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INCORPORACIÓN A FILAS 1 by BARBERO MILITAR
Me he propuesto narrar, de la manera más rigurosa y veraz que me sea posible, como fue mi alistamiento militar. De todo lo que me sucedió, en aquel lejano miércoles 26 de julio de 1989, recuerdo de manera muy especial un hecho: el brutal corte de pelo que recibí el mismo día de mi ingreso. Intentaré no perderme en detalles e ir a lo esencial del asunto, aunque no os garantizo nada al respecto.
Tras haber agotado todas las prórrogas por estudios, fui sorteado en el mes de noviembre de 1988 para incorporarme a filas al año siguiente. Se me asignó la Región Militar Pirenaica, concretamente la ciudad de Jaca, en la provincia de Huesca.
Me correspondió ingresar en el Acuartelamiento de San Bernardo, también conocido como Cuartel General de Montaña. Este centro castrense estaba controlado por el COE (Cuerpo de Operaciones Especiales); se trataba de una institución que buscaba la paulatina profesionalización del ejército; estaba llamada a convertirse, junto con la legión, en una auténtica unidad de élite de combate. Aunque nunca quisieron reconocerlo, sus métodos de instrucción se inspiraban en los del cuerpo de marines de los Estados Unidos. Los ritmos de las canciones que se cantaban durante los desfiles recordaban a los cánticos de los reclutas americanos; la estética del soldado COE (uniforme de camuflaje, rigurosísimo corte de pelo…) se asemejaba sospechosamente a la del intrépido marine estadounidense.
El domingo 23 de julio, viajé en autobús hasta Zaragoza. En la capital del Ebro, me alojé en el Hostal Ambos Mundos; a pesar del tiempo transcurrido, todavía recuerdo el nombre del establecimiento. Al día siguiente, me dediqué a pasear por la ciudad. Me fijaba en las barberías tradicionales y estuve tentado de meterme en alguna de ellas. El martes 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, me desplacé hasta Jaca. Allí me hospedé en un Hostal-Camping cercano al Acuartelamiento de la Victoria; por cierto, en este centro militar jacetano, la disciplina era mucho más relajada que en San Bernardo.
Por fin llegó el día de mi incorporación. Sentí el lógico nerviosismo de quien se enfrenta a una situación nueva. Me desperté a eso de las siete de la mañana y acudí a las duchas del camping. Me aseé a conciencia y me vestí con la ropa con la que pensaba acudir al acuartelamiento: pantalón gris oscuro de vestir; camisa blanca de manga corta; juego de camiseta y braslip, en algodón blanco y tejido calado; calcetines de color gris oscuro y de canalé, que me llegaban prácticamente hasta la rodilla; zapatos negros de vestir, de cordones, lisos y muy brillantes.
Tras desayunar en algún bar, no consigo recordar donde fue, me di una vuelta por la población. En la calle Mayor tenía localizada una barbería con sillones antiguos y estética tradicional. Al comprobar que el local se encontraba vacío, me decidí a entrar. Como os podéis imaginar, tenía los nervios a flor de piel. Después de tanto tiempo esperándolo, "me iba a cortar el pelo para la mili".
Os tengo que confesar que durante años, a partir de que cumplí los dieciocho, cogí por costumbre parar a los soldados en la calle, incluso los abordaba en los vestuarios de las piscinas municipales; con cualquier disculpa, entablaba conversación con ellos. Les hacía creer que, de manera inminente, iba a recibir una citación para incorporarme a filas; pronto tendría que vestir el uniforme caqui. Por supuesto que se trataba de una mentira, una fantasía morbosa con la que me recreaba una y otra vez. Mientras realizaba mis estudios universitarios, yo estaba exento de cumplir con el servicio militar; por lo tanto, debían pasar al menos cinco años para que un servidor marcara el paso.
En cuanto la ocasión resultaba propicia, sacaba a relucir el tema del reglamento militar en materia capilar. Quería que me explicaran cómo tenía que pelarme, qué decían las ordenanzas con respecto al corte de pelo que debían usar los reclutas. Les confesaba que temía caer en manos de algún soldado inexperto y desaprensivo, metido a barbero, que cometiera un desaguisado con mi cabello. Algunos de los militares entraban al trapo y me describían, con todo lujo de detalles, como había sido su primer pelado en el campamento; a veces, incluían en la narración un toque de terror, pretendían asustarme y exageraban la crueldad con la que, según ellos, se esquilaba a los recién llegados. Conceptos como la moto, usado para referirse a la maquinilla eléctrica, rapado de castigo, esquilada brutal, recluta peluso o pelón aparecían con frecuencia en las conversaciones que manteníamos.
Algunos de estos jóvenes opinaban que cortarse el pelo antes de ir a la mili era tirar el dinero; de todas las maneras te volverían a rapar. Otros, por el contrario, pensaban que llevarlo muy corto, bien rebajado por detrás y en los laterales con la maquinilla del dos o todavía mejor con la del uno, era garantía suficiente para no tener que pisar la barbería de tropa; en aquel antro te pelaban a destajo, como quien esquila a un cordero, sin ningún tipo de miramiento. Por fin, la comedia que representé durante años se iba a convertir en un hecho real.
Lamentablemente, a pesar de las veces que visité la barbería de la calle Mayor, no puedo realizar una descripción mínimamente fidedigna de la misma; no recuerdo detalles del mobiliario, ni siquiera consigo ponerles cara a los barberos. Los oficiales que allí trabajaban eran dos: un padre, al que le quedaban pocos años para la jubilación, y su hijo, un treintañero con un aspecto un tanto pueblerino. En 1989 yo había cumplido veintisiete años. La memoria es caprichosa y tiende a borrar ciertos recuerdos, tal vez porque el cerebro necesite espacio para almacenar nuevos datos. Lo que sí os puedo asegurar es que en el interior había instalados dos sillones tradicionales; ese fue el motivo principal por el que escogí este establecimiento. También sé, a ciencia cierta, que usaban maquinillas de carcasa gris oscura, de las de bobina, en las que encajaban unos peines de plástico negro del número uno o dos.
Por supuesto, no he olvidado la conversación que mantuvimos, ni nada de lo que aconteció aquella mañana. El barbero joven me invitó a tomar asiento; se me antojó excesivamente serio y callado. Al preguntarme cómo debía córtame el pelo, le expliqué que aquella misma tarde ingresaba en el Acuartelamiento de San Bernardo. Le pedí que me pasara por detrás la maquinilla, con el peine del uno, hasta la altura de la coronilla. Me miró con cierta perplejidad e hizo una mueca un tanto despectiva. Después opinó sobre el tema:
-Miré usted, yo le corto el pelo tan corto como me diga, no tengo ningún problema; sé hacerlo y dispongo de la herramienta apropiada para ello. Sin embargo, le advierto que hoy en día a los soldados les pelamos, como mucho, con el número dos. Con el uno se trasparenta el cuero cabelludo, se ven hasta las ideas. Puede incluso meterse en problemas por pasarse de la raya…
Yo sabía perfectamente lo rapadito que quedaba el pelo con el número uno: tres milímetros de largura; el dos es exactamente el doble: 6 milímetros y se me antojaba excesivamente largo. No estaba dispuesto a dejarme amedrentar por aquel palurdo. Insistí en que quería que me lo cortara siguiendo mis instrucciones:
-Si no le importa, prefiero que me meta el número uno por detrás. Lo que quiero evitar, a toda costa, es que cualquier pelagatos me esquile en el cuartel. Sé, a ciencia cierta, que van a la carrera y que el resultado es lamentable. Prefiero llevarlo muy corto pero bien rematado a que me hagan un estropicio.
Como buen aragonés, aquel joven me resultó un tanto testarudo. Siguió insistiendo en que cortarme el pelo al uno era un despropósito. Además, de arriba me lo tendría que poner muy corto para que no contrastase demasiado con lo de atrás.
El padre, que hasta ese momento había permanecido callado, intervino:
-Bueno, ¡mira que tienes ganas de discutir! Este chico tiene las ideas muy claras. Él es el que va a llevar el pelo rapado y el que paga el servicio. Si le castigan será su problema. Haz el favor de cortárselo como te ha indicado.
El ambiente estaba tenso; evidentemente, no había empezado con buen pie. El barbero, tras envolverme en la capa blanca, cogió la maquinilla y me enseñó el peine del uno para que comprobara que no había engaño posible. Sin mediar palabra, me agachó la cabeza y empezó a pasarme la esquiladora. El silencio era absoluto, casi sepulcral; tan sólo se escuchaba el zumbido mecánico de la maquinilla. Sentí como aquel peine se me incrustaba en el cuero cabelludo y arrancaba de cuajo todo el cabello sobrante. En un par de ocasiones me acaricié la zona recién rapada y recibí la reprimenda del peluquero:
-Haga el favor de no tocarse la cabeza porque se va poner perdido de pelos.
Me disculpé lo mejor que pude con aquel caballero, de trato áspero y bastos modales. Sin embargo, aquella situación tan tensa me permitió descubrir el lado morboso de todo aquello. El barbero quería humillarme, someterme, o al menos ponerme en mi sitio, por haberme pasado de listo. Era evidente que le desagradaba que un simple recluta, un don nadie, quisiera darle lecciones de cómo debía realizar su trabajo. Con los militares estaba acostumbrado a actuar sin preguntar.
Mientras me seguía pasando la maquinilla por la cabeza, para romper el hielo, hice el siguiente comentario:
-Lo ideal sería que estuviera aquí un militar de graduación para que le indicara como debía cortarme el pelo; así saldríamos de dudas.
El padre mostró abiertamente su desacuerdo con mi teoría:
-Aquí se hace lo que el cliente quiere, para eso es el que paga; si un sargentucho, teniente o capitán, me da lo mismo su graduación, me dice como debo pelar a un soldado, le mando directamente a hacer puñetas. Los militares que den órdenes en los cuarteles; en mi establecimiento desde luego no tienen ningún pito que tocar.
El barbero, una vez que terminó de usar la maquinilla, cogió la tijera y empezó a desgastarme el pelo por arriba; le dio la forma de un cepillo largo, con una longitud de un par de centímetros aproximadamente. Realizaba su trabajo a gran velocidad. Tras darme los últimos retoques con la navaja, me mostró el resultado utilizando un espejo de mano. Efectivamente, tenía razón el joven oficial: se me transparentaba el cuero cabelludo. Me acaricié la cabeza a contrapelo y sentí esa excitante sensación de tocar el cabello recién rapado. Seguramente, muchos de mis lectores conocerán esta experiencia única, sabrán a lo que me estoy refiriendo.
Me disculpé con el joven oficial; le pedí que me perdonara por insistir tanto para que me lo cortara al uno por detrás. Él, ante mi humilde actitud, se mostró más afable. Creo recordar que me dijo algo así:
-Usted no tiene porque pedirme perdón. Yo he intentado no raparle más de la cuenta para que no le echen los perros en el cuartel. Con los militares hay que andarse con pies de plomo; si te cogen ojeriza el primer día, lo pasarás mal durante toda la mili.
Le recordé que yo iba a ingresar en el Acuartelamiento de San Bernardo. Me explicaron que a su local acudían jóvenes que servían tanto en el cuartel de la Victoria como en el de la Montaña. Jamás les preguntaban su procedencia. Les comuniqué que deseaba hacerme cliente de aquella barbería, si ellos lo consideraban oportuno. Empleé un tono conciliador y amistoso. Además elogié al joven barbero:
-Usted me ha cortado el pelo muy bien, con gran profesionalidad; no se nota nada la raya que deja la maquinilla. En el cuartel seguramente no se andarán con tantos miramientos…
El padre, que evidentemente tenía más experiencia tratando a los clientes, me respondió:
-Estaremos a su entera disposición. A las tardes, nuestra peluquería se llena de militares. Le aconsejo que acuda por aquí nada más salir del cuartel; de lo contrario, le tocará esperar más de una hora sentado en una silla. Será un placer servirle.
Nos estrechamos la mano y creo recordar que el barbero joven me sonrió. Yo no podía dejar de tocarme la cabeza. Me daba mucho gustirrinín acariciar aquellos cabellos cortados a tres milímetros. Quise hacerme amigo del joven barbero y continué dándole coba:
-La verdad sea dicha, me ha cortado el pelo muy pero que muy bien. Me encuentro más aseado, más limpio…
Sin embargo, el peluquero no se dejó impresionar por mi verborrea y seguía en sus trece:
-A ver si nos entendemos: técnicamente está muy bien cortado, y perdone que sea yo quien lo diga; por en ese lado, no van a poder recriminarle nada. Ahora bien, es un rapado brutal, se le ve toda la piel de la cabeza. Estas cosas deberían estar prohibidas en el ejército; parece que se ha escapado de un campo de concentración nazi. He observado que ha cogido por costumbre pasarse la mano por detrás; no se haga ilusiones: por muchos masajes que se dé en la cabeza no le va a crecer antes el pelo, eso son leyendas.
El padre, por el contrario, fue mucho más amable con sus comentarios y quiso quitarle hierro al asunto:
-Usted no se preocupe que le queda muy bien; tiene la cabeza perfectamente formada, bien redondita. Lo que pasa es que, después de tantos años con la moda del pelo largo a cuestas, nos asustamos al ver estos cortes de pelo. Hace treinta años eran los que más se hacían. Yo, durante mis primeros tiempos de barbero, me hinché a hacer cortes a cepillo. Mi hijo es de otra generación y no ha conocido los pelados de antes. En cualquier caso, usted no se lleve mal rato porque el pelo vuelve a crecer, incluso le saldrá más fuerte. Le deseo que le vaya muy bien en la mili y que se le haga lo más corta posible. ¡Quién pudiera tener su edad!