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INCORPORACIÓN A FILAS 3 by BARBERO MILITAR


Cuando terminó la inspección, se nos ordenó formar una doble fila, y a paso ligero, completamente desnudos, fuimos conducidos al recinto de las duchas. Como todavía no sabíamos desfilar, de vez en cuando nos tropezábamos con el compañero que teníamos delante.

Recuerdo que las paredes del cuarto de duchas estaban alicatadas hasta la mitad, con unas baldosas blancas biseladas. La parte superior aparecía pintada de blanco. Del techo colgaban unos inmensos focos, también blancos y de forma esférica, que se sujetaban por medio de unas barras metálicas.

Se nos entregó a cada recluta una toalla de color verde militar, con el anagrama del "Ejército Español" y una pastilla de jabón. Acto seguido, se nos ordenó que nos duchásemos a conciencia. Las instrucciones del sargento Verdasco fueron muy claras al respecto; aquel suboficial no se anduvo con remilgos ni utilizó eufemismos:

-Ahora os vais a quitar la roña de la vida civil. Con el agua bien calentita y frotándoos a fondo con el jabón, eliminaréis la costra, el sudor y los malos olores. No seáis pudorosos: restregaros a conciencia los pies, las axilas, los testículos, el pene, los glúteos y el ano… Pasaré revista para ver si lo habéis hecho bien.

Yo sujete el jabón con mis manos, como si me fuera la vida en ello. A alguno de mis compañeros se les resbaló la pastilla y recibieron un buen rapapolvo por parte de Verdasco.

Una vez estuvimos duchados, nos repartieron unas bolsas de tela verde, con nuestro número, para que introdujéramos en ellas la toalla mojada y el jabón. Las depositamos provisionalmente en el almacén de ropa. Allí nos proporcionaron las siguientes prendas para que las vistiésemos de inmediato:

-Un par de calzoncillos, tipo "braslip", de algodón blanco, altos de cintura y con bragueta.

-Una camiseta de manga corta de algodón blanco.

-Un par de calcetines negros finos y de canalé, estirados llegaban casi hasta la rodilla. Eran los que se utilizaban con el uniforme de paseo.

-Un par de zapatos negros, lisos, de cordones y chatos (los del uniforme de bonito)

El sargento Verdasco nos explicó que hasta que no se nos cortara el pelo, según el reglamento de la COE, no éramos dignos de vestir el uniforme, lo deshonraríamos con nuestras melenas. Por ese motivo, acudiríamos a nuestro siguiente destino en ropa interior.

Una vez que estuvimos en paños menores, volvimos a formar y abandonamos aquel almacén. Atravesamos el patio exterior. A esas horas, todavía el sol lucía con fuerza. Caminábamos en perfecta formación, marcando el paso y en doble fila.

Al vernos desfilar de aquella guisa, algunos de los soldados veteranos se arremolinaron para disfrutar de "el espectáculo". Los más espontáneos se reían sin disimulo de nosotros; otros agudizaban el ingenio y buscaban el lado cómico de esta denigrante situación:

-Caballeros, tienen ante ustedes a los nuevos fichajes del Real Madrid, el equipo merengue. Les rogamos que se abstengan de pedirles autógrafos y fotografías dedicadas.

Como bien sabréis, este equipo de fútbol viste uniforme deportivo de color blanco. Reconozco que la broma tuvo su gracia; a mí personalmente no me molestó. Sin embargo, en cuanto hizo acto de presencia el sargento Verdasco, los chistosos se dispersaron por miedo a ser represaliados. Ya nadie se reía de los nuevos quintos.

De repente, nos detuvimos junto a un pabellón. Me llamó poderosamente la atención que cada pocos minutos, por una puerta lateral, abandonaban las instalaciones algunos jóvenes, que al igual que nosotros se encontraban en ropa interior. Al principio, debido a que el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, apenas pude distinguir sus siluetas; el efecto de contraluz no me permitió ver sus rostros con nitidez. Sin embargo, según se fueron acercando, me quedé ojiplático; no terminaba de creerme lo que estaba contemplando: llevaban las cabezas completamente rapadas. Con la luz solar incidiendo directamente sobre sus cráneos, éstos se asemejaban a bombillas esféricas. Me imagine que se trataba de seres procedentes de otra galaxia, que abandonaban la nave espacial para instalarse en nuestro planeta. Al encontrase en paños menores, luciendo aquellos ridículos calcetines negros y mostrando la perfecta redondez de sus cabezas, parecían espectros venidos de otra realidad.

La formación de reclutas se había detenido y aparentemente nadie nos vigilaba; la disciplina se relajó. El más osado de mis compañeros se atrevió a realizar algunos comentarios. Tengo que advertir al lector que erró por completo en sus apreciaciones:

-¡No os preocupéis, colegas!, ¡qué no cunda el pánico! Estos pelones que estáis viendo son los que se han enrolado en la COE, por eso van tan rapados. Yo he consultado con un capitán amigo de mi padre y sé, de buena tinta, que no te pueden pelar al cero; está rigurosamente prohibido por las ordenanzas. Si nos hacen algo así, podríamos denunciar el hecho; les caería un buen puro a los mandos del cuartel…

No acababa de pronunciar estas palabras el sabelotodo de turno, del que no recuerdo ni su rostro ni su nombre, cuando se presentó por sorpresa el sargento Vidal. Para mí, este suboficial ha sido uno de los hombres más honrados y mejores personas que he conocido en mi vida, vaya esto por delante. Evidentemente, había escuchado la perorata de aquel gallito y decidió poner los puntos sobre las íes:

-Para vuestra información, os diré que los reglamentos militares prohíben afeitar la cabeza a un recluta o cortarle el pelo al cero sin una causa muy justificada pero del 0A no se dice absolutamente nada. Si te pasan por toda la cabeza la maquinilla con la cuchilla del 0 te queda una largura de 1 mm. El 0A o cero y medio, que sí está permitido, lo deja a 2 mm; la diferencia es inapreciable.

-Por cuestiones higiénicas, por disciplina y por comodidad, nuestro coronel ha decidido que todos los reclutas sean rapados al cero y medio, sin excepción; ¡ya veréis que fresquitos vais a estar! Este es un cuartel especial, dirigido por mandos de la COE, un cuerpo militar con un reglamento propio en materia disciplinaria y de uniformidad.

-Después de jurar bandera, podréis llevar el pelo algo más largo de arriba, un dedo aproximadamente; por detrás, sin embargo, tiene que ir al cero y medio y el cogote siempre al cero, para conseguir así una perfecta disminución del cuello. No os hagáis ilusiones, aquí no hacemos la vista gorda como en el cuartel de la Victoria. Todos los miércoles, a las cinco de la tarde, deberéis formar en el patio. Yo soy el encargado de pasaros revista; al que le pille con el pelo algo crecido, le enviaré a la barbería a paso ligero. Os aconsejo que os peléis todas las semanas para evitaros arrestos innecesarios.

Tras escuchar aquellas palabras, entré en trance. Precisamente, si aquella misma mañana me había cortado el pelo en una barbería civil era porque temía que no me pelaran tanto como yo quería. En los últimos tiempos, la disciplina en materia capilar se había relajado mucho en los cuarteles; ya no era frecuente ver a los reclutas bien peladitos. En ese preciso momento, asumí que para un fetichista del pelo rapado, como me autodefino, el Acuartelamiento de San Bernardo era el lugar idóneo para cumplir el servicio militar. Evidentemente, no me iban a llamar la atención por haberme cortado el pelo en exceso; el barbero que me atendió por la mañana estaba completamente confundido, sus temores eran infundados. Decidí gozar de todo aquello y vivirlo como un momento histórico en mi vida.

Sin embargo, todavía me quedaba una grata sorpresa. De repente, el sargento Vidal se dio la vuelta y me miró fijamente. Acto seguido se dirigió a mí:

-Por cierto, tú llevas el pelo muy bien cortado, te felicito. ¿Dónde te lo han hecho?

Vuestro humilde servidor se puso en posición de firme. Antes de incorporarme a filas me aprendí todo lo relacionado con los galones; sabía, con certeza, que estaba hablando con un sargento pero con los nervios del momento metí la pata:

-En una barbería que hay en la calle Mayor, esta misma mañana, señor.

El sargento Vidal me enmendó la plana:

-Cuando te dirijas a un superior, nunca le llames señor; no te has enrolado en el cuerpo de marines. Estas cosas os pasan porque veis demasiado cine americano. En el ejército español se dice "sí mi sargento, mi teniente, mi capitán…" ¿te queda claro?

Yo, sin mover un músculo de mi cara y con la vista al frente, respondí:

-Sí mi sargento, le pido disculpas por la equivocación.

Vidal, apoyó su mano sobre mi hombro y me dedicó una amplia sonrisa. Entendí que se había olvidado del percance. Sin embargo, sus recriminaciones no habían terminado:

-Tengo que comunicarte que has malgastado tu dinero. Como el resto de tus compañeros vas a ser rapado con la maquinilla del cero y medio; todo el pelo de tu cabeza va a tener una largura de tan sólo dos milímetros. ¿Has visto la película "La chaqueta metálica"? ¿te acuerdas del pelado que les metían a los reclutas?

Yo respondí de inmediato:

-Si mi sargento, en el cine un par de veces y también me la he comprado en vídeo.

Entre paréntesis, os comentaré que la escena inicial de esta cinta es magistral; se filmó, con incomparable maestría, uno de los cortes de pelo más memorables de la historia del cine. El sargento, que no paraba de sonreírme, con cierta ironía, apostilló:

-Todavía te va a quedar un poco más cortito que a los reclutas de esta película. Cuando te toques el coco, te dará la sensación de estar acariciando papel de lija.

A traición, me pasó la mano por detrás de la cabeza; sentí esa sensación extremadamente placentera de la que ya os he hablado anteriormente. Al entrar sus dedos en contacto con la punta de mis milimétricos cabellos, pude escuchar ese sonido tan peculiar: ras, ras, ras..

El sargento Vidal se dio la vuelta y se alejó de nosotros. El grado de excitación en que me encontraba estaba alcanzando su punto álgido. Me hubiera gustado que alguien, con un videocámara de la época, hubiese realizado un reportaje sobre mi primer día de incorporación a filas; sería un documento de gran valor histórico, algo digno de conservar para la posteridad.

Cada pocos minutos, algunos de mis compañeros penetraban en el pabellón. La fila avanzaba y por fin se detuvo junto a una de las ventanas; como hacía calor ésta permanecía abierta. Ningún superior merodeaba por allí y me atreví a curiosear, manteniendo siempre la debida discreción. Se escuchaba el incesante zumbido de las maquinillas. Me recordó al sonido producido por un enjambre de abejas furiosas, dispuestas a atacar, a devorar el cabello de los sufridos quintos.

Junto a la ventana, y ejerciendo de barbero sádico, se encontraba un muchacho de baja estatura al que apodaban Charnego; procedía de un barrio barcelonés marginal llamado Sant Andreu. Aquel chaval resultó ser un inadaptado social, alguien que se buscaba constantemente problemas, demasiado conocido por los mandos. Como castigo por su insolencia, se licenció unos meses más tarde de lo que le hubiera correspondido por ley. Charnego siempre pretendía llamar la atención, le gustaba dar que hablar a los demás. Una de sus gracias más celebradas consistía en cortarle con la tijera un gran mechón de pelo a los que el denominaba "sus víctimas". Como si fuera un trofeo taurino, lo enseñaba a la "concurrencia", al igual que los toreros exhiben las orejas y el rabo. Cuando alguno de lo nuevos reclutas llevaba el pelo más largo de la cuenta, Charnego se las ingeniaba para que cayera en sus manos y así poder despacharse a gusto con el melenudo en cuestión.

De repente, me encontré en el interior de la barbería. Había seis sillones, estilo años setenta, distribuidos en forma de L por la estancia; normalmente, se utilizaban tan solo tres, pero la llegada de los nuevos reclutas exigía medidas excepcionales. El destino de peluquería se asignaba a tres barberos oficiales, normalmente se trataba de profesionales en la materia. El día que se incorporaban los nuevos quintos, se hacía imprescindible reforzar el servicio; para ello se recurría a voluntarios, que en el mejor de los casos eran simplemente peluqueros aficionados. Aquellos sillones estaban tapizados de piel sintética negra y disponían de un sistema hidráulico que permitía al barbero elevar o rebajar el asiento, según conviniese.

Las paredes de la peluquería habían sido forradas con tablas de madera clara. El único adorno de aquella habitación era un cuadro de escaso valor artístico. En este lienzo se representaba un paisaje montañoso idealizado; en primer plano, aparecían unos ciervos de extraordinaria cornamenta. Aquella decoración me recordó a la de los tradicionales refugios pirenaicos; por este motivo, muchos de los soldados nos referíamos a la barbería como la cabaña.

Cada pocos minutos, un recluta pelón abandonaba uno de los sillones. De inmediato, era reemplazado por otro mozo al que había que despojar de su cabellera. La espera fue corta y permanecí todo el tiempo de pie. Como os podéis imaginar, no perdía detalle de lo que allí sucedía; me costó centrar mi atención. Seis barberos trabajaban a destajo; no sabía muy bien hacia donde mirar. Se les distinguía del resto de militares por la bata blanca de algodón que usaban encima del uniforme de faena. Charnego continuaba con sus bromas pesadas. A los sufridos quintos que caían en sus manos, les rapaba media cabeza, dejándoles el resto del cráneo cubierto de pelo; después de soltar una siniestra carcajada, terminaba de pelarlos al cero y medio.




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