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LA FRATERNIDAD by BARBERO MILITAR


Queridos amigos lectores:

Os comunico mi intención de ingresar en una sociedad secreta de ideología ultraconservadora, exclusiva para varones, cuyo nombre, por el momento, no os puedo desvelar. Os pido que no me juzguéis a la ligera, ni intentéis convencerme para que cambie de idea; ya es demasiado tarde para echarme atrás. Asumo que voy a perder mi independencia, que voy a sacrificar la libertad de que he disfrutado hasta ahora. Sin embargo, ¿de que me sirve ser el dueño de mis actos si al final estoy abocado a llevar una existencia miserable, a ser un perfecto donnadie? En esta vida, todo tiene un precio y estoy dispuesto a pagarlo. Mi objetivo es claro: por encima de todo, quiero conseguir la seguridad que proporciona una buena posición social y económica. Necesito sentirme respaldado por una organización poderosa; mis correligionarios me protegerán de los peligros exteriores.

Mi contacto no me aclaró demasiado las cosas; todo resultó bastante enigmático. Tuve la sensación de ser el protagonista de una película de espías. Me citaron a las 15,45 horas en la Plaza de Moncloa, justo debajo del Arco de la Victoria.

Me exigieron vestir camisa blanca de manga larga, corbata y pantalón gris oscuro. Llegué incluso a pensar que todo aquello se trataba de una broma pesada, que alguien se quería pitorrear de mí. Me costó buscar una corbata gris lisa, pero finalmente di con ella en El Corte Inglés de la Castellana.

Recuerdo que el calor apretaba; el sol caía a plomo. Me refugié bajo la sombra que proyectaba el gran arco triunfal. Me preocupaba sudar en exceso. Me había pegado una enérgica ducha antes de acudir a la cita; mi instinto me decía que un hombre aseado y bien vestido proyecta una mejor imagen de sí mismo. Reconozco que me puse un exceso de colonia de la marca Agua Brava; incluso mi propia pituitaria percibía aquel persistente aroma amaderado.

Al final, a la hora prevista, se acercó un caballero que vestía exactamente igual que yo. Me aproximé a él y le solté la frase convenida: "Modesto López Otero y Pascual Bravo Sanfeliú construyeron este magnífico monumento". Aquel señor, de tez morena y cabello engominado, usaba gafas de sol oscuras. Pausadamente, respondió a mi contraseña: "Fue erigido entre 1950 y 1956".

En la zona próxima al Cuartel General del Aire, se encontraba aparcado un coche Mercedes negro de línea clásica. El caballero, cuyo nombre de guerra era Pelayo, me abrió la puerta y me invitó a sentarme en el asiento del copiloto. Me pidió que me pusiera unas gafas negras, de las que llevan acoplados cristales debajo de las patillas. Las lentes estaban completamente tintadas, no distinguía absolutamente nada, ni siquiera mirando de reojo; más tarde, me enteré de que son unas gafas especiales, fabricadas exclusivamente para invidentes. Estoy convencido de que el conductor dio varias vueltas por la zona de Moncloa para despistarme; quería, a toda costa, que me desorientara. Perdí la noción del tiempo; no podía consultar mi reloj porque no distinguía las agujas ni los números.

Os tengo que confesar que sentí temor. Tal vez, me estuviera metiendo en un lío muy gordo. Se me ocurrió pensar que aquella sociedad secreta podría ser en realidad una tapadera de algo muy sucio y turbio; quizás, se tratase de una asociación de criminales y delincuentes. En realidad, no sabía nada sobre la misma. En internet no había encontrado ninguna pista, no aparecía ni un solo dato sobre aquella misteriosa organización.

Me encomendé a todos los santos para que aquello saliese bien. En ningún momento, durante el trayecto, aquel misterioso caballero me dirigió la palabra. Yo, por supuesto, no abrí la boca. Admito que, en condiciones normales, soy muy locuaz, en exceso quizás. Para este tipo de organizaciones, la discreción y el sigilo son fundamentales; si hubieran descubierto lo aficionado que soy a entablar conversación con cualquiera, tal vez me hubieran rechazado.

Como no veía nada, ni tampoco podía entretenerme conversando, mi sentido del oído se afinó. Percibí, en toda su dimensión, el ensordecedor ruido del tráfico madrileño: las bocinas de los coches y las sirenas de las ambulancias o de las patrullas policiales que recorren la ciudad. Sin embargo, lo que más me molestó fue el martilleo del taladro percutor; esto último me hizo pensar en que estábamos atravesando una zona de obras, en la que, seguramente, estarían levantando el pavimento. Para cualquier avezado investigador, ésta hubiera sido una pista importante a la hora de conocer, a posteriori, el itinerario que estábamos realizando.

En el interior del vehículo la incomunicación era total; esto me resultó bastante incómodo, me llegó a producir una sensación de angustia. Sentí deseos de bajarme de aquel automóvil; sin embargo, tal vez por vergüenza, porque aquel señor no pensara que yo era un cobarde, no lo hice. El tiempo transcurría despacio, muy despacio. Carecer de referencias temporales y espaciales provoca inseguridad hasta en el más valiente de los hombres. Llegó un momento en que me refugié en mis pensamientos, abstrayéndome de la realidad externa.

De repente, el vehículo redujo la marcha y finalmente se paró. Percibí el traqueteo mecánico producido por una puerta metálica al abrirse; seguramente, nos íbamos a introducir en un garaje. Intuí que el coche se había estacionado, tras escuchar el inconfundible sonido del motor apagándose. El camarada Pelayo se dirigió a mí:

-Fin de trayecto. No te quites las gafas; te voy a agarrar del brazo y te llevaré a la sala de reuniones.

Como un manso cordero, le obedecí y me dejé guiar por él; Pelayo se había convertido en mi lazarillo, me avisaba si existía algún obstáculo para que no tropezase. Tomamos el ascensor y al poco atravesamos un largo pasillo. Mi acompañante, tras abrir la puerta, me ayudó a pasar al interior de la estancia. ¡Por fin puede quitarme las gafas!

La luz de aquella habitación era muy tenue y la iluminación indirecta; se me ocurrió pensar que quien encargó la instalación eléctrica pretendía, por encima de todo, que la sala de reuniones fuera un lugar lo más discreto posible. Al fondo, sobre una tarima, habían instalado una mesa alargada, vestida con un paño de color verde caqui. Detrás, colgaba un tapiz con el símbolo la fraternidad. Por motivos de seguridad, no estoy autorizado a contaros ciertos detalles. Un señor maduro presidía aquella reunión, su nombre de guerra era Rodrigo. Por su parte, Pelayo me exigió prudencia extrema: no debía mirar a los compañeros que se sentaban junto a mí y, por supuesto, no estaba autorizado a dialogar con ellos.

Una vez que todos los candidatos ocupamos nuestros lugares, don Rodrigo comenzó su disertación. Me gustaría resumiros su discurso, esbozar las líneas maestras del mismo, pero creo que éste no es ni el lugar ni el momento adecuado. Antes que nada, os tengo que poner sobre aviso: los que os consideráis "progres", los que defendéis la modernidad frente a la Tradición, quienes apoyáis a movimientos revolucionarios, seguramente os sentiríais ofendidos y os rasgaríais las vestiduras si hubierais escuchado aquella conferencia.

Hay un refrán castellano que es muy claro al respecto: "Quien avisa no es traidor". El Movimiento Tradicionalista se ha puesto en marcha y es imparable. Antes de que os deis cuenta, vuestro mundo, basado en falsos principios de solidaridad y de libertad, se derrumbará como si fuera un castillo de naipes. El efecto dominó hará que caiga una pieza tras otra. Los que hasta ahora han controlado los medios de comunicación, sería más justo hablar de manipulación, tendrán que abandonar sus poltronas. La Verdad resplandecerá y el hombre volverá a se libre y a vivir una vida en plenitud.

Don Rodrigo atacó, con artillería de grueso calibre, lo que se conoce como el Nuevo Orden Mundial. De manera magistral, desmontó, uno a uno, los argumentos de los globalistas y los ecologistas, de aquellos que pretenden crear una nueva religión, que sintetice los preceptos de todas las que actualmente existen. Los miembros de la fraternidad tenemos muy claro que defendemos la Verdad con mayúscula. Estamos dispuestos a emplear los medios necesarios para reconducir a la humanidad, que ha perdido el norte y camina hacia el abismo. Poco más os puedo desvelar sobre esta primera toma de contacto con la Organización.

Se nos exigió cumplir con una serie de requisitos para poder formar parte de la Hermandad. Tuvimos que rellenar unos cuestionarios y entrevistarnos personalmente con don Rodrigo. No os puedo contar gran cosa al respecto. Sabed que mi candidatura para ingresar como miembro de la fraternidad fue aceptada sin ningún tipo de objeción.

El periodo de prueba iba a durar un mes. Algunos de mis compañeros solicitaron vacaciones en sus empresas para poder incorporarse a este proyecto. Nos convertimos en legos, en los reclutas del Bien Supremo. Durante estos treinta días, recibiríamos la formación necesaria para llegar a comprender, en toda su dimensión, el alcance de este magno proyecto.

Sí os puedo contar, sin temor a poner en peligro la seguridad de la organización, como fue el proceso de reclutamiento. Cada aspirante fue bautizado de nuevo, como ocurre en algunas órdenes religiosas; A mí me han asignado el nombre de Raimundo. Al igual que los caballeros templarios, nos hemos convertido en mitad monjes y mitad soldados. Hemos renunciado a formar una familia y a mantener relaciones carnales con mujeres. Todos nuestros esfuerzos deben estar orientados a luchar denodadamente por el Bien Común. La Vigésima Célula, a la que yo pertenezco, está formada por seis Caballeros Aspirantes. A nuestro superior, el jefe que nos orienta y dictamina los objetivos a cumplir, le llamamos don Anselmo.

Antes de abandonar la sala de reuniones se nos preguntó, uno a uno, si teníamos algún tipo de reserva mental, algún obstáculo que nos impidiese formar parte de aquella Organización del Bien Común. Por ejemplo, estar casado o divorciado, tener hijos pequeños a nuestro cargo, o ser incapaces de romper relaciones con alguna mujer, se consideran impedimentos insalvables para ingresar en la Fraternidad Tradicionalista de Caballeros. Nadie abandonó el lugar y todos continuamos con el proceso de incorporación.

Tuvimos que entregar toda la documentación que llevábamos encima: los billeteros, monederos, llaves, relojes y teléfonos móviles, los introdujeron en un sobre marrón con nuestro nuevo nombre. Los objetos personales requisados nos serían devueltos una vez que superásemos la prueba de ingreso, pasados treinta días.

Lo mismo ocurrió con nuestras ropas. En una pequeña habitación, tuvimos que desnudarnos de manera metódica. Primero nos ordenaron descalzarnos. Para que nos lustrásemos los zapatos, nos proporcionaron un frasco de betún líquido; don Anselmo pasó revista, quería que nuestro calzado resplandeciera. Los cinturones los introdujeron en unas cajas de cartón que tenían escritas nuestro nombre de guerra. Tuvimos que deshacer el nudo de la corbata; nuestro jefe fue colocándoles etiquetas para que no se confundieran. La camisa blanca, que obligatoriamente vestíamos todos, también fue marcada. Por último se nos ordenó que nos quitásemos los pantalones, tras colocarles las consabidas etiquetas, los colgaron en perchas especiales. Permanecimos en ropa interior unos pocos minutos. Nos tuvimos que desprender, en este orden, de los calcetines, camiseta interior (tan solo yo la usaba) y los calzoncillos.

Una vez que estuvimos completamente desnudos, fuimos conducidos a la sala de duchas. En aquel recinto no existía ningún tipo de tabique. Después de mojarnos la piel, un caballero nos aplicó un jabón líquido especial, con propiedades desinfectantes, por todo nuestro cuerpo; finalmente nos aclaramos. No utilizamos toallas para secarnos; tuvimos que recorrer un estrecho túnel de aire caliente, a paso ligero, hasta que nuestros cuerpos estuvieron completamente secos.

Acto seguido, nos proporcionaron la ropa interior y el calzado reglamentarios:

-Calzoncillos tipo "braslip" de algodón, en color blanco, de punto calado, con bragueta, cintura elástica y altos de cintura.

-Camiseta de tirantes de algodón, en color blanco, de punto calado.

-Calcetines altos (llegaban hasta la rodilla) de tejido fino y sedoso, en color gris oscuro.

-Zapatos negros de piel, muy brillantes, completamente lisos y con cordones.

Como ocurre en muchos cuarteles militares, hasta que no nos raparan la cabeza y nuestros rostros no fueran apurados con el máximo rigor, no podríamos vestir el uniforme del Aspirante Tradicionalista, porque lo deshonraríamos. Lo del pelado obligatorio fue una sorpresa para todos; no se nos había informado al respecto. La víspera de acudir a mi cita, había visitado la peluquería de caballeros Luis Martín, en la calle Princesa, 70. Me corté el pelo bastante corto; opté por llevar el cuello con una disminución muy marcada. De esta forma, me presentaría ante aquellos caballeros con un aspecto pulcro y aseado.

Fuimos conducidos por un pasillo hasta una estancia en la que se había instalado la barbería. Las paredes aparecían revestidas con baldosas blancas. Un gran foco, de forma esférica, colgaba del techo sujetado por una barra metálica. En el extremo de la habitación se distribuían seis sillas, modelo Thonet, en madera oscura. Enfrente, habían instalado el tradicional sillón de barbero con el posapiés labrado metálico, los brazos de porcelana blanca y el asiento y respaldo de rejilla. La herramienta del barbero se encontraba encima de una mesa supletoria. Sobre unos soportes metálicos cromados se colocaron las siguientes maquinillas eléctricas:

-Máquina de cortar el pelo de carcasa negra marca Oster Model 10 con la cuchilla del nº 00000 incorporada.

-Máquina de cortar el pelo con carcasa de dibujo de camuflaje militar marca Oster 76 Edición Limitada Camo Clipper con la cuchilla del del nº 0000 incorporada.

-Máquina de cortar el pelo de carcasa negra marca Oster 97 con la cuchilla del del nº 000 incorporada.

-Máquina de cortar el pelo cromada Wahl 1919 100 year

-Máquina de cortar el pelo de carcasa negra marca Thrive 808 con la cuchilla del del nº 1 incorporada.

Sobre esta mesa también se encontraba una maquinilla de cortar el pelo de carcasa gris oscura Wahl Finale Lithium, así como diferentes cuchillas de las maquinillas Oster y Thrive de todos los números.

Tampoco faltaban cuatro pulverizadores metálicos, de estética retro, un par de bacías, tazas metálicas para la fabricación de espuma, algunas navajas de la marca Solingen, peines etc.

De un gancho colgaba una capa protectora de color caqui. El barbero, por su parte, lucía un cráneo completamente rasurado, era un hombre muy alto y de complexión atlética; vestía la tradicional bata blanca de algodón que se abotona a un costado. Pertenecía a otra célula distinta a la nuestra y no se nos permitió conocer su nombre; incluso se nos prohibió hablar con él.

Don Anselmo, aprovechando que estábamos sentados, nos sermoneó sobre el significado de aquel rapado a traición que nos iban a meter. Quiero jugar limpio con vosotros; los aspectos más controvertidos de su charla los he eliminado. Debéis saber que este documento que publico en internet ha pasado previamente la censura de la fraternidad. Solo os vais a enterar de lo que a la organización le interesa que sepáis. Sus palabras fueron, más o menos, estas:

-Caballeros Aspirantes: estáis a punto de dar un paso decisivo, e imprescindible, para que dentro de un mes podáis ingresar en nuestra Sagrada Organización, como miembros de pleno derecho. Es algo por lo que todos hemos pasado; me estoy refiriendo al Ritual del Rapado. No se trata solamente de una norma higiénico-sanitaria; este pelado obligatorio simboliza vuestra renuncia a la vida pasada, al vicio y a la moda que os viene impuesta por una sociedad decadente y corrupta. El hombre, en estado puro, el auténtico macho hispano, no pierde el tiempo en acicalamientos innecesarios. Sois soldados del Bien, defensores de vuestra Patria y, por lo tanto, debéis desarrollar el espíritu de sacrificio. Además, os queremos perfectamente uniformados; ninguno de vosotros debe destacar de entre los compañeros.

-Os vamos a dejar la cabezas tan resplandecientes como seis bolas de billar. El primer corte de pelo es un rasurado de cráneo, en el sentido más literal del término; no os va a quedar ni la sombra del cabello. Como podéis comprobar, aquí hay muchas maquinillas a la espera de ser usadas por el barbero. Sin embargo, con vosotros el oficial de barbería tan solo va a utilizar la Oster Model 10, porque tiene acoplada la cuchilla del 00000. Os aconsejo que no os hagáis demasiadas preguntas, no tenéis otra opción. Relajaros y gozad de una experiencia que raya en lo místico.

-Las sillas en las que os habéis sentado están numeradas. Levantaos de vuestros asientos y comprobadlo por vosotros mismos. En el respaldo encontraréis una placa metálica, con un número. Ese será el orden en que se os cortará el pelo. Aquel que esté sentado en la silla número uno que ocupe el sillón del barbero, yaaaaaaaa….

-Un chico delgado, moreno y con el cabello ensortijado tuvo el dudoso honor de ser el primero en ser rapado. Don Anselmo le pidió que se quitara las gafas. Le envolvieron en aquella capa verde, un color que siempre se asocia con el ejército y por ende con la disciplina. El oficial de barbería, esbozó una sonrisa sarcástica, mientras le peinaba el cabello. A continuación, tomó la maquinilla Oster Model 10, prendió el interruptor y todos los allí presentes escuchamos el zumbido de la misma. El silencio era absoluto, nadie pronunció una sola palabra. Para evitarnos problemas con nuestro superior, ni siquiera nos mirábamos; fuimos discretos hasta extremos insospechados.

Cuando vi como le metían la maquinilla por la frente a mi compañero, como aquellos rizos salían despedidos a gran velocidad, sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo. Yo jamás he usado el cabello largo, tan solo en la adolescencia, siguiendo los dictámenes de la moda, me llegó a cubrir las orejas parcialmente; sin embargo, calificar aquel pelado criminal como un corte de pelo riguroso hubiera sido un eufemismo. Se trataba, sin lugar a dudas, de un ritual de sometimiento completo; al rasurar nuestros cráneos se eliminaba, de golpe y porrazo, nuestro amor propio y se anulaba nuestra personalidad. En aquellos instantes, me vino a la memoria lo que había leído al respecto sobre las sectas destructivas. Admito que ya era demasiado tarde para arrepentirme y echarme atrás.

A los pocos minutos de caer en las garras del esquilador, la cabeza de aquel caballero lucía como una bombilla, con su inconfundible forma esférica. Sin embargo, todavía el oficial de barbería no se dio por satisfecho; tenía que pulir el cráneo de su víctima, hasta conseguir que brillara como si fuera un espejo. Durante un tiempo, escuchamos la vibración de la maquinilla Wahl Finale Lithium; en realidad, es un instrumento que sirve para afeitar de forma apurada el cuero cabelludo.

Pero aquel barbero cruel pretendía llegar más lejos. Terminó enjabonando la cabeza de su forzado cliente; con una brocha de afeitar, de manera paciente y recreándose en su trabajo, describía círculos concéntricos. Acto seguido, le pasó la navaja barbera. El sonido del rasurado producido por esta herramienta es inconfundible: ras, ras, ras. Llegó a darle hasta tres pasadas de navaja. Constantemente, el oficial de barbería tocaba el cuero cabelludo para detectar algún posible resto de cabello. Tras aplicarle un aceite especial, para evitar cualquier tipo de irritación, dio por concluido su trabajo en lo referente al afeitado de cabeza. Después le rasuró la cara. En honor a la verdad, fue un afeitado meticuloso y muy profesional. Al principio, utilizó toallas de agua caliente, para abrir los poros y paños de agua fría al final, para que se cerraran. Le aplicó un masaje mentolado, cuyo aroma impregnó toda la estancia.

Tras ponerse las gafas, pudo ver con total nitidez su nueva imagen. Observé como cerraba los ojos y suspiraba ante lo inevitable. Don Anselmo se acercó a él y le acarició su cabeza monda y lironda. El barbero sonreía con malicia. Cuando recibió la felicitación de nuestro superior por su "magnífico trabajo" se llenó de orgullo y satisfacción. Todavía quedaba la última de las humillaciones: al aspirante recién pelado le proporcionaron una pala metálica y un escobón especial. Le obligaron a introducir todos sus mechones en una bolsa de basura de plástico verde caqui. Al final volvió a ocupar su sitio.

Quién os habla sufrió esta terrible humillación en cuarto lugar; el guarismo que figuraba en mi silla era el cuatro. Aquel oficial de barbería cumplía con el ritual de una manera estricta, repetía una y otra vez los mismos pasos. Tengo que confesaros que el pelo me clarea bastante en la zona superior, estoy perdiéndolo a marchas forzadas. Cuando me miré al espejo, después de que me rasuraran el cráneo y me afeitaran el rostro, me dio la sensación de haber perdido unos años a la vez que el pelo. Me sentí más joven; en el fondo siempre había querido afeitarme la cabeza pero nunca me había atrevido por el qué dirán. Al contemplar mis mechones, mientras limpiaba el suelo, me dio la sensación de que era el aspirante que menos pelo había perdido en todo aquello. Ya os he comentado que el día anterior había visitado el salón de caballeros de Luis Martín.

Una vez que estuvimos todos esquilados, fuimos conducidos a un sótano en el que habían instalado una incineradora metálica. Introdujeron nuestros mechones de cabello en ella y don Anselmo prendió fuego en el interior de aquel recipiente. El humo salía a través de una chimenea. Este ritual se conoce popularmente como "la Hoguera de las Vanidades". Se considera que el cabello rapado representa nuestro pasado, un tiempo vacío que debemos olvidar. Nuestros vínculos con la sociedad decadente quedan rotos al quedar reducido nuestro cabello a cenizas.

El uniforme que tuvimos que usar obligatoriamente, durante treinta días, era muy clásico: camisa blanca de vestir de manga larga, corbata de rayas anchas en tono gris marengo y azul marino, pantalón de tergal gris oscuro y chaqueta americana marino con tres botones plateados.

Don Anselmo no me permite contaros nada más. Ha leído este escrito una y otra vez y al final le ha dado el níhil óbstat para que lo publique. Tened presente que el lema de la Organización reza así: Abscondita est Fortitudo Nostra, que traducido al castellano significa "Nuestro Poder está Oculto". Os pediría que fuerais comprensivos conmigo. Muchos detalles interesantes los he tenido que omitir para no contravenir las normas. Antes de lo que esperáis, tendréis noticias de nosotros. Nuestra Cruzada ha empezado y ya nada nos detendrá.




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