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INCORPORACIÓN A FILAS 4 by BARBERO MILITAR


Por fin me llegó el turno para ser "despiojado". Me atendió un joven catalán, llamado Jaume; en la vida civil, ejercía de barbero, junto a su padre, en una peluquería de caballeros del ensanche barcelonés. Entablé cierta amistad con él. Cuando terminé la mili, en vacaciones, solía acudir a su barbería para que me "volviera a pelar como indicaban las ordenanzas del COE". Nos gustaba recordar el pasado. Gracias a él, aprendí la técnica básica para realizar un perfecto corte de pelo a maquinilla; la tijera jamás la usé. No os sorprenderá saber que en dos ocasiones me ofrecí como voluntario para rapar a los nuevos reclutas. Sin embargo, aquella tarde de julio, era yo el manso cordero al que iban a esquilar.

Me senté en el sillón todavía caliente. Me estiré los calcetines para que me llegaran a la altura de la rodilla. Sin mediar palabra, Jaume me colocó una capa blanca de nailon. Hizo algún comentario del tipo:

-Macho, tú llevas el pelo bien corto; te han hecho un buen trabajo. Es una pena pero te lo voy a tener que cortar todo al rape.

Las maquinillas que se usaban en el Acuartelamiento de San Bernardo eran de la marca Thrive, modelo 808. Se trataba de herramientas muy potentes, a las que se les sometía a un uso intensivo. Recuerdo su carcasa negra, fabricada en un plástico rígido, de forma redondeada y con estrías. Se conectaban a la red eléctrica por medio de un cable grueso y largo; si no se tenía cuidado, solía enrollarse como si fuera una serpiente. En realidad, este modelo de maquinilla no era otra cosa que una versión japonesa, más económica, de la célebre Ã"ster 76 americana. En aquella barbería también se disponía de varios juegos de cuchillas, metálicas e intercambiables, que se acoplaban fácilmente a las máquinas. Para el rapado de los reclutas, tan sólo se utilizaban dos cuchillas: la del 0A, que dejaba una largura de pelo de 2 mm y la del cero, usada exclusivamente para apurar el cuello, que lo cortaba a 1 mm.

Y por fin el barbero barcelonés prendió la maquinilla. Pude escuchar aquel zumbido, estridente y agudo, que me avisaba de la eminente ejecución de mi cortísimo cabello. Me la acercó a la frente y me la metió por la zona central del cráneo. Al sentir la vibración de la cuchilla me estremecí. Aquello no era una de mis fantasías, no estaba soñando: el joven que se reflejaba en el espejo era realmente yo, convertido en un recluta de carne y hueso.

Pude comprobar que, tras el paso de la esquiladora, mi pelo salía despedido, a gran velocidad, casi siempre hacia los laterales. Cada poco tiempo, Jaume movía la maquinilla en el aire, con el fin de eliminar los mechones que se habían quedado incrustados en la misma. Mi cabeza fui adquiriendo una forma esférica, con cabellos cortados a 2 mm que parecían cabezas de alfileres. Ganas me entraron de acariciarme el cráneo, de sobarme aquella testa monda y lironda. Sin embargo, me contuve por prudencia; a toda costa, quería evitar una reprimenda por tomarme demasiadas confianzas.

Con un cepillo alargado, de los de mango de madera, el barbero eliminó los pelillos que se me habían quedado incrustados en el cuero cabelludo. Todavía quedaba el remate final. Observé como Jaume sustituía la cuchilla del 0A por la del cero. Me inclinó ligeramente la cabeza hacia adelante y comenzó a subirme la esquiladora. Noté la fría cuchilla deslizándose por mi cuello. De nuevo sentí aquel cosquilleo vibrante y entré en un estado de éxtasis, experimente un placer indescriptible, mis sentidos se turbaron; me hubiera gustado detener el tiempo, y vivir una y otra vez aquella experiencia irrepetible. Al pasarme la maquinilla por la zona de las patillas, observé como estas se esfumaban; un milímetro de cabello es apenas una sombra, algo casi imperceptible. Por último, remató la faena con otro cepillo, de los que esparcen polvos de talco. El trabajo del barbero militar había concluido. Aquella cabeza que parecía una bola de billar, tan esférica como un balón de reglamento, era la mía.
No me pude recrear contemplando mi nueva imagen, apenas pude echar un vistazo fugaz en el espejo. Una vez que me despojaron de la capa, abandoné aquel sillón a gran velocidad, como si tuviera un muelle en el trasero. Decidí arreglarme la ropa interior; me introduje la camiseta por dentro de los calzoncillos; al haber estado sentado, el braslip se me había desplazado hacia abajo. De nuevo me retoqué los calcetines, subiéndomelos hasta la rodilla.

Observé que una montaña de pelos se acumulaba en el suelo. Las botas de los barberos se tropezaban constantemente con los mechones; no había tiempo para barrer los restos de aquel naufragio capilar. Al salir al exterior, me deslumbraron los últimos rayos de sol. Se nos indicó que acudiésemos, a paso ligero, al almacén de ropa.

Como anécdota, os contaré que uno de mis compañeros tuvo que soportar estoicamente una broma de los veteranos: le pasaron un resguardo de la lotería primitiva por su cabeza recién pelada. Aseguraban, entre risotadas, que les traería suerte.

Por fin, me entregaron el resto de las prendas de vestir y los complementos: correajes, calzado, ropa interior y de deporte... Por primera vez, lucí el uniforme de faena, confeccionado con una tela de camuflaje. Las botas de media caña no parecía que me hicieran daño. Me coloqué la visera y me dirigí, como el resto de mis compañeros, a los barracones destinados al alojamiento de los nuevos reclutas. Allí introdujimos nuestras pertenencias en las taquillas que nos habían asignado.

Los servicios se encontraban junto a los dormitorios. En cuanto pude acceder a ellos, me dirigí a la sección de los lavabos, encima habían instalado varios espejos. Mientras observaba mi nueva imagen, me acariciaba la cabeza, una y otra vez, sin poder parar, de una manera un tanto obsesiva. Por detrás, en la zona que me habían pasado la maquinilla del número cero, aún raspaba más. Algunos de mis compañeros preferían no mirarse en el espejo porque sentían angustia al verse tan esquilados. Por lo bajinis, comentaban que aquello era un atropello, una flagrante injusticia. Otros se reían y bromeaban sobre el tema. Acariciarse el coco se convirtió en un divertimento para muchos de los nuevos reclutas.

Al día siguiente, antes de desayunar y después de pasar por las duchas, acudimos a la revista médica. De nuevo, nos tuvimos que quedar en ropa interior. Exhibimos sin pudor aquellos braslip blancos, inmensos, tan pasados de moda en los años ochenta. Lo más humillante fue el tenerse que descapullar delante de los sanitarios. A más de un recluta le apuntaron en una lista de espera para ser operado de fimosis en el hospital militar. Casi todas las vacunas nos las pusieron en los brazos, salvo una de ellas, la más dolorosa, que nos la inyectaron en las nalgas.

Tras acudir al comedor para desayunar, realizamos los test psicológicos. Pretendían conocer nuestro coeficiente intelectual para asignarnos el destino más adecuado a nuestras capacidades, en el que sirviésemos de manera mas eficiente a nuestra patria.

Muy resumidamente, a modo de apéndice, haré mención a tres aspectos relacionados con los cortes de pelo militares del Acuartelamiento de San Bernardo.




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