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MARTES, 29 DE ABRIL DE 1975 by BARBERO MILITAR
Esto que os cuento aquí me sucedió el martes 29 de abril de 1975. La víspera fue fiesta local en mi ciudad; mi padre y yo estuvimos juntos en la misa mayor de la catedral. Después, acudimos a un mercadillo popular para comprar las típicas rosquillas del santo. El recinto ferial se encontraba a las afueras y aprovechamos para darnos un largo paseo. Comenzó a charlar conmigo, más bien me sometIó a uno de sus acostumbrados interrogatorios. Se interesó por mis estudios; como todos los padres de la época, quería tener un hijo aplicado. De repente, sin venir a cuento, me agarró del pelo y me preguntó:
-¿Cuánto tiempo hace que no te cortas el pelo?; ya va siendo hora de que visites al barbero...
Yo le respondí que desde antes de navidades y mi padre montó en cólera:
-Hijo mío, tienes un aspecto descuidado y sucio. Estoy seguro de que a los profesores del colegio no les gustan los chavales melenudos; pareces un gitano con esas greñas. Mañana mismo, te pasas por la oficina y te doy dinero para que te cortes el pelo. Cerca hay una barbería de las de toda la vida. Quiero que te lo pongan bien corto, eh. No vayas a venir igual...
-Yo me quedé perplejo porque no me esperaba aquello. Ya en aquel tiempo, sentía una irresistible atracción por todo lo relacionado con los cortes de pelo forzados, realizados con maquinilla. La barbería a la que se refería mi padre la conocía perfectamente, la tenía totalmente controlada. En muchas ocasiones, de manera disimulada, me había quedado junto a la puerta y de vez en cuando echaba un vistazo al interior. Me interesaban especialmente los cortes de pelo que se hacían los soldados de reemplazo, quienes debían obedecer las ordenanzas militares. Sabía que aquel barbero era muy aficionado a rapar. Cuando algún niño caía en sus manos le metía la maquinilla de manera despiadada. Debemos tener en cuenta que en 1975, los hombres lucían pelo largo en su mayoría; un pelado a cepillo era un castigo, una auténtica humillación, algo denigrante.
Después de salir del colegio, acudí al pequeño despacho de mi padre. Se encontraba reunido con un comercial. Me proporcionó el dinero necesario e insistió en que me cortaran el pelo bastante corto:
-Oye, dile al barbero que te pele bastante.
Yo, en ese momento, sentía un gusanillo bailándome en el estómago y me atreví a tensar más la situación:
-Papá, ¿le digo que me pase la maquinilla?...
Mi padre respondió con firmeza:
-Por supuesto, hijo. Así te crecerá más fuerte. Tú deja que actúe el maestro, él sabrá como hacértelo.
El viajante, me miró con cara de sorpresa, levantó las cejas y añadió:
-¡Qué suerte tienes, Albareda! Yo a mi hijo, cuando le mando que se corte el pelo, es como si hablase con la pared; directamente ignora mis órdenes, no me responde y mucho menos me obedece. ¡Cómo han cambiado los tiempos!
Mi padre elogió mi comportamiento y se mostró orgullo de mí:
-Fran, mi hijo, cumple el mes que viene 13 años y de momento no da ningún problema. Esperemos que las cosas continúen así...
Cuando llegué junto a la barbería Iriarte, que se encontraba en la zona del ensanche, el corazón me latía con fuerza. Estaba realmente nervioso.
El local era de reducidas dimensiones. A mano izquierda, se distribuían las sillas de espera, con un tapizado de imitación piel en color verde. En el centro se había instalado el clásico sillón de barbero: brazos de porcelana blanca, posapiés cromado y labrado, asiento y respaldo de rejilla... En cuanto al mobiliario había sido fabricado en formica marrón, un material muy usado en aquel tiempo.
Saludé tímidamente a los allí presentes y me senté en la única silla que se encontraba vacía. Me recogí mis pantalones de tergal y exhibí generosamente mis calcetines altos de la marca Ejecutivo; recuerdo que eran de color azul marino. Los clientes de aquel establecimiento eran hombres muy mayores, con el pelo completamente cano, incluso calvos. Uno a uno fueron pasando por el sillón. A todos les metía el mismo corte de pelo. La maquinilla de carcasa negra la guardaba en un cajón. No lo podía cerrar porque sobresalía el cable. Cada cierto tiempo, escuchaba aquel zumbido amenazante. Veía como caían los mechones de pelo en la capa, o bajaban hasta el suelo.
De repente, apareció un señor de unos cuarenta años de edad, muy rubio, que lucía un corte de pelo a cepillo rigurosísimo; por detrás se le transparentaba perfectamente el cuero cabelludo. Al parecer, le había dejado a deber un dinero al barbero y fue a pagárselo. En algunas zonas del cráneo, tenía pequeñas calvas en forma rectangular. Años después, me enteré de que cuando te haces una herida en la cabeza, en una zona muy localizada no te crece el pelo. Seguramente, este hombre, cuando era niño, recibió alguna pedrada mientras jugaba.
Cuando me senté en el sillón, sentí tal nerviosismo que era incapaz de articular palabra. El barbero, con su mirada fría e inquisitorial, me envolvió en una capa blanca que me cubría la ropa por completo. Me peinó, echándome el flequillo hacia adelante, para que comprobara lo largo que lo tenía. Al final me preguntó:
-¿Cómo te tengo que cortar el pelo?
Yo, sacando fuerzas de flaqueza, le respondí:
-Ha dicho mi padre que me lo corte bastante. Quiere que se me note...
El barbero sonrió maliciosamente y comenzó a utilizar la tijera de entresacar, que tiene forma dentada, y se ayudó con un peine. No paraba de cortar y cortar. Cuando menos me lo esperaba, abrió el cajón y sacó la maquinilla, el instrumento de tortura por excelencia. Me bajó la cabeza y comenzó a pasármela por el cuello. La vibración que sentí hizo que me sobrecogiera. No podía ver nada de lo que estaba ocurriendo y me encontraba completamente a merced de aquel señor mayor, estaba totalmente dominado por él. El cosquilleo que sentí fue extremadamente placentero; deseaba que aquello no parara. Durante años había soñado con que aquel barbero en concreto me cortara el pelo.
En honor a la verdad, aquel no fue el corte de pelo que me hubiera gustado. Yo quería que me dejara como aquel caballero rubio al que se le trasparentaba el cuero cabelludo. En realidad, me hizo un corte muy disminuido en el cuello, zona el la que sí se trasparentaba el cuero cabelludo, sobre todo si agachaba la cabeza. En aquellos años se consideraba un pelado indecente. Así me lo hicieron saber mis compañeros al día siguiente, mientras me sobaban la cabeza y hacían comentarios jocosos al respecto.
He intentado ser lo más fiel a la realidad y narrar las cosas tal y como sucedieron, sin exagerar la nota, ni añadir nada de mi cosecha. De manera involuntaria, habré cambiado algo porque después de 45 años las cosas no se recuerdan con total nitidez; la imaginación tiende a rellenar las lagunas mentales. Espero que os guste este pequeño relato, totalmente basado en hechos reales.