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EL REBELDE by BARBERO MILITAR


EL REBELDE

Corría el mes de junio de 1967. Juan Gregorio del Olmo Sarasola, un chaval de catorce años, no quería cortarse el pelo. La razón que esgrimía era muy simple: sus mejores amigos se habían apuntado a un grupo de rock and roll y optaron por lucir el cabello largo, como signo de modernidad, expresando así su rebeldía frente al mundo; él quería ser uno de ellos, formar parte de aquel movimiento juvenil de melenudos.

El padre de Juan Gregorio, conocido como don Gregorio, no estaba dispuesto a consentir aquel capricho de su único hijo. Se había quedado viudo y toda su preocupación era educar a su muchacho de la mejor manera posible; quería que se convirtiera en un hombre de provecho. Con aquel aspecto desaliñado, no iba bien encaminado; era necesario reconducirlo por el buen camino.

Actuó con astucia. Le pidió a Juan Gregorio que le acompañase a la ferretería; después le invitaría a uno de esos helados dobles que tanto le gustaban. El chaval no sospechó nada. Pasaron junto a una vieja barbería, el Salón de Caballeros de Andrés Cantero, y don Gregorio le dijo a su hijo:

-Juan Gre, mira que oportunidad tenemos de cortarnos el pelo. Ahora no hay prácticamente nadie. Así estarás más fresquito para el verano; no paras de sudar. Ese flequillo tan largo te tiene que molestar.

-Papá, -respondió el muchacho- no me voy a cortar el pelo por mucho que insistas. Ya tengo catorce años y debo elegir mi manera de vestir, el peinado que usar etc. El pelo corto es para los abuelos y para los soldados.

Pero el padre no se amilanó ante la impertinencia de su hijo:

-Muchacho, te lo he dicho por las buenas. He intentado ser razonable pero me temo que me he tropezado con un chico muy tozudo. No me gusta la manera en que te diriges a mí; te aseguro que yo te voy a bajar los humos. Tu obligación es obedecerme en todo. En la Santa Biblia se hace referencia al tema; conviene que leas algunos pasajes y así podrás cumplir con el cuarto mandamiento. Yo sé lo que te conviene.

Aquel caballero le dejo claro a su hijo cuales eran sus exigencias:

-Ayer me llamó al despacho el hermano don Ambrosio, tu tutor. Se quejó de que llevabas el pelo demasiado largo. Según él, esto es un desdoro para la imagen del colegio. Este lunes deberás presentarte a recoger las notas. Yo me he comprometido a que acudirás con el pelo corto, pero corto de verdad; si no quieres taza, pues taza y media. Si te presentas con esas greñas te van a suspender en Aseo Personal. No te van a admitir en clase hasta que no te peles como es debido. Creo que he hablado suficientemente claro.

Juan Gregorio empezó a enfurecerse y se enfrentó a su padre:

-Me has traído engañado; has utilizado el señuelo del helado. Tú ya tenías previsto hacerme esta jugarreta. Ya que tanto citas la Santa Biblia, recuerda que Sansón se comprometió a no cortarse nunca el cabello. Yo también he hecho la misma promesa, así que mi pelo ni tocarlo.

La discusión entre el padre y el hijo iba subiendo de tono:

-No blasfemes, ni saques las cosas de contexto. Tendré que hablar con don Juan Cruz para que este verano hagas un retiro espiritual. Tuvimos la mala suerte de que la otra vez cogiste la gripe y no pudiste acudir al cursillo de cristiandad. Tú hoy te cortas el pelo, como que me llamo Gregorio. No lo vamos a dejar para mañana ni pasado, va a ser ¡ahora mismo!

Don Gregorio agarró al muchacho del brazo y éste se soltó con brusquedad y se echó a correr. A tal tiempo acertó pasar por allí un guardia municipal, de los que usan botas altas negras y pantalones muy ajustados de color azul marino. Sin pensárselo dos veces, comenzó a tocar el pito para que se detuviera el chaval. Al final, Juan Gre se tropezó con unos señores que le sujetaron a la fuerza. El policía le agarró del hombro y lo condujo hasta donde estaba su padre. Aquel municipal no se había enterado de cual era el problema.

-Buenas tardes, caballero. Aquí traigo a este pillastre que se había dado a la fuga. ¿Ha intentado robarle la cartera? Últimamente, la delincuencia juvenil ha crecido de forma alarmante.

Don Gregorio dejó las cosas bien claras:

-Se trata de mi hijo. Tiene catorce años y el señorito se niega a obedecerme. Quiero que se corte el pelo. En el colegio su tutor ya le ha dado varios toques. No me extraña que le haya echado el alto; con estas greñas parece un delincuente. Soy viudo y no tengo el tiempo necesario para ocuparme del chico. Se me ha vuelto un rebelde, se ha echado unos amigos que son unos indeseables, unos hippies de esos que tocan música estridente.

El policía municipal le dejó las cosas muy claras a Juan Gre:

-Muchacho, hasta que no cumplas los veintiún años no serás mayor de edad; dependes de tu padre para todo. Vives bajo su techo y él te alimenta y te proporciona todo lo que necesitas; deberías mostrarle agradecimiento y obediencia. Yo no voy a consentir que faltes al respeto a tu progenitor. Ahora mismo, delante de mí, le vas a pedir perdón y vas a acudir a la barbería sin rechistar. Por si se te vuelve ocurrir escaparte, te diré que, si es necesario, acudirás al barbero esposado. No estoy hablando en sentido metafórico. Si te pones chulito, te ato con una soga al sillón. Pídele perdón a tu padre. Quiero oírtelo decir.

Juan Gregorio no tenía otra salida. Agachó la cabeza y sin mirarle a los ojos se disculpó:

-Lo siento papá, no debería haberte hablado así, ni escaparme. Prométeme que me vas a hacer un arreglo sin más y sobre todo que no me van a meter la maquinilla.

El municipal no pensaba ceder ni un solo milímetro. Se había involucrado en aquella cruzada contra los melenudos y estaba dispuesto a llegar hasta el final:

-Muchacho, no estás en condiciones de exigir nada. A tu padre le corresponde decidir cuanto te deben cortar el pelo. Así que quiero que entres en esa barbería, a paso ligero, como si fueras un soldado, sin vacilaciones.

Tanto los cuatro barberos como los clientes allí presentes se sorprendieron de que un policía entrase en el local custodiando a un adolescente. Uno de los peluqueros, un señor de bigotito recortado, acababa de quedarse libre. Se dirigió a los nuevos clientes para saber quién se iba a servir. Tomó la palabra el policía:

-Aquí este mozo que se niega a cortarse el pelo. Ha intentado escaparse y yo he tenido que echarle el alto. Se ha puesto un poco farruco. Su padre, aquí presente, les dirá como tienen que pelarlo.

Juan Gregorio se sentó en aquel sillón antiguo, con el posapiés labrado y brillante. Se miró en el espejo y sintió lástima de sí mismo. Su pelito, que comenzaba a crecer y a cubrirle las orejas, iba a acabar en el suelo de aquel establecimiento tan antiguo. Le dio la sensación de que a aquellos barberos se les había parado el reloj, al menos hace diez años. Aquellas paredes pintadas de un verde militar, con esas molduras tan pasadas de moda, dejaban en evidencia que aquel no era un lugar apto para rockeros. Le entró un escalofrío al contemplar sobre la encimera de mármol las maquinillas manuales, cromadas, que desprendían un brillo amenazador; aquellos instrumentos deberían estar retirados, formar parte de un museo de los horrores, como ocurría con los instrumentos de tortura medievales.

A nuestro joven protagonista le acaban de envolver en una inmensa capa blanca de algodón. Le han colocado otro paño más pequeño del mismo color en la zona del cuello. Le da la sensación de que se ha transformado en un fantasma, en un espectro del pasado. Su padre y el policía se han hecho muy amigos. Han entablado una distendida conversación, tienen conocidos comunes y opinan de la misma manera. Han llegado a la conclusión de que la juventud de hoy en día está perdida, que caminamos hacia el abismo. Antes de que sea demasiado tarde, hay que tomar medidas, de lo contrario nos desbordarán los acontecimientos.

Y el oficial de barbería hizo la más temida de las preguntas:

-¿Cómo le cortamos el pelo al chico?

Don Gregorio se siente eufórico, quiere demostrar al municipal que, a partir de ese momento, él va a ser quien dirige la vida de su hijo. Lo van a tratar como a un niño pequeño; no tiene derecho a opinar en nada.

-Bueno, pues aprovechando que está aquí un caballero, defensor de la ley y el orden, vamos a aplicarle un correctivo a este jovencito tan desobediente. Hágale un corte de pelo militar; métale la maquinilla bien subida, hasta la coronilla. De arriba se lo corta lo suficiente para que no tenga que peinarse.

El viejo barbero esbozó una sonrisa, entre burlona y morbosa, y siguió preguntando:

-¿Le rapamos con la maquinilla del cero o la del uno?

El policía no estaba dispuesto a desperdiciar la ocasión de castigar severamente a aquel adolescente tan contestatario y opinó al respecto:

-Creo, don Gregorio, que con la maquinilla del cero le quedará mucho mejor. Yo estuve de sargento en el ejército, antes de meterme a municipal, y le aseguro que es lo más aseado que existe.

Don Gregorio, por un instante, pensó que tal fuera excesivo rapar al chico de esa forma:

-Hombre, el cero es prácticamente calvo…

Pero el municipal no estaba dispuesto a ceder, sentía la necesidad de ejercer su autoridad y supo llevar a su terreno a aquel padre de familia:

-Para dejarle calvo a alguien hay que afeitarle la cabeza, con jabón y navaja barbera. La maquinilla del cero corta el pelo a un milímetro, queda muy aseado. El cabello crece a gran velocidad y así usted estará más tranquilo. En verano, con el calor y el sudor, el pelo sale antes. De arriba sí le pueden meter el número uno y en la zona del flequillo le quedaría perfecto el número dos.

Don Gregorio se quedó gratamente sorprendido ante la erudición del policía en materia capilar. Se sentía apoyado por alguien con autoridad y decidió dar un buen escarmiento a su hijo. Claudicó ante la verborrea del agente municipal:

-Córtele el pelo a mi hijo siguiendo las instrucciones de este caballero. Yo, a partir de este momento, soy un mero espectador. La autoridad, aquí presente, tiene la última palabra en lo referente a este tema.

El barbero continuaba sonriendo, le brillaban los ojos. Tenía la oportunidad de hacer uno de sus cortes favoritos:

-Si se me permite opinar al respecto, creo que el señor policía, aquí presente, tiene toda la razón. Le voy a hacer un corte de pelo de los que a mí me han gustado siempre para los chavales imberbes.

Juan Gre empezó a sollozar. Le dijo a su padre que estaba sufriendo un ataque de asma. Entre los clientes había un médico militar que se acercó al chico. Le tomó el pulso y le dijo que respirara despacio. Su conclusión fue que el muchacho estaba mintiendo:

-Este jovencito no tiene asma, respira perfectamente. Creo que esta fingiendo para librarse de que le corten el pelo. Es un mentiroso compulsivo. Le aconsejo a usted, a su padre, que lo meta en cintura. A los niños malcriados hay que enderezarlos antes de que sea demasiado tarde.

Los caballeros allí presentes decidieron quedarse a contemplar el espectáculo. Querían disfrutar viendo como se hacía justicia y se aplicaba a aquel rebelde el castigo merecido.

El barbero echó mano de una maquinilla del cero, con las púas muy estrechas, y empezó a metérsela por el cuello a Juan Gre. Se la subió hasta la coronilla, como habían acordado. Le fue dibujando franjas en su cabeza. En los lugares en que la maquinilla había entrado en contacto con el cabello, este cayó de manera fulminante, quedando el cuero cabelludo a la intemperie. Una masa informe de mechones negros se arremolinaban en el suelo o se quedaban incrustados en la capa.

Los allí presentes no paraban de hacer comentarios, muchos sacaron a relucir anécdotas de su servicio militar. Hablaban de cómo les pelaron al doble cero nada más pisar el cuartel y de los rapados de castigo que sufrieron durante los años en que vistieron el uniforme. Existía unanimidad en un tema: los jóvenes de hoy en día se estaban descarriando y el futuro pintaba muy negro. Sentían nauseas al ver en televisión a aquellos hippies americanos que protestaban contra la guerra del Vietnam. El mal ejemplo se extendía como una epidemia y se temían que pronto hubiera pacifistas en España.

Cuando el oficial de barbería empezó a intervenir en los laterales de su cabeza, nuestro protagonista comenzó a darse cuenta del verdadero alcance de aquel humillante rapado. Sus patillas desaparecían nada más entrar en contacto con las afiladas cuchillas de aquella maldita maquinilla. El cuero cabelludo se le transparentaba por completo. No había forma humana de frenar a aquel sádico esquilador; la herramienta de tortura se la subió por encima de las sienes.

El joven no movía ni un solo músculo, se encontraba agarrotado. Grandes lágrimas caían por sus mejillas. Sentía una profunda vergüenza, había sufrido una cruel derrota. No pudo negociar con su padre; alcanzar una solución que satisficiera a ambas partes.

Todavía quedaba por eliminar su preciado flequillo. Observó que los clientes de aquel trasnochado local lucían brillantes calvas. Juan Gre pensó para sus adentros que en el fondo sentían envidia de su abundante cabellera; ellos se habían quedado calvos para siempre. A él el pelo le volvería a crecer y superaría aquella experiencia tan traumatizante. Sin embargo, una profunda tristeza le embargó cuando sintió como le metían la maquinilla del número uno por la parte superior de su cabeza. Aquel sonido mecánico le martilleaba los oídos. Sentía una sensación extraña, un cosquilleo extremadamente placentero al entrar en contacto su piel con las púas de la herramienta, que se movían a gran velocidad, cercenando todo lo que encontraban a su paso.

La maquinilla del número dos la reservó el barbero para la zona del flequillo. La tijera tan solo la empleó para igualar el corte, dándole la característica forma de cepillo. El cogote le quedó a la intemperie; el oficial de barbería se sirvió de la maquinilla del doble cero para pulirle bien el cuello. Con una navaja muy afilada le fue marcando las guías del cuello y perfilándole las patillas.

Cuando aquel viejo oficial le mostró con el espejo de mano como había quedado la parte trasera de su cabeza, sintió tal angustia que se derrumbó y se puso a llorar como un niño pequeño. Su padre, para consolarlo, le pasó la mano por su rapado cráneo, a contrapelo. El muchacho experimentó una sensación que ya no recordaba. Cuando era un niño pequeño le pelaron así en varias ocasiones. Papá le acariciaba la cocorota, para reconfortarlo, demostrándole su afecto y cariño.

Al quedar liberado de la capa se levantó de su asiento y continuó cabizbajo y avergonzado. Los señores mayores, con mayor o menor disimulo, se acercaban para contemplar de cerca el resultado. Los más atrevidos le acariciaban con las yemas de sus dedos sus milimétricos cabellos; otros, por el contrario, intentaban animarle con frases del tipo:

-Chaval, no te preocupes que el pelo te crecerá más fuerte, más macho. Es bueno oxigenar el cuero cabelludo de vez en cuando. A mí a tu edad el barbero del pueblo me rapaba al doble cero toda la cabeza, parecía una bola de billar pero qué fresquito estaba.

Aquella batalla la habían ganado las fuerzas tradicionalistas, los caballeros que querían que los hombres siguiesen siendo auténticos machos hasta en el más insignificante detalle.




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