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La barbería de Clemente 13 by BARBERO MILITAR


Capítulo 13: La sentencia fue ejecutada (viernes, 25 de octubre, 1974)

El barbero le introdujo a Hilario por la frente la maquinilla manual; comenzó a moverla a gran velocidad, de manera rítmica y acompasada. Todos permanecíamos callados; desde nuestros asientos pudimos escuchar el traqueteo mecánico que producía aquella herramienta. Grandes mechones de color castaño oscuro se fueron acumulando en la capa. En el espejo se reflejaba el pálido rostro del chico, transido de dolor. En la parte superior de su cabeza se podía ver una franja de piel, como si fuera un surco o una carretera; en las zonas por donde le habían pasado la maquinilla, se le clareaba por completo el cuero cabelludo. Desde la distancia no se apreciaba la milimétrica longitud de sus rapados cabellos; me dio la sensación de que le estaban dejando completamente calvo.

A los pocos minutos aquel chaval tenía la zona alta del cráneo totalmente despejada. El señor mayor, para rebajar la tensión que se respiraba en el ambiente, hizo un comentario jocoso:

-Ahora si que podemos decir eso de que de tal palo tal astilla. El padre y el hijo tienen el mismo tipo de cabeza, bien lisa y resplandeciente.

Don Pascual, de manera instintiva, se acarició la calva y añadió:

-¡Ojalá se pareciera a mí en algo este pillastre! A su edad yo ya trabajaba en el campo y obedecía a mis mayores en todo, sin rechistar. El barbero del pueblo me rapaba al cero cada quince días; en cuanto mi padre me ordenaba que me cortara el pelo, perdía el culo por darle gusto. Les va a parecer increíble, pero yo no supe lo que era un peine hasta que me licencié en el servicio militar. Delante de mi padre jamás fumé ni solté ningún taco; me hubiera molido a palos.

Clemente también participó en la conversación:

-Yo lo que creo es que la juventud de hoy en día está perdida. La culpa de todo la tiene el cine, la televisión y cierto tipo de prensa. A esos hippies de mierda nos los presentan como los garantes de la libertad y de la paz. No son más que una panda de drogadictos, unos viciosos que no respetan ni el orden establecido ni a las autoridades.

Don Pascual echó más leña al fuego. Defendió con ardor los valores tradicionales:

- El otro día vi un reportaje en "Informe Semanal" sobre la guerra del Vietnam. Allí estaban todos esos degenerados manifestándose en contra de los militares. Llevaban unas melenas indecentes; algunos usaban hasta coletas. Vestían pantalones de campana y ropas de colores psicodélicos.

Al señor mayor tampoco le agradaban los contestatarios:

-Si los miras por detrás, te cuesta distinguir a los hombres de las mujeres; me parecen unos afeminados y unos mariquitas. Me pongo enfermo cada vez que los veo…

Mientras se despotricaba contra los desmanes de la juventud, el barbero descolgó de la pared la maquinilla eléctrica de carcasa gris, que no tenía acoplado ningún tipo de peine. Comenzó a pelarle al chico la zona trasera y los laterales. Las vibraciones producidas por el motor me recordaron al zumbido de las abejas. Se la pasaba una y otra vez, sin descanso, de una manera un tanto obsesiva.

Clemente jugaba con la palanca lateral de la maquinilla para controlar el apurado de la cuchilla. De esta manera consiguió un corte de pelo perfectamente difuminado. La cabeza del joven acabó asemejándose a una bola de billar, resplandeciente y esférica. Para terminar le perfiló las patillas y el cuello con la navaja de afeitar. Finalmente, con la ayuda de un pulverizador metálico, le aplicó una buena dosis de loción capilar Flöid. Para que el líquido le penetrase en la piel, le masajeó el cráneo con las yemas de los dedos.

Don Pascual se mostraba alegre y eufórico. Al final había conseguido doblegar la rebeldía de su hijo. Le acarició la cabeza a contrapelo, como si se tratase de un potro recién domado. Entre su padre y el barbero obligaron al muchacho a levantarse del asiento; el chico apenas podía sostenerse por sí solo. Abandonó la barbería arrastrando los pies, como si fuera un alma errante. Su padre no paraba de sobarle el cráneo; le debía resultar muy agradable tocar aquellos cabellos milimétricos, duros como alfileres.

Clemente le explicó a mi padre que era el turno de Alfredo, el señor mayor. En realidad, había entrado antes que don Pascual y su hijo. Sin embargo, prefirió ceder su puesto al muchacho. Había que pelar al chico urgentemente o peligraría la integridad física de los allí presentes. Con este viejo cliente el barbero se esmeró; le metió un riguroso corte de pelo a cepillo, la especialidad de la casa.

A los pocos minutos se abrió de nuevo la puerta y apareció un limpiabotas ambulante, al que todos conocían como Pedrito. Se trataba de un señor de edad mediana, con el pelo engominado y la tez morena. Vestía completamente de negro aún sin estar de luto. Enseguida nos percatamos de que procedía de Andalucía, por su marcado acento del sur. Con mucha gracia y desparpajo preguntó:

-¿Nadie tiene necesidad de usar los servicios del mejor limpiabotas de todos los tiempos y lugares?.
Está aquí, de cuerpo presente, ante ustedes. Yo les dejo el calzado brillante y resplandeciente, como un espejo. Hoy hay luna llena y la van a ver reflejada en sus zapatos.

Alfredo tuvo una nueva ocurrencia;

-Ya decía yo que el personal andaba hoy muy revuelto. Cuando hay plenilunio las gentes se vuelven más violentas que de costumbre. Así se explica el numerito que nos ha montado don Pascual y su hijo. Yo no he querido asustar, pero el chaval no paraba de mirar las navajas barberas. Me estaba temiendo lo peor. Imagínate Clemente que llega a agarrar una por sorpresa y te pilla desprevenido; podría convertir esto en una carnicería. Saldríamos hasta en la prensa…

El barbero le rio la gracia a Alfredo:

-Eres más exagerado que los andaluces, sin ánimo de ofender a nuestro amigo Pedrito. Si llega a hacer algo así, su padre le pega un bofetón que le salta todos los dientes. Hubiese acabado pelado y mellado.

Mi padre requirió los servicios del limpia. Me sorprendió gratamente cuando dijo:

-Empiece por el chico, es él quien se va a cortar el pelo. Dele una lección magistral de cómo se pule el calzado. Fran, fíjate bien con que gracia y maestría maneja el cepillo y la bayeta un profesional. Ahora sí que te tienes que recoger bien los pantalones; súbetelos hasta la rodilla, para que no te salpique el betún. Como llevas calcetines altos de Ejecutivo, no se te van a ver las piernas.

Obedecí gustosamente a mi padre. El limpiabotas se sentó frente a mí, en una banqueta que llevaba siempre consigo. Me fascinó su cajón de madera, con dos tapas y herrajes brillantes. Coloqué el pie encima del reposapiés metálico. Para evitar que me manchara los calcetines, me introdujo en el zapato unas piezas de cuero. Primeramente eliminó con el cepillo los restos de polvo. Después me aplicó un líquido negro y esperó unos minutos, hasta que la piel lo absorbió por completo. Fue entonces cuando utilizó un betún especial para profesionales, que venía en una caja metálica redonda. Con un cepillo de gran tamaño y una bayeta me lustró los zapatos; jamás me habían brillado tanto. Repitió la operación con mi padre.




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