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INCORPORACIÓN A FILAS 2 by BARBERO MILITAR


Acudí de nuevo al hostal. En la recepción se encontraba un chico joven, rubio y bastante extrovertido que era el hijo del dueño. Le comenté que acababa de salir de la peluquería y que me sentía muy raro al verme tan pelado. Como buen aragonés, no se anduvo con paños calientes:

-Joder, ¡qué esquilada te han metido! Se ve que al barbero le gustaba pegarle a la maquinilla. Tengo un hermano que también se incorpora hoy a filas, en el Cuartel de San Bernardo; por ahí arriba debe estar.

A su hermano, pasados unos días, lo conocí en el cuartel. Me pareció un chaval campechano y cercano pero bastante inmaduro. Nos relacionábamos con gente distinta y no tuvimos mucho trato.

Me volví a duchar. Quería desprenderme de los pelillos que se habían quedado incrustados en la piel como consecuencia del sudor. Sacudí mi camisa blanca para eliminar los restos de cabello. Deseaba proyectar una imagen de aseo y limpieza el día que me enrolaba en el ejército.

El horario para ingresar en el cuartel era de 10 a 20 horas; se pretendía que los jóvenes reclutas se incorporaran de manera gradual. Yo, asesorado por conocidos que ya habían hecho la mili, decidí acudir a las 18 horas. Si llegabas demasiado pronto, deambulabas por las instalaciones sin saber muy bien que hacer. Tampoco era aconsejable apurar demasiado el límite de tiempo porque entonces tendrías que realizar los trámites de ingreso a gran velocidad.

A eso de las 17 horas y 45 minutos me encontraba frente a la puerta de entrada del acuartelamiento. Una alambrada metálica, en forma de red, recorría el perímetro de las instalaciones militares. Cuando comprobé que en el interior habían montado una pista americana, sentí como un escalofrío recorría mi cuerpo. Yo sabía que era incapaz de hacer ese tipo de ejercicios tan complicados. De hecho, en las clases de gimnasia del colegio, jamás conseguí saltar el potro. Me encomendé a todos los santos para que me fuera lo mejor posible. Delante de mí tenía un reto complicado y difícil: convertirme en un soldado de España.

A eso de las 17,50 horas, se fue formando una pequeña aglomeración de jóvenes, mis futuros compañeros, en torno a la entrada del cuartel. La puerta se abría cada hora. No recuerdo ninguna cara, ni tampoco sus comentarios. Tan sólo sé que un chaval, oriundo de un pueblo cercano llamado Castejón, acudió acompañado por su padre. Sentí vergüenza ajena al comprobar que todavía dependía de su progenitor hasta ese punto. Este chico de pueblo mostró una gran sencillez. Con su aspecto rústico y un tanto simple, se me antojo buena persona. Su padre se percató de que yo era más mayor que el resto y no tuvo ningún reparo a la hora de expresarlo:

-Tú mozo, se ve que no vas con la quinta, se te ve más metido en años.

Le expliqué que había agotado todas las prórrogas por estudios y que tenía ya mis buenos 27 tacos. Aquel buen señor replicó:

-Ya se te nota, ya. Aquí mi hijo apenas tiene los diecinueve. A ver si os hacéis amigos todos los que estás aquí. Las amistades de la mili son para toda la vida.

Al poco, aparecieron un par de melenudos, que pertenecían a un grupo de objetores de conciencia, y comenzaron con sus gritos pacifistas. Estaban radicalmente en contra del servicio militar obligatorio y de que el ejército tuviera tanto poder sobre la juventud. Al comprobar que los allí presentes les ignorábamos, se marcharon por donde habían venido. Su intento de boicotear nuestra incorporación a filas no tuvo éxito.

Y por fin, a las seis en punto de la tarde, se abrió la puerta metálica. Un par de soldados nos indicaron que pasásemos. Tuvimos que mostrarles nuestra documentación, la hoja de citación que nos enviaron por correo certificado. Debíamos acceder a las instalaciones de uno en uno, de forma ordenada.

De manera espontánea, nos pusimos en fila y recorrimos una avenida, flanqueada por cañones e hileras de árboles. En realidad, el Acuartelamiento de San Bernardo era como una ciudad autónoma dentro de la población de Jaca. En el perímetro militar se distribuían los diferentes pabellones que recordaban a la arquitectura típica de la montaña oscense.

De repente, se acercó el sargento Verdasco y nos pidió que nos pusiéramos en posición de firmes. Un soldado que estaba a su lado nos demostró cómo había que hacerlo. Aquel suboficial, joven y de rostro severo, comenzó a arengarnos. Tampoco recuerdo exactamente cuales fueron sus palabras; me perdonaréis si me invento algunas cosas para que esta historia adquiera un cierto ritmo narrativo:

¡Bienvenidos al Acuartelamiento de San Bernardo o Cuartel General de Montaña! Os podréis referir a vuestro cuartel con estos dos nombres, indistintamente. Acabáis de traspasar esa puerta que separa el mundo civil del militar. Os aconsejo, por vuestro bien, que hagáis todo lo que se os indique. No debéis opinar en nada, ni cuestionar ninguna orden; estáis en la mili y aquí se obedece y punto. Ahora vamos a acudir a la Oficina de Afiliación para que os tomen vuestros datos personales. En completo silencio, en perfecta formación y en posición de firmes me vais a seguir.

Es realmente curioso comprobar como en una situación de este tipo hasta el más indómito se somete a la voluntad del superior. Nadie hizo el más mínimo comentario al respecto, ni mostró el menor gesto de desaprobación. Como mansos corderos, caminábamos detrás del sargento.

En aquel tiempo, en las oficinas del acuartelamiento no había ordenadores; utilizaban unas máquinas de escribir de grandes dimensiones. A cada recluta se nos asigno un número de cuatro cifras; de esta manera se nos identificaría de manera más eficiente.

Nos fuimos distribuyendo por las distintas mesas y se nos preguntó por nuestra dirección, edad, nivel de estudios y creencias religiosas. Cuando le dije al soldado que me atendió que yo era "católico practicante" se sorprendió de la contundencia con que lo había confesado. Desde hacía años, ya no era obligatorio acudir a la misa de campaña que se celebraba los domingos en una explanada; la religión había quedado relegada al ámbito personal.

Después, fuimos conducidos a una sala que se me antojo de grandes dimensiones. No sé exactamente cuantos chicos estaban conmigo; no quiero dar un número exacto por miedo a confundirme en el cálculo. El sargento Verdasco de nuevo se dirigió a nosotros para darnos las instrucciones pertinentes:

-Vamos a hacer las cosas con rapidez y de forma eficiente. Las bolsas de viaje que lleváis las vais a vaciar por completo; un soldado os las registrará a fondo. Sabed que está expresamente prohibida la propaganda política, de cualquier partido o sindicato. Este tipo de documentación, se os requisará y no se os entregará hasta que terminéis la mili. Tampoco está permitida la pornografía; las revistas de guarras también deberéis entregárselas al soldado. Por supuesto, cualquier tipo de droga o estupefaciente (porros, cocaína, heroína y demás sustancias alucinógenas) son ilegales en el ejército español; en este caso, se procederá a su destrucción. Tampoco podéis portar armas blancas y mucho menos de fuego. ¿Os ha quedado claro, muchachos?
Todos los allí presentes respondimos con un "sí mi sargento". El suboficial continuó con sus explicaciones.

-Por ser la primera vez, no se tomarán medidas disciplinarias con aquellos que se encuentren en posesión de algún artículo prohibido. Sin embargo, a partir de ahora, al que se le pille en la taquilla publicidad política, pornografía o drogas tendrá que atenerse a las consecuencias; conozco a más de uno que ha terminado con sus huesos en una prisión militar. Os aconsejo, por vuestro bien, que no tentéis a la suerte y cumpláis escrupulosamente con la normativa.

Recuerdo que el soldado que me revisó la bolsa usaba gafas de concha negra. Yo, por supuesto, no llevaba ningún artículo o sustancia prohibida, no tenía nada que ocultar. Me enorgullezco de ser un hombre de bien, defensor a ultranza de la ley y el orden. Todos los departamentos de mi bolsa de viaje negra fueron rigurosamente inspeccionados. Tuve que darle la vuelta y enseñar el forro. Observé que aquel chico separaba mi ropa del resto de las pertenencias. El sargento Vidal nos explicó los motivos:

-Vosotros, jóvenes bien informados, sabréis que nuestro ministro de defensa, el ilustrísimo señor don Narciso Serra, ha decidido, de manera unilateral, que desde el pasado mes de enero todos los reclutas y soldados acudan al paseo vestidos de paisano; el uniforme, tanto el de vestir como el de faena, se usará únicamente en el cuartel. No soy yo quien para contradecir a todo un ministro. Sin embargo, el coronel de nuestro acuartelamiento ha decidido que la primera semana, tras vuestra incorporación a filas, saldréis a la calle luciendo el uniforme de bonito. De esta forma, os iréis acostumbrando a "vestir de caqui".

-En la etapa anterior, los reclutas y soldados se las ingeniaban para cambiar la ropa militar por la de paisano. Así evitaban ser interceptados por la policía militar y se libraban de las correspondientes sanciones por llevar barba, pelo largo, zapatos sucios etc. En Jaca, como en el resto de ciudades, había una serie de bares que hacían el negocio del siglo; tras cobrar cierta cantidad de dinero por sus servicios, guardaban en almacenes y trasteros la ropa de paisano de los sufridos militares de baja graduación. Para evitaros tentaciones, os vamos a requisar toda la ropa de civil, tanto la de vuestros equipajes como la que lleváis puesta. Me estoy refiriendo a los jerséis, camisas, camisetas, calzoncillos, calcetines, zapatos… Tan sólo podréis conservar con vosotros los útiles de aseo, libros, revistas, material de escritorio y demás. Vuestra ropa se guardara en una bolsa de plástico que lleva vuestro número y se os devolverá pasada una semana.

-Ahora, según os lo vaya indicando el soldado que os atiende, deberéis desnudaros por completo. Como vulgarmente se dice, os quiero ver en cueros, en pelota picada.

El muchacho de gafas me fue diciendo que me quitara los zapatos, el cinturón, la camisa blanca y por último… los pantalones.

Por unos pocos minutos, permanecí en ropa interior y sentí un cierto pudor. Era el único chico que usaba camiseta de tirantes a juego con el braslip calado. Menos mal que no hubo ningún comentario al respecto. Observé que algunos de mis compañeros se encontraban avergonzados, para ellos todo aquello era una experiencia tan nueva como humillante. Esta operación se realizó en un tiempo récord. El soldado me indicó que me quitara los calcetines; les dio la vuelta y me explicó que en algunas ocasiones servían para guardar pequeñas cantidades de droga. Por último, entregué mi camiseta y me tuve que bajar los calzoncillos, blancos, impolutos y recién estrenados aquella mañana. Vuestro narrador permaneció desnudo, en silencio y con la vista al frente.

No me percaté de si a alguno de mis compañeros le interceptaron sustancias prohibidas o documentación no permitida. Me encontraba demasiado centrado en hacer las cosas bien como para controlar lo que les ocurría a los demás.

Lo más denigrante de todo fue cuando el sargento nos explicó que se nos iba a revisar la región anal:

-Ahora que estáis desnudos, os vais a dar la vuelta; os quiero de espaldas al soldado que está realizando vuestro registro. A continuación, doblaréis la espalda y os separaréis las nalgas con las manos. Algunos de los reclutas que han pasado por aquí se creían muy listos; tuvieron la genial idea de introducirse en el ano una bolsita de plástico con cocaína. Así que, sintiéndolo mucho, se os va a realizar un tacto rectal.

Escuché como el soldado se enfundaba unos guantes de látex, de los que usan los médicos. Me pidió que me tranquilizara; si no hacía ningún gesto brusco, aquello no tenía porque dolerme. Me explicó que previamente me iba a aplicar vaselina, para evitar los desgarros, y que después procedería a la inspección.

Imaginaros a todos los jóvenes en aquella postura tan ultrajante. Tuve la suerte de que la revisión fue completamente indolora. Escuché algún gemido de mis compañeros. Verdasco nos pidió que no nos pusiéramos nerviosos. Comentó que en muchos aeropuertos internacionales este tipo de revisiones anales son muy frecuentes.




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