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La barbería de Clemente 17 by BARBERO MILITAR


Capítulo 17: La ejecución (viernes, 25 de octubre, 1974)

Tuve la sensación de que mi padre se había dejado dominar por aquel barbero sádico, parecía abducido por éste; aceptaba de buen grado todo lo que le proponía. Clemente no era un hombre culto, seguramente no habría terminado sus estudios primarios, pero sabía engatusar a los clientes; los llevaba a su terreno y al final se salía con la suya. Sin dar más explicaciones, aquel señor cerró con llave la barbería. Acto seguido, se introdujo en la trastienda y sacó varias perchas para guardar mi ropa:

-Los pantalones del chico los debemos colgar bien, para que no se arruguen ni pierdan la raya. Con el jersey y el polo blanco haremos lo propio.

Mi padre me indicó que me desnudara y yo obedecí como si fuera un dócil cordero. Sentí una profunda vergüenza y a la vez una desconocida sensación de morbo. Me iban a rapar en las mismas condiciones que a los reclutas de la quinta de Clemente. Aquella situación resultaba surrealista; era como si estuviese viviendo un extraño sueño, algo absurdo e inconfesable. Recibí un nuevo toque de atención de mi padre:

-Fran, haz el favor de meterte, bien metida, esa camiseta por entre los calzoncillos… Ese braslip lo quiero bien subido; la cinturilla elástica te tiene que llegar hasta el ombligo. Hay que ser elegante hasta en ropa interior. La culpa de que tengan que cortarte el pelo en paños menores la tienes sólo tú. Debías haberme consultado antes de ponerte la ropa del domingo; no estoy dispuesto a que te la machen.

Cumplí sus órdenes en silencio, mansamente. También me retoqué los calcetines. Me puse los zapatos mocasines negros para no enfriarme los pies. Al barbero le llamó la atención mi ropa interior. Me dijo que así vestido parecía un merengue, o sea un jugador del Real Madrid. Le preguntó a mi padre dónde podía comprar calcetines altos y finos como los que yo llevaba. Papá le dio todo tipo de explicaciones:

-Yo también los uso. Fíjese bien en mí, me llegan hasta la rodilla. Se llaman Ejecutivo y los compro en la mercería de don Andrés del Castillo. Los venden en color gris oscuro, negro, marino y marrón. No tienen talón y se adaptan de maravilla. Por más que te recojas el pantalón jamás enseñas la pierna ni la pelambrera.

Clemente, sin avisármelo, me metió la mano por la zona alta del calcetín y comprobó la elasticidad del tejido. Con los niños estaba acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Me obsequió con un azote en el culo, que pretendía ser cariñoso, y me ordenó que me volviera a sentar en el sillón. Recuerdo que la rejilla me rascaba las nalgas; el algodón del braslip no era lo suficientemente tupido como para protegerme la piel. Sin embargo no comenté nada al respecto.

El barbero desdobló la capa blanca y me la anudó al cuello, apretándomela con fuerza. En el espejo de cuerpo entero pude ver mis zapatos mocasines resplandecientes. Mis sedosos calcetines en gris oscuro me parecieron más largos que nunca. Mi pelo negro contrastaba con el blanco radiante de la tela, que me cubría hasta la altura de la rodilla. Los preparativos para el castigo ya estaban finalizados; había llegado el momento de ejecutarlo.

Clemente cogió un peine negro, de púas muy estrechas, y comenzó a pasármelo por la cabeza. Me estiraba el pelo una y otra vez, como si quisiera dejar constancia de que mi cabello estaba demasiado largo. Mis orejas aparecían semitapadas y el flequillo casi me cubría los ojos. Sin venir a cuento, me agarró de las patillas y tiró de ellas a la vez, mientras sonreía malévolamente. Instintivamente me levanté del asiento. Sin embargo, aquel hombre no estaba dispuesto a dejarme escapar. Me colocó sus manos sobre los hombros y me volvió a sentar mientras me decía:

-¡Ese culo bien quieto! Espero no tener que atornillarte al sillón.

En el espejo veía reflejado mi rostro, que me pareció más blanco que de costumbre, de una palidez marmórea. No podía mover ni un solo músculo de la cara. Las pupilas de los ojos se dilataron tanto que mi mirada me recordaba a la de un animal asustado. El corazón me latía con fuerza.

Vi como el barbero, con gran parsimonia, descolgaba la maquinilla eléctrica de la pared, la de carcasa gris. Le colocó un peine negro de plástico supletorio del número 1. Prendió el interruptor y me acercó la herramienta a la oreja, para que escuchase el zumbido. Luego sacó de un cajón un cepillo gastado, de púas blancas, y fingió afilar la maquinilla. Al viejo barbero le apetecía crear un clima de angustia; con estos prolegómenos pretendía ponerme aún más nervioso de lo que estaba. De repente, me sujetó la nuca con la mano izquierda y exclamó:

-¡Vamos allá! El pelo todo fuera…

Levantó la mano derecha y vi como me acercaba la maquinilla lentamente. Mi padre abandonó su asiento para contemplar mejor la escena. Fue entonces cuando el barbero, temeroso quizás de que lo frenaran, empezó a pasarme aquel instrumento por la frente. Noté un cosquilleo extremadamente placentero, una sensación nueva y desconocida para mí. En el espejo observé que mis mechones de pelo tendían a acumularse en los laterales, antes de caer sobre la capa o deslizarse hacia el suelo. Me imaginé que una máquina quitanieves o un cortacésped transitaba por mi cráneo.

En un alarde de maestría, sin casi levantar la maquinilla, el viejo oficial de peluquería continúo rapándome toda la zona trasera. De esta manera en mi cabeza se podía distinguir un franja central de cabello rapado, a 3 milímetros de longitud.

Me miraba al espejo y me encontraba ridículo. Se hizo un silencio sepulcral; lo único que se percibía era el monótono zumbido de la maquinilla. El barbero me peló con gran avidez la mitad izquierda de mi cabeza. Era evidente que se divertía conmigo. Se estaba tomando la revancha por mi curiosidad malsana. Mi padre, al verme de aquella guisa, para rebajar la tensión, intentó hacerse el simpático:

-Fran, ahora pareces un indio de los de las películas; sólo te faltan las plumas. Esperemos que no haya un corte de luz o que no se le estropee la maquinilla a don Clemente. ¡Menudo problema tendríamos…!

Pero el barbero tenía contestación para todo:

-No pasaría nada. Mis maquinillas de mano, que siempre las tengo bien engrasadas, cortan el pelo con la misma precisión. Si se va la luz enciendo unas cuantas velas. Este muchacho sale rapado de aquí aunque tiemble la tierra.

A los pocos minutos, mi cráneo tenía una apariencia completamente esférica. El cuero cabelludo se me transparentaba perfectamente. Hasta aquel momento, mi abundante mata de pelo me había protegido de los rayos del sol; la piel de mi cabeza era tan blanca como la cal, jamás se había bronceado.




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