo que me expliques por qué estas en calzoncillos y con mis calcetines puestos. Yo no te he dado permiso para que desordenes mis cajones y uses mi ropa íntima. Una vez ya te llevaste un azote por meter las narices en mi despacho. Esto es mucho más grave.
Yo no supe defenderme. Mi rostro enrojeció de vergüenza, agaché la cabeza; no podía mirar a mi padre a los ojos. Tan sólo dije que lo sentía, que lo había hecho sin pensar, que sólo se trataba de un juego.
Sin embargo a él no le convencieron mis disculpas. Decidió darme una buen escarmiento:
-Te voy a enseñar a respetar mi intimidad; ¿me consideras tan tonto como para no darme cuenta de que enredas en mis cosas?. El otro día observé que la maquinilla de afeitar no estaba en su sitio. También he notado que te has aficionado a mi colonia y a la loción de afeitar. Yo por las buenas te doy lo que necesites, pero antes tienes que pedirme permiso. No me gusta que me engañen…
El correctivo que me tenía reservado mi padre era el más humillante que se podía aplicar a un chico de mi edad. Se sentó en la cama, se remangó los pantalones y pude ver que usaba unos calcetines altos de Ejecutivo, exactamente igual que los que yo llevaba puestos. Jamás le había visto tan serio y enfadado. Me agarró del brazo y, sin darme tiempo a reaccionar, me colocó bocabajo, encima sus rodillas. Hice un ademán de escaparme pero me tenía cogido con fuerza y no estaba dispuesto a soltarme. Mi cabeza estaba inclinada, casi podía tocar con la nariz en el suelo. Oí su voz que retumbaba en mis oídos; me pareció más grave que de costumbre:
-Si te resistes va a ser peor. Aprovechando que estás en braslip te voy a dar una buena azotaina. Creo que es algo que debía haber hecho hace tiempo. Esto pasa de castaño oscuro, es la gota que ha desbordado el vaso.
Me encontraba completamente inmovilizado, a merced de su voluntad. Giré ligeramente la cabeza y pude contemplar mi imagen reflejada en uno de los espejos, en aquella postura tan denigrante. También vi como mi padre elevaba el brazo y abría la mano para dejarla caer sobre mis nalgas. Noté un golpe fuerte y seco en los glúteos. Ya casi no recordaba como eran los azotes en el culo. Al poco, volví a sentir de nuevo como se estrellaba la palma de su mano contra mis posaderas. En mi interior experimenté extrañas sensaciones, difíciles de describir. Mi padre me quería demostrar que yo no era nadie, que podía someterme a su antojo; mis opiniones no contaban para nada. Por otra parte llevaba años deseando ser castigado de esta manera. Papá, hasta aquel "fatídico" día, no había cumplido sus amenazas de "mandarme caliente a la cama".
Decidí relajarme y me resigné a sufrir el merecido castigo. Al permanecer en silencio, pude oír el sonido de las palmadas. Comenzaba a notar mi culo adormecido. En realidad aquel dolor me resultaba llevadero y soportable. Creo que recibí unos doce azotes. Comencé a sollozar como un niño pequeño, buscando el cariño y el consuelo paternal. Con la mano derecha empecé a sobarle las piernas, acariciando sus calcetines sedosos. Fue una especie de acto reflejo, un vano intento de aplacar su ira, de distraer su atención. Papá no se dio por enterado, continuó nalgueándome a su antojo.
Cuando consideró que el castigo era suficiente, se detuvo. Me levantó de sus rodillas y me agarró por los brazos. Exigió que le prestara atención. Elevó el tono de su voz mucho más de lo que acostumbraba:
-¡Levanta esa cabeza, los hombres siempre miran a los ojos!. Yo a ti te voy a enderezar; vas a aprender a respetar todo lo mío, por las buenas o por las malas. Deja de gimotear como un perrito, que no te va a servir de nada. Lo que tienes que hacer es aprender la lección.
Me apetecía humillarme delante de mi padre. Sentí un extraño morbo al vivir aquella situación un tanto surrealista. Me hinqué de rodillas y le pedí que me perdonara. Le prometí no volver a hacerlo nunca más. Mis ojos estaban llenos de lágrimas.
Mi padre se conmovió. Me ayudó a levantarme y me sentó encima de sus rodillas, como cuando era más chico. Me besó, me agarró suavemente del carrillo y me susurró al oído:
-¡Hijo mío!, me has sacado de quicio. Me he llevado un gran disgusto al ver que no respetas mi intimidad. No lo vuelvas a hacer nunca más. Los calcetines te los puedes quedar. Si tanto te gustan habérmelos pedido, te los hubiera regalado. Lo que no soporto es que me traiciones y hagas las cosas a escondidas. Vístete, que vas a coger frío. Luego te lavas la cara. Es casi la hora de cenar; hoy tenemos tortilla de patata, que sé que te vuelve loco.