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LA HABITACIÓN 2 by BARBERO MILITAR


Gonzalo no se atreve a abrir la boca. No quiere recibir una nueva reprimenda de su casero. Una vez que todas sus pertenencias están perfectamente guardadas, don Ernesto revisa el forro de la maleta, por si encuentra algo prohibido en algún departamento secreto. Cuando se da por satisfecho, decide subirla a la parte alta del armario de luna, para evitar que estorbe. Estira la cama hasta dejarla "en perfecto estado de revista" y continúa atornillando al pobre estudiante:

-Bueno, todavía no hemos terminado, jovencito. Seguro que necesitas una ducha refrescante después de un viaje tan largo. Yo, si tuviese que ocultar algo importante, algo que no quisiera que lo vieran otras personas, lo escondería conmigo. Así que, por si las moscas, te vas desnudar delante de mí. No te de vergüenza. Cuando fui alférez, durante mi servicio militar, tuve que registrar a más de un soldado. De paso, te lavaré las prendas que llevas puestas para que puedas disponer de ellas cuanto antes. No deberías haber traído gel ni champú, este tipo de cosas me corresponde ponerlas a mí.

Gonzalo se sonroja. Incluso, por unos instantes, piensa en salir corriendo de aquel lugar. Sin embargo, recapacita y se da cuenta de los problemas que se le vendrían encima: ¿dónde pasaría aquella noche?; ¿cuánto tardaría en buscar un alojamiento digno? Mansamente, se quita el jersey de pico gris, la corbata gris oscura, los zapatos, el cinturón, la camisa… y por fin se baja los pantalones, quedándose tan solo con unos calzoncillos blancos, tipo slip, de tejido elástico y con canalé, de la marca Jim. Los calcetines que usa son de Punto Blanco, en color gris oscuro, de tejido de canalé, y le quedan por debajo de la pantorrilla.

El casero pliega cuidadosamente el jersey y lo guarda en el cajón correspondiente. También cuelga el pantalón. Con sumo cuidado, cepilla los zapatos castellanos del chico y los coloca en la zona baja del armario, junto al resto del calzado. Le ordena que se desnude por completo. Aquel caballero, ceremonioso y extremadamente educado, se ha convertido en una especie de estricto sargento, o severo policía:

-Quítate los calcetines, que insisto son demasiado cortos… ¡Fuera esos calzoncillos! La camisa y la ropa interior te la echaré a lavar. No vamos a tener ningún problema de que se confundan nuestras prendas porque tu talla es bastante más pequeña que la mía.

Gonzalo, avergonzado, le entrega su slip. De manera instintiva, se cubre sus partes íntimas con las manos y agacha la cabeza. Su patrono, le pregunta si dispone de chanclas de goma; el joven estudiante no ha caído en ese detalle. Don Ernesto saca una libreta en el bolsillo y va apuntando todo lo que necesita comprar el joven estudiante.

En el cuarto de baño, que va a usar exclusivamente Gonzalo, no falta ni un detalle: el juego de toallas blancas, la pastilla de jabón, un gel de ducha dermatológico, un champú antiparasitario etc. Como si fuera un niño pequeño, don Ernesto le da una serie de instrucciones:

-Lávate a fondo; frótate especialmente aquellas zonas del cuerpo en las que se acumula el sudor; me estoy refiriendo a las axilas, tus partes íntimas, la región anal y los pies. He observado que sudas mucho; si tu higiene es deficiente, terminarás oliendo mal.

Cuando nuestro protagonista termina de ducharse, don Ernesto le está esperando con un albornoz nuevo, en color blanco. Le pide que se lo ponga, así como las zapatillas de piel marrón que ha traído en su maleta. De repente, le mira fijamente a la cabeza, le agarra del pelo a traición y le dice:

-Por cierto, hoy mismo llamo al barbero para que te corte el pelo. Te vamos a meter un pelado a cepillo parisién para que estés más aseado y fresquito. Ahora, por ejemplo, vas a tener que secarte la pelambrera con un secador, para evitar que cojas un catarro; además, seguro que pierdes mucho tiempo acicalándote. Hay que ser prácticos. Mañana por la tarde vendrá un militar retirado, que es un auténtico experto haciendo estos cortes de pelo, y nos pelará a los dos como es debido.

Esto es la gota que colma el vaso. Gonzalo había leído algunos libros de filosofía y psicología y descubre que se está enfrentando a alguien con una personalidad extremadamente autoritaria. Es evidente que aquel caballero, que inicialmente se presentó ante él como un señor educado y refinado, pretende someter su voluntad. Nuestro protagonista desconoce que don Ernesto preside una sociedad secreta de Caballeros Tradicionalistas que, entre otras cosas, buscan reconducir a los jóvenes por el buen camino y transmitirles su sistema de valores. Su casero considera a Gonzalo como un candidato ideal para formar parte de la organización.

Viernes, 2 de octubre de 1981

Esta mañana, don Ernesto y Gonzalo se desplazan hasta el centro de Madrid para realizar las compras necesarias. El joven leonés decide obedecer ciegamente a su casero; empieza a considerarlo como una especie de tutor, alguien que se preocupa de su bienestar. Acuden a una sastrería en la calle Mayor llamada El Corte Militar, de la que don Ernesto es cliente habitual. Allí le toman medidas al muchacho para confeccionarle dos trajes muy clásicos: uno en color gris oscuro y otro azul marino. A don Ernesto la moda le trae sin cuidado, le gustan las hechuras desfasadas. Como él es quien va a abonar la factura, su inquilino no tiene derecho a opinar en nada. Quiere que las chaquetas americanas de los trajes sean de solapa estrecha, con tres botones y cerradas por detrás. Los pantalones tienen que ser estrechos de pata, al gusto de los años sesenta. Para que aquellos trajes tengan un aspecto aún más clásico, decide que lleven incorporados chalecos de la misma tela. También escoge un par de camisas blancas, de puño doble, y unos gemelos, con alfiler de corbata a juego.

En lo referente a la ropa interior, le regala a Gonzalo una docena de camisetas de tirantes con sus respectivos calzoncillos haciendo juego. Estas prendas, de la marca Ocean, son de algodón blanco y han sido fabricadas en punto calado. Los braslip (así se conoce a los calzoncillos que comercializa esta empresa) son altos de cintura, con goma vista y bragueta. También le compran al estudiante varias cajas de calcetines altos Ejecutivo, de los que llegan hasta la rodilla y han sido fabricados en un tejido muy fino, en color marrón, gris oscuro, azul marino y negro. Don Ernesto también obsequia a su inquilino un batín gris oscuro, de tejido sedoso con un pijama a juego y varias corbatas. En una zapatería de la calle Mayor, le compra unas chanclas de goma y unas zapatillas de piel negras. Aquel caballero tan severo no repara en gastos a la hora de renovar el vestuario de su inquilino

Cuando regresan a casa, Gonzalo tiene la sensación de estar viviendo un sueño, algo irreal. Antes de comer, acude al cuarto de baño para lavarse las manos. Se mira al espejo y contempla, con pena y resignación, su abundante cabello negro; intuye que, en pocas horas, su juvenil y elegante tupé se convertirá en un recuerdo. Se había cortado el pelo pocos días antes de acudir a Madrid; en realidad, no tendría necesidad de pisar una peluquería de caballeros hasta dentro de un mes. Sin embargo, no se siente con fuerzas para enfrentarse a don Ernesto. Confía en que si no le contradice en nada, tal vez de forma progresiva, le vaya otorgando un mayor grado de libertad; posiblemente, se cansará de ejercer aquel control tan estricto sobre su persona. Se convence a si mismo de que su cabello no tiene demasiado valor, no merece la pena disgustar a su patrono por este tipo de menudencias; quizás, se vigorice y crezca más fuerte una vez rapado.

Después de comer, don Ernesto y Gonzalo revisan los apuntes de la universidad. El casero opina que no se puede perder el tiempo viendo la televisión o leyendo el periódico. Don Ernesto ha empezado a elaborar resúmenes y esquemas para que al joven leones le resultase más fácil asimilar los distintos contenidos. A las cinco en punto de tarde, la hora convenida, suena el timbre de la casa. Gonzalo se da cuenta de que el verdugo de su cabello está a punto de entrar en escena. El lugar escogido para la ejecución va a ser su propio dormitorio. Experimenta un estado de ansiedad interior muy difícil de describir con palabras.

Don Ernesto baja las escaleras a gran velocidad; no desea hacer esperar al verdugo. Apenas han transcurrido un par de minutos, cuando los dos caballeros se presentan en el dormitorio de Gonzalo. El barbero es un hombre mayor, de unos setenta años aproximadamente. Lleva la cabeza completamente afeitada, algo bastante infrecuente en 1981. Le ordenan al muchacho que se siente en una silla clásica de madera, colocada justo enfrente del armario de luna. El joven se recoge el pantalón y exhibe generosamente sus calcetines grises de Ejecutivo; indudablemente, se trata de un gesto de elegancia masculina.

La mesa de estudio la desplazan junto al armario de luna; sirve de soporte improvisado para colocar las herramientas del barbero: cinco maquinillas manuales, fabricadas en metal cromado y que deslumbran con su brillo amenazante; un par de tijeras, una de ellas con los dientes dentados; un peine metálico; una navaja barbera; un suavizador de navajas de cuero; un par de pulverizadores metálicos, los clásicos de la barbería de toda la vida; un cuenco cromado; un tubo de jabón de afeitar; una brocha de tejón con el mango metálico… Todos estos objetos han salido del interior de un misterioso maletín negro de piel; con él ha acudido a su cita aquel señor al que le apodan como Rapajipis. Lejos de molestarle este apelativo, se vanagloria de que quienes le conozcan le llamen así.

El barbero se coloca una bata blanca de algodón, la clásica que abrocha a un costado. Acto seguido, anuda al cuello de nuestro protagonista una inmensa capa blanca, también de algodón. Ya solo falta que Rapajipis reciba las instrucciones del casero. Al interesado no le va a pedir opinión.

-¿Cómo le corto el pelo al chico?; ¿le metemos mucha caña, verdad?

Don Ernesto no es precisamente un cliente parco en palabras; mientras habla señala con el dedo las diferentes partes de la cabeza del muchacho. Es evidente que no respeta su espacio privado:

-A Gonzalo le vas a hacer un pelado especial de los tuyos, con los que tanto disfrutas. Le subes la maquinilla del cero hasta la coronilla y las sienes; quiero que se le transparente el cuero cabelludo, que de atrás y en los costados se le vean las ideas. El cuello tiene que quedar aún más apurado; utiliza las maquinillas que rapan más para dejárselo casi afeitado. Las patillas las quiero bien cortas y con forma cuadrada; de sobra sabes que a mí las largas de legionario no me agradan en absoluto. De arriba, se lo pones muy corto, al uno y al dos creo que será suficiente. No me gusta que se note la raya de la máquina, con la tijera sabrás disimularla; tú eres un experto en eso.


El protagonista de nuestra historia palidece al escuchar aquellas palabras; aquel señor feudal ha dictado sentencia y, evidentemente, tiene carácter condenatorio. Hacía muchos años que no le habían rapado a maquinilla; tendría que remontarse a su lejana infancia y no recuerda exactamente como fue. Está sintiendo un temblor nervioso en sus piernas; el corazón se le ha acelerado más de la cuenta y tiene la sensación de que se le va a salir del pecho. No puede pronunciar palabra, le falla la voz. Solo le queda resignarse ante lo que se avecina, ante lo inevitable. Cada vez es más consciente de que don Ernesto le domina por completo, está totalmente sometido a su voluntad.

El viejo barbero coge la maquinilla del cero, de púas muy estrechas, y, de forma mecánica, la abre y la cierra en el aire; se trata de un ejercicio de precalentamiento, una manera de acostumbrar a la mano para el uso continuado de este instrumento. Además, le sirve también para calibrarla: mueve el tornillo central de la herramienta para ajustar bien las cuchillas. Coloca su mano izquierda sobre la parte superior de la cabeza del muchacho y se la inclina ligeramente. Gonzalo, para no perderse ni un solo detalle del ritual del esquileo, levanta los ojos y fija su mirada en el espejo del armario. Siente la presión de la maquinilla y un cosquilleo especialmente placentero. El cabello del muchacho empieza a caer al suelo; algunos mechones negros se quedan incrustados en las oquedades de la capa blanca. Aquella esquiladora va subiendo, de manera inmisericorde, por su cogote, en busca de la zona alta de la coronilla. El casero se ha sentado en una silla para contemplar el espectáculo de cerca y así no perderse ningún detalle.

Una vez que el barbero ha pelado al cero toda la zona posterior del cráneo de su cliente, realiza una pausa en su trabajo. Cruza una mirada de complicidad con don Ernesto; los dos sonríen malévolamente. El joven leones permanece con los ojos cerrados, como si quisiera interiorizar esta nueva experiencia, a la vez traumática y estimulante. De repente, a traición, una misteriosa mano acaricia su rapado cabello a contrapelo. Intenta adivinar cuál de los dos caballeros es el que le está propinando este inesperado masaje capilar. Simultáneamente, escucha un sonido, apenas perceptible pero extremadamente excitante, producido por el roce de las yemas de unos dedos anónimos con su milimétrico pelo.

Se decide a abrir los ojos para seguir visualizando aquel ritual de higienización al que le están sometiendo. El barbero continúa con su trabajo, rapándole la zona lateral izquierda. Al entrar en contacto la maquinilla con sus patillas están se esfuman; tan solo queda la piel desnuda cubierta por una sombra grisácea de pelo. Ahora es cuando nuestro protagonista comprende el alcance del rapado que le están metiendo. A los pocos minutos, todo el pelo de la zona lateral y trasera de su cabeza tiene una largura de tan solo un milímetro, algo casi imperceptible. Siente una mezcla de angustia y placer al contemplar que su cuero cabelludo ha quedado a la intemperie.

Rapajipis sustituye la maquinilla del cero por la del uno. Empieza a utilizarla en la parte superior del cráneo, respetando la zona del flequillo. Este barbero es un verdadero artista, un auténtico artesano que sabe mover acompasadamente la herramienta, sin provocar los temidos tirones. Para el flequillo utiliza una máquina de púas más anchas, la del número dos. Acto seguido, coge una tijera y, con la ayuda de un peine, va igualando el corte, difuminando las rayas que han quedado tras el uso de las distintas maquinillas. Para rematar la faena, se sirve de las maquinillas del dos ceros y cuatro ceros. Con ellas apura al máximo el cogote del muchacho. Sin embargo, no renuncia a lo que el denomina "el toque maestro del oficial de barbería". Fabrica espuma blanca con el jabón de afeitar y la coloca en un cuenco. Con la ayuda de una brocha le aplica la pasta en la zona baja del cuello y procede a realizar un rasurado con la navaja barbera. Con este instrumento le remata las guías y las patillas. Luego le aplica una loción capilar, guardada en uno de los pulverizadores metálicos. Aquel aroma le trae a nuestro protagonista recuerdos de su infancia.

Apenas puede contemplar el resultado del trabajo. Rapajipis, cumpliendo órdenes, prepara el rostro del muchacho para realizarle un afeitado profesional. Le aplica una toalla muy caliente para abrirle los poros. Después de enjabonarle la cara con una brocha, de manera meticulosa, le rasura su incipiente barba utilizando una navaja barbera. Para aquel riguroso barbero, las prisas no existen. No se da por satisfecho hasta comprobar, tocándo una y otra vez la piel, que el afeitado está lo suficientemente apurado. Con una toalla, empapada en agua fría, le cierra los poros. Un vigoroso masaje es el toque final del afeitado.

Es el momento de admirar el resultado de aquel trabajo artesanal. El joven leonés apenas se reconoce. Le da la sensación de haber viajado en la máquina del tiempo, hasta los años cuarenta aproximadamente, cuando era frecuente que los jóvenes luciesen este severo corte de pelo a cepillo. No quiere pensar en nada; el lunes acudirá a clase y sus compañeros le mirarán como a un bicho raro. Entre Rapajipis y su patrono sostienen un pesado espejo de mano. Le muestran el resultado por detrás. Aquella cabeza parece una pista de aterrizaje; se le transparenta por completo la piel blanca de su cuero cabelludo. Cuando se toca los milimétricos cabellos, tiene la sensación de acariciar un trozo de papel de lija.

Le acaban de despojar de la capa, una especie de sábana, con la que han protegido su ropa. Continúa recibiendo las órdenes de su casero:

-Ahora, antes de ponernos a estudiar, te vas a meter una ducha a fondo; ya sabes a lo que me estoy refiriendo. Tienes pelos pegados en el cuello y la cara. Quítate aquí mismo los pantalones y la camisa y quédate en paños menores; ni Rapajipis ni yo nos vamos a asustar por verte en calzoncillos. En el colgador encontrarás tu albornoz. Los calzoncillos, la camiseta y los calcetines, los introduces en el cubo de la ropa sucia. Cuando salgas del baño, tendrás encima de la cama una muda y calcetines limpios. También te pondrás una camisa nueva; la que has usado está llena de pelillos. Luego iré por una escoba y un recogedor para barrer tu melena…

El joven leonés se encuentra en paños menores, a punto de entrar en el cuarto de baño. De repente, Rapajipis tiene una de sus ocurrencias; le comenta a don Ernesto que le agradaría mucho que aquel joven pudiese ver como trabaja. Ahora es el turno de cortarle el pelo al señor de la casa. El propietario de la vivienda acepta de buen grado la sugerencia. Gonzalo se sienta y observa la pericia con que trabaja el maestro barbero. El casero y su inquilino lucen el mismo tipo de corte de pelo; a don Ernesto se le transparenta igualmente el cuero cabelludo.

Gonzalo siempre obedece las instrucciones de su patrono, sin rechistar ni opinar en nada. Esta tarde tiene su primera toma de contacto con las asignaturas a las que se va a tener que enfrentar a lo largo del curso. Por orden de don Ernesto, tiene que memorizar un esquema básico en el que se condensan las líneas maestras de las distintas disciplinas. Ya no le queda ninguna duda: cuenta con la inestimable ayuda de su patrono para poder sacar la carrera adelante. Está dispuesto a pagar el precio que le exige. El sacrificio de su tupé es un símbolo de humildad y de sometimiento incondicional a la voluntad de su nuevo amo. Nuestro protagonista se identifica con los siervos medievales. Éstos doblaban la rodilla ante aquellos nobles caballeros que les protegían frente al enemigo. Las relaciones entre Gonzalo y don Ernesto serán de vasallaje.

Cinco años más tarde, Gonzalo Salgado cuelga la orla de graduación en su nuevo piso. Continúa formándose para poder ejercer como profesor en la universidad en que ha estudiado la carrera. Don Ernesto, hace unos días, llamó al notario para nombrarle su heredero universal. A Gonzalo obedecer ciegamente a aquel caballero tan trasnochado y autoritario le ha resultado rentable en todos los sentidos.




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