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INCORPORACIÓN A FILAS 5 by BARBERO MILITAR


Miércoles por la tarde. Destino Barbería

Todos los días, a eso de las 18 horas, los soldados de San Bernardo, salvo los arrestados, abandonábamos el cuartel para disfrutar de nuestro tiempo de descanso. Aunque vestíamos con ropa de paisano, existían algunas normas que había que cumplir a rajatabla: no estaba permitido llevar camisetas de tirantes, en aquel tiempo muy de moda, ni pantalones cortos, ni calzar chanclas o sandalias; por supuesto, los percing y pendientes estaban rigurosamente prohibidos. Sin embargo, el conocido como "sargento de puertas" se preocupaba principalmente de dos cosas: de que los jóvenes militares llevásemos el rostro perfectamente rasurado y de que nuestro corte de pelo fuese lo suficientemente riguroso.

En la puerta de salida, cuando comenzaba el tiempo de paseo, siempre se encontraba este suboficial encargado de controlar la disciplina. Existía un truco para evitar que te echase el alto y fueras arrestado por cualquier nimiedad: todos los soldados formábamos grandes grupos a la hora de abandonar las instalaciones militares; salíamos en tropel, escopetados y a gran velocidad. Esta masa informe de jóvenes, desplazándose muy deprisa, impedía al sargento concentrarse en su tarea; digamos que tenía que conformarse con ejercer un control aleatorio y detener tan solo a unos pocos soldados.

Todo aquello me recordaba a lo que les ocurre a las manadas africanas de ñus. Durante los movimientos migratorios, suele ser frecuente que estos antílopes se vean obligados a cruzar un gran río, con las aguas infectadas de cocodrilos. Para protegerse del enemigo, recurren a su instinto gregario:
con del fin de confundir a los hambrientos reptiles, se agrupan en manadas, compuestas por cientos de individuos, y se desplazan a gran velocidad. Aquellos ejemplares que se separan del grupo son las presas favoritas, las escogidas para ser devoradas por los saurios.

Cuando el cargo de sargento de puertas lo ejercía Vidal, muchos de mis compañeros se echaban a temblar; querían escaquearse de tener cortarse el pelo como un marine. Yo, sin embargo, solía pasar junto a él, sin ningún temor. Tenía plena confianza en superar el control de salida porque siempre cumplía estrictamente con el reglamento. En alguna ocasión, llegamos a cruzar algunas palabras. Me recordó que al día siguiente, jueves, pasaría revista de uniformidad. Yo le expliqué que, aquella misma tarde, tenía planeado acudir a la barbería de la calle Mayor para cortarme el pelo bien corto. Me sonrió y me dijo algo así:

-Ya sabes, dile al barbero que te lo ponga bien rapado de atrás; que te lo corte al milímetro y que te suba la maquinilla hasta arriba; mañana os voy a revisar a todos con lupa. Sigue dando buen ejemplo a los demás soldados.

Aquellas palabras me reconfortaron y me elevaron la moral ; era evidente la alta estima en que me tenía mi superior. Muchos de mis compañeros, aprovechándose de que el sargento Vidal estaba entretenido conmigo, consiguieron burlar el control de salida, sin el menor de los problemas. Solían formarse grandes tapones en la puerta metálica; eran frecuentes los atascos y empujones para conseguir abandonar cuanto antes el recinto cuartelero. Existía un dicho popular entre la tropa: "maricón el último que salga"

Yo prefería acudir solo a la barbería; únicamente, en un par de ocasiones, lo hice en compañía de algún amigo del cuartel. Me recuerdo a mí mismo bajando, a paso ligero, por la Avenida de la Escuela Militar de Montaña. Después continuaba por la calle Zocotín hasta desembocar en la calle Mayor.

Normalmente, no me tocaba esperar demasiado para ser atendido. Cogí por costumbre que fuera el oficial joven el que se ocupase de mí. Nuestras relaciones mejoraron con el paso de tiempo. Nos tratábamos de tú, pero jamás nos llamamos por el nombre de pila. Una vez que me licencié, perdí todo contacto con los barberos jacetanos. Por diversas razones, no he vuelto a Jaca; es un viaje que tengo pendiente. Seguramente aquella legendaria barbería ya no existirá, o se encontrará totalmente cambiada. El padre, por motivos de edad, casi seguro habrá fallecido.

El miércoles 3 de agosto, justo ocho días después del rapado de ingreso, regresé al establecimiento de la calle Mayor. Los dos oficiales estaban ocupados con sendos clientes y yo tomé asiento, a la espera de ser atendido. El más joven me miró fijamente en un par de ocasiones, sin hacer ningún comentario. Espero a que me tocase el turno para expresar su sorpresa:

-Oye, perdona, ¿tú no eres al chico que pelé a cepillo el otro día para la mili?

Le respondí afirmativamente y continuó mostrando su extrañeza por mi presencia:

-Macho, vendrás a saludarnos, porque lo que es a cortarte el pelo…

Yo le expliqué que había caído en un cuartel controlado por el COE y que, por mucho que le sorprendiese, el sargento de puertas me había ordenado raparme por detrás. A las 21 horas, debía presentarme en el puesto de mando, junto con otros compañeros, para que él comprobara que habíamos obedecido sus órdenes. En realidad, acudí a pelarme por iniciativa propia; me inventé aquella historia del sargento severo para que no se opusieran a mis deseos. Quería que un maestro barbero le diera forma a mi corte de pelo. Había decidido, por mí mismo, que se debía diferenciar entre el cuello, casi afeitado, la parte trasera, bien rapada y la zona superior, en la que luciría el pelo un poco más largo.

También le conté que, a pesar de las precauciones que había tomado, no conseguí librarme de pasar por la barbería de tropa; allí me raparon toda la cabeza con la maquinilla del cero y medio y me apuraron el cogote con la del cero.

El joven barbero montó en cólera contra lo que el calificó como "trato inhumano y denigrante". No entendía como, a finales del siglo XX, se podían cometer este tipo de atropellos. Calificó aquellas normas higiénicas de salvajada, más propia de un régimen totalitario que de un país civilizado. Me contó que en el bar Esteban, del que era cliente habitual, había visto grupos de reclutas rapados prácticamente al cero. Algunos de los allí presentes los miraban con lástima; les escandalizaba que a los pobres reclutas se les humillara de aquella forma.

Insistí en que, para evitarme un arresto, tenía que apurarme el cogote con la maquinilla del cero. Hasta la altura de la coronilla debía cortármelo al cero y medio. De arriba, casi mejor que no me lo tocara, porque estaba autorizado a llevar un dedo de largura. Me hacía cargo de que atender a un cliente como yo, realizar este tipo de trabajos tan burdos, no resultaba agradable para un profesional. Incluso le garanticé que no mencionaría su local, para no dar lugar a comentarios despectivos o burlas.

Aquel treintañero, al verme tan humilde, tan manso, se apiadó de mí. Quiso consolarme:

-No te preocupes por mí. Para este oficial de barbería tú eres lo único importante. Te lo cortaré lo mejor que se puede, con el esmero que mereces; no escatimaré esfuerzos y te dedicaré todo el tiempo que sea necesario. Para mí esto se ha convertido en una cuestión de amor propio. Te garantizo que no vas a salir de esta peluquería con ningún trasquilón. Le vas a demostrar a ese tirano de sargento lo que es un trabajo fino, realizado por un profesional. Me sabe muy mal por ti que te cortaran todo el pelo al rape. Todas las precauciones que tomaste, para ahorrarte el vejatorio rapado de ingreso, no te han servido para nada. Te han dejado todo el coco pelado, sin rematar el trabajo como es debido, como si fueras un vulgar delincuente. Por supuesto que me tendrás aquí siempre que lo necesites. Considérate un cliente y un amigo.

Aquel aragonés, tozudo como el solo, demostró ser un tipo de gran catadura moral, alguien dispuesto a ayudarme. Se esforzó por hacer un trabajo fino, por darle una perfecta forma cuadrada a las patillas, por hacerme una disminución del cuello muy marcada.

El padre también opinó sobre la cuestión:

-A lo que le han hecho a usted en el cuartel no se le puede llamar corte de pelo, más bien es una venganza; le han metido un rapado infame, como los que les hacía la guardia civil a los gitanos que robaban gallinas. Ha hecho usted muy bien en venir por aquí. Tenemos que darle forma a ese pelado. Un principio básico de la peluquería de caballeros es que siempre hay que dejar el cabello más corto por detrás que en la zona superior.

Y visité, semana tras semana, miércoles tras miércoles a aquella pareja de oficiales de barbería. Ya no tenía que darles explicaciones, sabían perfectamente cual era el reglamento.


Revista de Uniformidad

Recuerdo, con un cariño especial, las revistas de los jueves. Debíamos vestirnos con el uniforme de paseo y formar, a las cinco en punto de la tarde, en varias filas, junto a la explanada de acceso a nuestro barracón. Las normas eran muy explícitas en lo referente al aseo personal y mantenimiento del uniforme: los zapatos tenían que estar relucientes, como dos espejos; los pantalones encajados en la cintura y bien planchados; la camisa de color beis impoluta, introducida dentro del pantalón y completamente estirada; la corbata recta y con el nudo doble; los botones de la guerrera brillantes, como si fueran de oro de 24 quilates; con el brazo derecho, formando un ángulo recto, sujetábamos la boina; el rostro había que llevarlo perfectamente rasurado, sin sombra de barba y el cabello cortado según establece el estricto reglamento del COE.

El sargento Vidal hacía acto de presencia a la hora convenida; él era el suboficial encargado de realizar dicha revista. Se introducía por entre las filas e inspeccionaba, uno a uno y de frente, a cada soldado de una manera meticulosa, controlando cada detalle. Siempre nos advertía de cuales eran nuestros fallos; nos brindaba la oportunidad de corregirlos. Tan sólo arrestaba a los reincidentes, a aquellos que mostraban desinterés por cumplir con las ordenanzas.

Solía llevar un trozo de algodón en el bolsillo. Cuando consideraba que unos de sus chicos no lucía un afeitado lo suficientemente apurado, le pasaba la guata por la cara. Si quedaban fragmentos de algodón en el rostro, le ordenaba rasurarse, en cuanto se rompiese la formación. Antes de salir de paseo, debía presentarse ante él, para comprobar que su orden había sido obedecida.

Finalmente, para continuar con la revista, se desplazaba por la zona trasera de las filas; avanzaba de una manera sigilosa, como si fuera un felino al acecho. Al escuchar su respiración, al notar como exhalaba su aliento en mi cuello, sabía que encontraba detrás de mí. Evidentemente, no podía mirarle, ni siquiera de reojo; la obligación de todo soldado en formación es mantener la vista al frente. Había llegado el momento de rendirle cuentas. Me recuerdo a mí mismo, expectante y temeroso de contravenir alguna de las ordenanzas. Sentía tanto aprecio por aquel sargento que deseaba agradarle en todo, no podía decepcionarle.

De repente, casi a traición, sentía sus dedos deslizándose por mi cuello; mi sargento tenía la manía de pasarme la palma de la mano a contrapelo. Mientras inspeccionaba mi corte de pelo de forma táctil, en el preciso instante en que escuchaba como las yemas de sus dedos entraban en contacto con mis milimétricos cabellos, me estremecía para mis adentros; por supuesto, exteriormente no mostraba la más mínima emoción; permanecía impertérrito, en posición de firmes, sin alterar ni un solo músculo de la cara.

El sargento Vidal también se servía de la vista para comprobar que el cabello había sido cortado con el rigor que exigían las ordenanzas. Según sus propias palabras, se nos tenía que transparentar el cuero cabelludo, por detrás y en los laterales, como signo de limpieza, aseo y disciplina. La disminución del cuello la quería perfectamente difuminada. Las patillas debían estar bien perfiladas, cortadas de forma cuadrada y horizontal; nunca debían descender por debajo de la altura media del pabellón de la oreja.

En más de una ocasión, me felicitó públicamente por mi "riguroso e impecable corte de pelo"; me solía poner como ejemplo delante de los demás soldados. Yo no podía expresarle mi agradecimiento; iba en contra de las ordenanzas hablar en la formación. Sin embargo, en mi interior me sentía henchido de orgullo, profundamente satisfecho conmigo mismo. Estos elogios que me dedicaba mi sargento me compensaban con creces del tedio que me provocaba la monótona vida cuartelera. Durante toda la semana, esperaba con ilusión la revista de los jueves, se había convertido en reto personal para mí; quería ser el mejor de todos los inspeccionados, el soldado ejemplar.

Por el contrario, a bastantes de mis compañeros les recriminaba por llevar el pelo más largo de lo permitido. En la mili solía practicarse lo que se conocía popularmente como "la prueba del bolígrafo": el superior te pasaba el clásico bolígrafo de plástico, marca BIC, por la zona trasera de la cabeza. Si el pelo montaba era señal de que estaba excesivamente largo y debías acudir a la peluquería sin más dilación. Sin embargo, en mi cuartel se utilizaba una variante de dicha prueba. El sargento Vidal extraía la finísima barra que contiene la tinta del bolígrafo, desechando la caña del artefacto; la desplazaba meticulosamente por el cogote, de abajo hacia arriba; obviamente, para que el pelo no sobresaliese debía haber sido cortado al rape en esa zona.

Para el sargento Vidal cualquier ocasión era buena para "enviar a la barbería" a alguno de sus subordinados. Utilizaba con frecuencia la siguiente expresión: "os quiero ver a todos con el pelo bien corto". Estoy convencido de que su celo por mantener la disciplina en materia capilar iba más allá del simple cumplimiento del deber. En muchas ocasiones, comprobé como aquel caballero se recreaba, de manera morbosa, al imponer a sus hombres cortes de pelo extremadamente rapados.

A los chicos rubios los controlaba todavía más porque, según él, al tener el cabello claro podían disimular mejor la largura de su pelo. Sin embargo, hay un hay un hecho que me desconcierta: Vidal jamás usó el pelo excesivamente corto; no se le transparentaba el cuero cabelludo, nunca predicó con el ejemplo.

Por desgracia, cuando me licencié, el miércoles 18 de julio de 1990, no pude despedirme del sargento Vidal porque se encontraba realizando un cursillo de suboficiales en Zaragoza. Jamás he vuelto a saber nada de él, no he tenido ninguna noticia suya. Ni siquiera conozco su nombre de pila; todos nos referíamos a él simplemente como el sargento Vidal. Mis esfuerzos por localizarlo, a través de internet, han sido vanos. A veces fantaseo con la idea de que recibiré un mensaje suyo. Tal vez, de vez en cuando, lea algún relato en The Haircut Story Site y se dé por aludido.



BARBERO MILITAR AUXILIAR


Al tener estudios universitarios, fui destinado a las oficinas del acuartelamiento. En horas de faena, me dedicaba principalmente a rellenar informes, con aquellas máquinas de escribir tan pesadas. Aquel trabajo me resultó bastante cómodo. Jamás me busqué problemas y por ese motivo apenas tuve un par de arrestos. Estos castigos los sufrí durante mi período de instrucción como recluta; tan sólo me quede sin permiso de salida. Este tipo de percances no pasaban a ningún informe porque no se consideraban faltas graves. Estoy convencido de que mi expediente militar es inmejorable, no hay ningún baldón que ensucie mi hoja de servicios

Como ya os he comentado, cuando me enteré de que se necesitaban barberos auxiliares para rapar a los quintos, me ofrecí de voluntario. El sargento Vidal me animó a ello; estaba convencido de que realizaría ese trabajo con gran profesionalidad. Además, tampoco existían muchos jóvenes dispuestos a pasarse un día entero encerrados entre cuatro paredes, esquilando a los corderitos recién llegados; nadie quería sacrificar su tiempo de paseo. En caso de que no se presentasen suficientes candidatos, el teniente de nuestra compañía tenía la potestad de elegir a cualquiera de sus subordinados para que realizasen esta tarea.

Otros de los soldados veteranos, varios amigos míos entre ellos, tuvieron que inspeccionar los equipajes de los recién llegados. Menos mal que los chicos solían acudir bien aseados; lo más delicado y desagradable era tener que realizarles el tacto rectal, para evitar cualquier tráfico de drogas en nuestro cuartel.

Yo sólo trabajé como auxiliar de barbería en dos ocasiones: con la llegada de los reemplazos del mes de noviembre y el de marzo. A pesar de la profunda emoción que experimente por ejercer como barbero, éste es uno de los episodios que peor recuerdo de mi estancia en el cuartel. He reflexionado sobre el tema: creo que mis lagunas mentales se deben a que recibí demasiados estímulos en muy poco tiempo; mi mente no supo procesar, de forma adecuada, todo lo que viví en aquellas horas tan especiales. Me hubiera gustado cortar el pelo a un recluta por día, a lo sumo atender a dos o tres. De esta forma, hubiese disfrutado al máximo, podría haberme recreado en cada detalle y hacer una ficha mental de los jóvenes que caían en mis manos.

Conseguí que un chaval rubio de Zaragoza, el único que recuerdo con melenas, fuera a parar a mi sillón. Charnego, que todavía no se había licenciado, no pudo arrebatármelo. El joven maño me miró con cara de susto y yo intenté tranquilizarle:

-Tú no te preocupes, el pelo cuanto más lo rapas más fuerte crece.

El rubiales me miró con cara de incredulidad y respondió:

-Habrá que hacer un acto de fe. A ti desde luego no te luce mucho el pelo. ¿Hay que llevarlo así de esquilado o lo haces por gusto?

Mientras le envolvía con la capa blanca le expliqué como funcionaban las cosas:

-No sé si lo sabrás pero a los mandos de la COE les gusta vernos bien pelones; hazte la idea de que eres un marine americano. No te vas a poder agarrar del pelo hasta dentro de un año. Tengo orden de cortártelo todo a 2 mm.

Cuando el zaragozano vio como le metía "la moto" por su frente se estremeció; lo recuerdo pálido como un muerto, con una rigidez poco natural. Evidentemente, no estaba disfrutando con aquello, más bien al contrario, se le notaba tenso y hasta angustiado; tenía la mirada perdida, como si quisiera evadirse de la incómoda realidad. Sus largos mechones rubios se quedaron esparcidos por el suelo, mezclados con el resto de pelo de los otros reclutas. A este joven le perdí la pista pronto, creo que fue destinado a la sección de automoción.

Jaca se encuentra en la zona pre-pirenaica y a partir de finales de otoño el frío arrecia. Entre los meses de diciembre y febrero son frecuentes las nevadas. Para evitar que los soldados nos congelásemos de frío, se nos proporcionaron tres juegos de ropa interior térmica, en color verde militar. La camiseta, de manga larga, tenía cuello redondo y un dibujo de canalé muy marcado. Los calzoncillos, haciendo juego, eran tan largos que llegaban hasta los tobillos; se les conocían popularmente como "marianos". En el almacén tenían orden de suministrarnos una talla más pequeña de la que en teoría necesitábamos. Se pretendía que esta prenda se nos ajustase bien a las piernas y nos protegiese el vientre y la zona lumbar. El sargento Vidal solía comentarnos que aquellos calzoncillos y la camiseta tenían que ser como una segunda piel; cuanto más pegados los llevásemos al cuerpo, mayor sería el efecto térmico y más calentitos estaríamos.

Los muchachos del reemplazo de noviembre acudieron a la barbería vistiendo la ropa interior térmica. No sintieron frío cuando tuvieron que atravesar, en paños menores y en perfecta formación, el patio del acuartelamiento; de esta guisa se presentaron en la barbería de tropa para recibir su primer rapado. Los calzoncillos, al igual que la camiseta, habían sido fabricados en un tejido muy fino; contenían una elevada proporción de licra para que se ajustasen perfectamente a la piel. Aquellos jóvenes parecía que vestían las antiguas calzas utilizadas por los caballeros medievales o renacentistas.

Al igual que nos ocurrió a los de la anterior promoción, calzaban los zapatos del uniforme de paseo. Los calcetines negros, finos y de canalé apenas se distinguían porque se los tuvieron que introducir por dentro de los calzoncillos.

El frío no era excusa para cumplir con la normativa COE en lo referente al corte de pelo. Al igual que al resto de reemplazos, les rapamos toda la cabeza al cero y medio y les apuramos el cuello con la maquinilla del cero. Los nuevos reclutas que se incorporaron en marzo, volvieron a usar los tradicionales braslip y la camiseta de manga corta, para acudir a la barbería de tropa.

Escribir este relato me ha permitido viajar en el tiempo. He hecho un esfuerzo considerable para rescatar algunos recuerdos enterrados en lo más profundo de mi mente. La cuestión es establecer hasta que punto he sido objetivo en mis descripciones. Creedme que he intentado, con toda mi alma, ser lo más fiel a la realidad. Perdonadme, si de manera involuntaria, en algún momento, he dejado volar mi imaginación.




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