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La barbería de Clemente 11 by BARBERO MILITAR


Capítulo 11: Olegario Marín (viernes, 25 de octubre, 1974)

Cuando mi padre me ordenó cortarme el pelo, sentí un extraño placer, un morboso deseo de someterme a su voluntad. Además en esta ocasión él mismo me iba a acompañar; iríamos juntos los dos hombres de la casa. Si me lo sabía montar bien, me compraría algún fascículo del Capitán Trueno o de Jabato. A papá le gustaba que fuera obediente y cariñoso con él; cualquier amago de rebeldía le disgustaba profundamente. Era cuestión de complacerle y mostrarse sumiso. Al final, si sabía jugar mis cartas, conseguiría algún beneficio gracias a aquel corte de pelo.

La mayoría de los chicos de mi clase se marcharon a su casa. Yo me quedé junto a la puerta del colegio charlando con Jesús. Al hablar de la pediculosis sentíamos una mezcla de temor y morbo. Jugamos a los barberos, imaginándonos que teníamos en nuestras manos maquinillas de cortar el pelo. Gastaminza reprodujo con la lengua el traqueteo que produce el movimiento mecánico de las maquinillas de mano. Apretaba el puño y lo aflojaba como si realmente estuviera utilizando el instrumento, subiéndomelo de abajo hacia arriba de mi cabeza. Yo aposté por la esquiladora eléctrica; imité el zumbido que ésta produce cuando está encendida. Le pasé el puño cerrado por detrás y por delante. El sentido del humor era la la mejor arma de que disponíamos para ahuyentar nuestros temores.

Era evidente que en aquellas circunstancias no podríamos llevar el pelo "a la moda", razonablemente largo. Intuíamos que nuestras modestas melenitas acabaría en el suelo de la barbería. Sin embargo, en vez de angustiarnos, nos lo tomábamos a guasa. Además sentíamos una atracción especial por todo lo relacionado con los rapados. Tal vez el lunes los dos luciésemos sendos cortes de pelo, estilo militar; ¿a cuál de los dos nos pelarían más?; ¿qué barbero sería más riguroso, Clemente o Modesto?.

Mientras estaba hablando de este tema con Jesús apareció mi padre por detrás. Yo no me había percatado de su presencia. A traición me agarró del cuello y dijo:

-A este mozo le voy a llevar al barbero, sin más demora. ¿Qué tal están tus padres, Gastaminza?, hace mucho tiempo que no los veo…

Mi mejor amigo del colegio sintió pudor y dejó de hablar de tema de los pelados delante de mi padre. Al igual que yo, era un muchacho tímido; cuando se encontraba frente a un adulto frenaba en seco su espontaneidad. Jesús y yo nos despedimos hasta el lunes.

Mi padre me puso la mano sobre el hombro y caminamos juntos por las calles del ensanche, en dirección al casco viejo. Pasamos junto a los ultramarinos Marín. Con el propietario de este negocio mi padre mantenía una vieja amistad. Los dos habían coincidido en el servicio militar y cuando se encontraban recordaban los viejos tiempos. Me dijo que debía merendar algo; hasta la hora de la cena no era conveniente estar con el estómago vacío. Me invitó a una torta de Olite, un producto estrella de las tiendas de ultramarinos, elaborado en este pueblo navarro. Mientras yo le hincaba el diente a aquel suculento manjar, los dos caballeros se pusieron a contar batallitas de la mili.

Mi padre le comentó que me llevaba a la barbería de Clemente. Se trataba de evitar, a toda costa, que me infectara de piojos. Olegario Marín, así se llamaba el propietario del establecimiento, también había leído la prensa; estaba al tanto de aquella nueva plaga escolar de parásitos capilares. Se permitió incluso bromar sobre el tema:

-Dile a Clemente que te deje al chico como a los reclutas de nuestra quinta. ¿Te acuerdas de cómo nos brillaban las cabezas?. Vergüenza nos daba salir a la calle. Fíjate Francisco, recuerdo, como si fuera hoy mismo, el cachondeo que se provocó cuando entramos en la estación de tren, para resguardarnos del frío. Como era un sitio cubierto nos tuvimos que quitar las gorras y dejar nuestras cabezas pelonas al descubierto. Por allí acertaron a pasar unos estudiantes, de los de colegio de pago. Al vernos empezaron a mofarse de nosotros; nos llamaron pelones y calvos. También me acuerdo que apareció un fraile, que debía ser su profesor, y se lio a sopapos con aquellos mequetrefes. A grito pelado, les amenazó con castigarlos el fin de semana por faltar al respeto a los soldados de España. ¡Qué frío hacía en aquellos años!. Yo lo sentía en el cráneo, me faltaba la protección del pelo. Tenía un tupé ondulado que el barbero de la compañía me lo rapó con la maquinilla del doble cero…

El ambiente se estaba caldeando. Cada vez yo me encontraba más ansioso. Constantemente recibía estímulos del exterior que lejos de apaciguar mi ánimo excitaban mi imaginación. El sábado pasado, en la película que televisaron por la tarde, había contemplado una escena que no me dejó indiferente. Era un film de temática bélica, sobre la Segunda Guerra Mundial. Varios reclutas acudían a un centro de adiestramiento. Uno de los protagonistas había escrito unas cartas y se dirigía al buzón para echarlas. En el camino se tropezó con un oficial que le preguntó a dónde iba. Su superior le ordenó que dejara la correspondencia para más tarde, ya que antes debía visitar con urgencia la barbería. A paso ligero cumplió la orden recibida.

En la siguiente secuencia el joven aparecía sentado en el sillón y uno de los barberos le metía de manera inmisericorde la maquinilla eléctrica, subiéndosela hasta la altura de la coronilla y las sienes. En el salón de aquella barbería militar había más jóvenes a los que estaban esquilando. Me quedé atónito al contemplar que la maquinilla, según se la pasaban por el cuero cabelludo, le dejaba la piel a la intemperie. Recuerdo la cara de asombro de aquel chico y los gemidos de protesta que emitía (eh, eh, eh). Sus intentos por detener, o al menos frenar, aquel humillante rapado fueron en vano. Mi padre se encontraba junto a mí y exclamó:

-¡Eso si que es un corte de pelo! Toma nota de lo que te espera en la mili…

Aquello fue un presagio, un aviso profético de lo que estaba apunto de acontecer. No tuve que esperar a incorporarme a filas para ser despojado de mi cabellera. De repente, las cosas se habían torcido, o tal vez enderezado, según se mire.

Abandonamos la tienda de ultramarinos. Olegario, al despedirse, me obsequió con una barra de regaliz. Yo le di educadamente las gracias. La barbería de Clemente cada vez se encontraba más cerca. El corazón me latía con fuerza. Sentía la poderosa mano de mi padre sujetándome con fuerza el cuello, guiándome a mi destino.




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