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EUGENIO 1 (VERSIÓN CENSURADA) by BARBERO MILITAR
En junio de 1981, acabé mis estudios en el colegio de los hermanos salesianos. Tuve que tomar una decisión sobre mi futuro. Decidí cursar la licenciatura de derecho y opté por la Universidad de Navarra, vinculada al Opus Dei. Tan importante era para mí acertar con la facultad como con el lugar en el que me iba alojar. Me informé bien sobre cuales eran los más renombrados colegios mayores de Pamplona. En la mayoría de éstos, las crueles novatadas estaban a la orden del día; los veteranos torturaban a los nuevos alumnos a placer, basándose en una tradición ancestral.
Los únicos centros en los que no ocurrían este tipo de cosas eran los colegios mayores del Opus Dei; en ellos existía el ambiente de recogimiento necesario que facilitaba a los jóvenes centrarse en el estudio. Para los miembros de la Obra, el estudio es una manera de santificarse; el trabajo es un instrumento para acercarse a Dios. Realicé una entrevista personal en la que me informaron sobre las normas que regían en el Colegio Mayor Los Arcos. El joven caballero que me atendió me comentó, entre otras cosas, que allí se rezaba a diario el rosario. Desconocía que la oferta de plazas era insuficiente para satisfacer la gran demanda existente. Me llevé un gran disgusto al recibir un mes más tarde una carta en la que se me comunicaba que mi solicitud había sido rechazada. Dios aprieta pero no ahoga y al final busqué la solución ideal al problema de mi alojamiento. En el mundo del Opus, como en casi todos los lugares, las recomendaciones funcionan. Un tío mío tenía un amigo de la Obra que intervino en mi favor. Acto seguido, mis padres y yo fuimos convocados de nuevo al colegio mayor.
Nos recibió personalmente el director del centro, Joaquín Soldevilla, quien nos comunicó que no podía ofertarme la plaza; sencillamente no quedaban habitaciones disponibles. Sin embargo, tenía una propuesta que hacernos. El colegio disponía de algunos pequeños apartamentos, cercanos a la Universidad, en los que se alojaban temporalmente miembros de la Obra o familiares de personas hospitalizadas. Mis padres le pidieron al director que en cuanto quedase alguna plaza disponible pudiese entrar en el colegio mayor como miembro de pleno derecho, con habitación propia. También mostraron su interés por conocer el apartamento en el que se iba a alojar su hijo, pero Joaquín les dio evasivas.
Lo que no podíamos adivinar, ni mis padres ni yo, era que existía una norma no escrita por la cual las mujeres debían de abstenerse de entrar en lugares destinados exclusivamente para los varones. Tan solo la conocida como "administración" podía acceder a estos inmuebles para llevar a cabo las tareas de limpieza; se trataba de chicas jóvenes, numerarias de la Obra, que se santificaban sirviendo en las labores domésticas. Requisito indispensable para que accediesen a los pisos era que los inquilinos varones los abandonásemos previamente. Por lo tanto, existía un horario estrictamente regulado para evitar a toda costa encuentros fortuitos con los chicos del colegio. Bajo ninguna circunstancia, desde las nueve de la mañana hasta las trece horas, se podía subir al piso, por muy importante que fuera el motivo.
Y llegó el día de mi incorporación al colegio mayor Los Arcos. Aunque tenía mis temores, por la dureza de los estudios, también iba cargado de ilusión; con diecinueve años se piensa que el futuro te pertenece. Durante los primeros días estuve solo en el piso. El portero de la finca, hombre de confianza de Los Arcos llamado Santos, me abría la puerta para que entrara. Ocupé la habitación que estaba disponible, ya que la otra permanecía cerrada mientras la adecentaban los pintores. A Santos le correspondía coordinar los horarios, evitando que la administración coincidiese con los pintores. Por mi parte, yo hacía la vida en el colegio: desayunaba, comía, cenaba y estudiaba en la sala de estudio del mismo.
No habría pasado una semana, cuando apareció mi compañero de habitación. Procedía de la provincia de Alicante y no sé por qué motivo tardó más que nadie en llegar. Una noche, después de cenar, Joaquín se acercó a la mesa y me comunicó la llegada de Eugenio. Salimos al zaguán de entrada y allí permanecía sentado. Le obsequié con la mejor de mis sonrisas, intentando establecer una buena relación desde el principio. Deseaba tenerlo como amigo, ya que incluso tendría que dormir con él hasta que acabaran las obras de acondicionamiento de la otra habitación. Pero Eugenio se limitó a extenderme la mano, con frialdad, marcando las distancias. Joaquín me dejó las cosas claras:
-Eugenio, que está en segundo de medicina, es el encargado de que todo funcione en el piso; él me informará sobre tu comportamiento. Ya sabes que están prohibidas las visitas y sobre todo las femeninas. Hasta ahora te has movido a tus anchas en el apartamento, pero Eugenio sabrá ayudarte a poner orden en tu vida, a que le des un sentido cristiano…
Mi nuevo compañero de piso era un joven de complexión fuerte, con el pelo ondulado y castaño; su rostro hierático, raramente esbozaba una sonrisa. Recuerdo que subimos una cuesta sin asfaltar hasta llegar al edificio de apartamentos. Ninguno de los dos abrimos la boca. Yo opté por la prudencia y decidí que fuera el estudiante de medicina quien tomara la iniciativa; pero durante el corto viaje reinó el silencio más absoluto.
Una vez en la habitación, que compartimos todavía por un par de semanas, me leyó la cartilla, dejando las cosas muy claras. Eugenio no malgastaba palabras, sólo decía lo imprescindible y desde el primer momento me dejó bien claro que él era mi superior:
-Tengo que decirte unas cuantas cosas; es muy importante que me escuches con atención. Lo primero de todo, como vamos a estar juntos por un tiempo, te exijo orden, mucho orden; no me gusta ver ropas tiradas por la habitación, libros en el suelo etc. Ya has oído a Joaquín: nada de visitas. Si por una causa justificada, alguien tuviera que subir al piso, deberás comunicármelo previamente y yo decidiré lo que sea más conveniente. Quiero que se te meta una cosa en la cabeza: yo soy el responsable de que esto funcione, es decir que no somos colegas ni cosa por el estilo. Todas las semanas tendré una charla con Joaquín para informarle de cómo marcha el tema. También me ha pedido la dirección de Los Arcos que te evangelice, que intervenga en tu vida espiritual. Te pondré en contacto con alguno de los sacerdotes del colegio para que te confieses cada semana.
Eugenio decidió deshacer el equipaje con rapidez. Yo me ofrecí a ayudarle. Inicialmente rechazó mi oferta pero al final acabé echándole una mano; me pedía que le acercara las camisas, o que cogiera los calcetines del fondo de la maleta…
Mi nuevo compañero de habitación empezó a demostrar su autoridad sobre mí. Me exigió que le hiciera un buen sitio en el armario; el espacio destinado a mis ropas se redujo a menos de la mitad. Y, como quien no quiere la cosa, empezamos a observarnos el uno al otro. Eugenio era extremadamente cuidadoso a la hora de organizar sus pertenencias: los pantalones perfectamente colgados, para que la raya no se deshiciera; las camisas bien estiradas, sin arrugas…. Y sentí gran curiosidad al observar su ropa interior. Como era un chico tirando a obeso, sus calzoncillos eran de una talla mucho mayor que la mía. La mayoría eran los tradicionales braslip de algodón, con camiseta de tirantes a juego. Y de entre todas sus mudas me llamó la atención un juego de punto calado de una marca desconocida para mí. Al contemplar aquellas prendas recordé mi infancia en que las usaba a diario.
Eugenio, mientras organizaba sus pertenencias, aprovechó para aleccionarme sobre como debía vestir para encajar en el ambiente de Los Arcos:
-Tendrás que hacerte con un traje oscuro; es imprescindible para acudir a las fiestas del colegio, como la de Navidad. Si tienes algún vaquero desgastado, no te lo pongas aquí, da mala imagen. La ropa interior la debes echar a lavar todos los días y cámbiate de camisa como mínimo cuatro veces por semana. En el cuarto de baño, debajo del lavabo, encontrarás dos cubos, uno metálico y el otro negro. En el primero depositas la ropa blanca (calzoncillos y camisetas), en el oscuro la ropa de color. La administración quiere la ropa clasificada para que el lavado sea más rápido; no pueden perder el tiempo separando la blanca de la de color. Dúchate todos los días, sin excepción. Hazlo deprisa porque el tiempo es oro y hay que saber aprovecharlo…
Después de darme estas instrucciones Eugenio decidió que era ya hora de acostarse. Sin mediar palabra se quedó en paños menores. Usaba camiseta y braslip clásicos y calcetines altos de hilo de Escocia y canalé en color gris oscuro. Yo hice lo propio y por unos instantes estuvimos los dos en ropa interior, frente a frente. Pero con la velocidad del rayo, Eugenio cogió un pijama de rayas marrones y se vistió. Yo fingí buscar mi pijama, para así permanecer un poco más de tiempo en calzoncillos delante de él, simbolizando así que me encontraba sometido a mi nuevo compañero de cuarto. Pero Eugenio, un puritano poco amigo de este tipo de exhibiciones, me recriminó por ello:
-Si tuvieras las cosas más ordenadas ya tendrías puesto el pijama. Vas a pillar un resfriado…
Una vez estuve vestido con el pijama, Eugenio apagó la luz de la mesilla y nos dormimos. Le oía respirar con fuerza y moverse inquieto de un lado para otro. A media noche me levanté al cuarto de baño, con gran sigilo, para no molestarle.
A las 7 de la mañana sonó el despertador. Observé como mi compañero de habitación dormía plácidamente. Me levanté y dirigí al cuarto de baño. Quería ser el primero en ducharme. Debía darme prisa para no ser acusado de acaparar el baño. Sabía que Eugenio no era precisamente un compañero complaciente; era yo quien debía intentar contentarlo, evitar cualquier tipo de roce. Me lo había dejado bien claro, él no se andaba con paños calientes; tenía la sartén por el mango. Pronto comprobé que los comentarios que hizo sobre él Joseba, un chico de Los Arcos estudiante de medicina, eran ciertos. Pensé que me estaba vacilando, que exageraba:
-Deberás armarte de paciencia con Eugenio. Es muy inteligente y estudioso pero tiene la leche en bolas; a veces parece que desayuna vinagre. Como es tan perfecto, a los demás no les pasa una. Y así tuvo lo que tuvo con el director anterior. Bueno, ya te enterarás…
Como Joseba me decía estas cosas con una sonrisa en la boca, no tomé demasiado en serio sus palabras. En los días posteriores, pude constatar que el alicantino no era precisamente una malva. Los dirigentes del Opus Dei sabían que era alguien muy valioso desde el punto de vista académico pero quisieron darle un buen escarmiento, someterlo a una cura de humildad desterrándolo a un piso. Se atrevió a enmendar la plana al anterior director de Los Arcos; le acusó de falta de celo en el cumplimiento de sus obligaciones y de aprovecharse del cargo para recibir prebendas económicas. Llevó sus denuncias hasta las más altas instancias y no tuvo pelos en la lengua a la hora de criticar al director y a quienes le apoyaban. Y ante la evidencia de la falta, no tuvieron más remedio que defenestrar al acusado y enviarlo a la provincia de Pontevedra; éste era un joven con muchas aldabas. Pero Eugenio fue castigado "por no seguir los cauces adecuados" y se quedó sin cama en Los Arcos. Tuvo que pagar un precio demasiado alto por su victoria. Además, tenía taxativamente prohibido hablar de este tema con nadie. Se corrió un tupido velo sobre el asunto.
El agua templada caía sobre mi cuerpo desnudo, acariciándolo. Me apliqué una buena cantidad de gel Agua Brava. Quería que penetrase aquel aroma amaderado en cada poro de mi piel. Me restregué con energía, como si quisiera borrar las huellas del pasado y empezar simbólicamente un nuevo tiempo. Había adquirido todos los productos de la línea Agua Brava. Utilicé el desodorante y la colonia. Me enjaboné la cara con jabón de afeitar Agua Brava y después del rasurado me apliqué el bálsamo cremoso de esta marca.
Estaba vestido solo con la bata de poliéster azul marino. Mi camisa, ropa interior y calcetines del día anterior los deposité en los cubos, tal y como me habían ordenado. Abandoné el cuarto de baño y entré de nuevo en la habitación. Eugenio estaba de pie, con cara de sueño. Le di los buenos días y él me contestó con desgana. Encima del pijama llevaba una bata marrón. Se metió en el cuarto de baño. Yo pensé que le agradaría el aroma a Agua Brava que había quedado esparcido por la estancia. Cogí una muda limpia y me la puse, también los calcetines altos grises de Ejecutivo. Aquella mañana había una misa para conmemorar el inicio del curso en la capilla de la universidad y, por supuesto, no iba a dejar de asistir. Así que decidí ponerme mi jersey gris de pico, con los pantalones de vestir del mismo color y una corbata de fondo gris con rayas estrechas blancas. Me encontraba todavía en paños menores cuando se abrió de nuevo la puerta. Pensé que Eugenio se habría olvidado alguno de los útiles de aseo, pero estaba equivocado:
-Ponte la bata encima y ven al baño de inmediato.
Obedecí sin rechistar, un tanto intrigado por aquellas prisas. Una vez dentro la cara de Eugenio se agrió aún más de lo habitual. Me señaló con el dedo la bañera y me recriminó con severidad:
-Macho, has dejado toda la bañera llena de pelillos. Da asco meterse así. Haz el favor de quitarlos, pero que ya mismo…
Abrí el grifo y con la mano fui quitando los restos de vello. Me sentía muy mal conmigo mismo. Por querer correr no dejé el cuarto de baño presentable. Pensé hacerlo después de afeitarme pero se me olvidó. Tenía ya la primera falta. Le pedí perdón a Eugenio y éste se mostró frío y distante. Pero no acababan allí sus reproches:
-Te has levantado por la noche y me has despertado al abrir la puerta del baño. Te voy a enseñar cómo se abren las manillas para no molestar a los demás.
Eugenio me dio una lección magistral sobre como se debía manejar la puerta sin meter ruido. Y yo tuve que seguir la senda marcada por él; era algo obligatorio.
Pasaron los días y una mañana de sábado ocurrió algo que me llamó poderosamente la atención. Me encontraba en la sala de estudio, lidiando con el Derecho Romano, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenio. Pasó delante de mí y al levantar la vista observé que se había cortado el pelo como si fuera un marine americano. La zona trasera de su cabeza se transparentaba por completo. Yo me quedé perplejo. ¿Cómo era posible que en 1981 un joven se rapara de aquella manera tan brutal? Incluso los reclutas en aquel tiempo llevaban el pelo más largo. Me pareció percibir algún cuchicheo a medida que Eugenio avanza por la estancia. Ocupó una de las mesas del fondo. Fue ver aquella cabeza redonda y descentrarme totalmente; no conseguí aprenderme ninguno de los artículos.
La curiosidad me picaba de veras. Pero conociendo lo arisco que era Eugenio, no me atreví a acercarme a él para hacer algún comentario al respecto. Me mordí la lengua y, con el mayor disimulo posible, pasaba cerca de él para evaluar el alcance del rapado. Decidí indagar por fuera aparte; cuando en la sala de lectura encontré a Joseba leyendo el periódico, me acerqué a él y en cuanto pude comenté el asunto:
-¿Te has fijado Joseba que rapado se ha metido Eugenio?; ¿tal vez se vaya a la mili?...
Con su socarronería habitual Joseba me respondió:
-Los pelados de Eugenio son una tradición en este colegio mayor. Si no quieres tener problemas con el, mejor no le comentes nada. Uno de su clase le pasó la mano por detrás de la cabeza, en plan broma, y Eugenio montó un numerito; el tipo acabó pidiéndole perdón por tomarse demasiadas confianzas.
Aquella noche, cuando caminábamos los dos hacia el apartamento, me esforcé por permanecer en silencio. Deseaba más que nada en el mundo preguntarle por el tema. Pero como siempre Eugenio no me dio pie a hacer ningún comentario. El silencio más absoluto nos acompañó.
Una vez en el cuarto, no pude contenerme y desoí los consejos de Joseba:
-Eugenio, ¿te puedo hacer una pregunta personal?
El estudiante de medicina me respondió.
-Depende de lo que me preguntes te contestaré o no.
Yo ya había dado el primer paso y no pensaba echarme atrás; no podía frenar mi curiosidad. Me arriesgaba a recibir una mala contestación pero aún así lo intenté:
-He visto que te has cortado el pelo muy cortito. A mí también me gustaría cortármelo así, pero no sé cómo se pide. Me podrías explicar…
Eugenio me frenó en seco:
-¡Más despacio, muchacho! ¿No estarás intentando quedarte conmigo, verdad? Ya sabes que a mí las bromitas no me hacen gracia…
Yo me disculpé lo mejor que pude:
-No, por Dios, Eugenio, nada más lejos de mis intenciones que querer ofenderte. Es que me quiero cortar el pelo así de corto desde hace años pero no me atrevo por el qué dirán. Al verte así de peladito me has dado envidia y me gustaría imitarte en esto también. Ya sabes que intento ser cada día más ordenado.
Entonces, Eugenio bajó la guardia:
-Bueno, veamos cómo te lo voy a explicar para que lo entiendas. De lo que te voy a contar ahora me debes prometer no decir nada a nadie. Los miembros de la Obra que somos numerarios elegimos la castidad y el celibato como medio de santificación. Renunciamos a placeres mundanos, como el sexo, por alcanzar un ideal supremo. Pero esto, que en teoría parece tan sencillo, en la práctica es algo muy difícil de alcanzar. Yo voy a clase y todos los días estoy expuesto a tentaciones. Cerca de mí se sientan compañeras muy guapas y debo tomar mis precauciones para no dejarme arrastrar por mis pasiones. A nuestra edad somos un volcán en ebullición pero hay que mantenerse a raya. Cada uno de los numerarios busca una forma de protegerse de la tentación. Yo, después de consultarlo con un sacerdote llamado don Alberto, que ya no está en Los Arcos, decidí que debería levantar un muro protector y opté por cortarme el pelo de esta manera, como si fuera un recluta. En mi pueblo, a los quintos pelones, las muchachas los rechazan porque no están en la onda, no son modernos, son los pelusos. Para mí es un sacrificio que gustoso se lo ofrezco al Señor. El corte de pelo que llevo es un escudo contra el pecado. ¿Lo has entendido ahora?...
Yo estaba totalmente fascinado por su explicación. Me apetecía prolongar aquella conversación todo el tiempo que fuera posible. Me recreaba morbosamente en aquellas palabras. Quería conocer todo tipo de detalles. El deseo de que me raparan a riguroso cepillo parisién lo tenía desde que en 1973 se jubiló el viejo barbero de la calle San Gregorio. Mi padre me acompañaba cada veinte días a la barbería y le exigía un rapado de tipo militar. Pero a partir del año 73, los nuevos barberos (peluqueros como se les empezó a llamar) me fueron dejando el pelo cada vez más largo. Y, paradojas de la vida, yo que envidiaba hasta entonces a los compañeros modernitos que lucían pelo largo, empecé a sentir interés por el único chico de mi clase al que seguían rapando como un recluta. Había nacido mi fetichismo por el cabello corto, rapado con maquinilla. Tenía planeado, aprovechando la lejanía de mi familia, cortarme el pelo muy corto. Escogería el día más adecuado. Sentía vergüenza con solo imaginarme que mis familiares y conocidos me viesen como un recluta pelón. Por lo tanto, debería estar al menos un mes sin ir por casa, para dar tiempo a que el pelo me creciera.
A la semana siguiente, mi habitación estuvo lista para ser ocupada, consiguiendo así una mayor independencia. A partir de aquel lunes pude bajar la guardia. Cuando en medio de la noche, me entraban ganas de orinar, podía encender la luz sin arriesgarme a ser recriminado por ello. Pero por otra parte, sabía que iba a echar de menos al estudiante de medicina. Me había acostumbrado a sus resoplidos, a sus miradas despectivas, a mantener cortas conversaciones con él antes de que apagase la luz. Solía hablarme de religión o me comentaba cosas del colegio mayor. Era el momento de las intimidades.
Pasó menos de un mes cuando, mientras caminábamos en dirección al apartamento, Eugenio me hizo una proposición:
-Fran, este sábado voy a cortarme el pelo de nuevo. Así que si quieres puedes acompañarme.
Yo enmudecí, se me cortó el habla. Era una oportunidad única para disfrutar de un rapado en toda regla. Reconozco que aquella sugerencia de Eugenio produjo una reacción extraña en mí. Me encontraba ante una disyuntiva. Si me cortaba el pelo como lo hacía Eugenio, el placer sería máximo. Durante el tiempo que durada el rapado en la barbería, el grado de excitación alcanzaría cuotas insuperables. Pero aquel mismo día debería enfrentarme a los comentarios maliciosos de mis conocidos. Mis compañeras de clase no permanecerían en silencio y tendría que darles explicaciones de algo que no tenía lógica aparente. Además, estaba el cumpleaños de un familiar al que debía asistir dentro de diez días. En mi casa pensarían que me había vuelto loco; no entenderían aquel brutal rapado.
De momento, dije que sí, acepté. Pero cuando llegó la hora de la verdad le di largas. Le expliqué lo que ocurría y con cara de desprecio el estudiante de medicina me contestó:
-Ya me imaginaba yo que te ibas a rajar; tú no eres un hombre de palabra. Tomas tus decisiones en función de lo que opinan los demás. Eres un tibio que jamás actuarás con valentía. Léete "Camino" (el libro estrella para los miembros del Opus) y reflexiona sobre lo pusilánime que eres.
No supe defenderme. Balbuceé algunas palabras pero reconozco que a Eugenio todo aquello le sonó a disculpa barata; sencillamente me ignoró. Nuestra incipiente y frágil relación de amistad se rompió en aquel mismo momento. Apenas me dirigía la palabra. Y yo me sentía culpable por haberle fallado, por ser tan poco valiente.
Cada quince días, aproximadamente, Eugenio visitaba al barbero. Casi siempre la mañana del sábado, hacia la hora del Ángelus, hacía acto de presencia en la sala de estudios con su riguroso rapado militar. Yo deseaba imitarle más que nada en el mundo. Incluso intenté sonsacar a Joseba para que me dijese en qué local se cortaba el pelo. Estaba dispuesto a merodear por allí. Tal vez el salón de barbería fuese visible desde el exterior y yo podría observar, con el mayor disimulo posible, cómo le cortaban el pelo a Eugenio. Tengo que reconocer que yo tenía el vicio de mirar en todas aquellas peluquerías de caballeros en las que algún cliente se cortaba el pelo cortito. Me solía quedar junto a la puerta, disimuladamente, y esperaba a que el barbero echase mano a la maquinilla; disfrutaba viendo como se la pasaban por detrás.
Pero no conseguí enterarme de cual era la barbería elegida por Eugenio. Nadie lo sabía. Todas mis indagaciones fueron infructuosas.
Y pasaron los meses. Llegaron las vacaciones de navidad y empecé a desear, con más fuerza si cabe, imitar a Eugenio. Aquello casi se convirtió en una obsesión. Tomé una decisión en firme. Nada más pasar las fiestas y volver al piso iba a tomar al toro por los cuernos. No podía vivir en aquel estado de ansiedad permanente. Estaba dispuesto a cortarme el pelo. Debía evitar a toda costa acudir a casa antes de que pasase un mes. Joseba me informó de que el cabello crece al mes un centímetro y medio, longitud suficiente para que el cuero cabelludo no se me transparentase.
Eugenio y yo coincidimos en la misma mesa a la hora de la cena. Le saludé cortésmente y él siguió mostrando su frialdad habitual. De nuevo, silencio sepulcral durante nuestro caminar hacia el apartamento. Pero una vez dentro me decidí a dar el paso. En realidad no tenía planificado como abordarle pero lo hice:
-Eugenio, me gustaría hablar contigo de un tema. ¿Tienes tiempo?
Eugenio me dijo que le acompañara a la pequeña salita donde en contadas ocasiones veíamos la televisión; existía censura previa para poder utilizarla. Eugenio era el encargado de encenderla, sin su permiso el aparato no podía funcionar. Cuando salían escenas subidas de tono la desconexión estaba asegurada. Recuerdo que por aquel entonces se estrenó "Los gozos y las sombras". Como era una obra de reconocido valor literario, convencí a Eugenio para que viéramos los dos primeros capítulos. Pero en la serie aparecían frecuentes alusiones sexuales y el tercer capítulo nunca lo pude visionar. El estudiante de medicina me pidió que fuera al grano y yo le expuse mi proyecto:
-Me gustaría pedirte un pequeño favor. Sé que te defraudé hace unos meses pero quiero que me des una segunda oportunidad. Me quiero cortar el pelo…
Y Eugenio me interrumpió con brusquedad:
-¡A mí cachondeos no! Ya me hiciste perder el tiempo una vez y al final te rajaste. Olvídate del tema.
Pero yo insistí, casi le supliqué que me escuchara. Y al final conseguí convencerle de que mis intenciones eran buenas:
-Ya sé que te fallé, pero te pido una nueva oportunidad. Me preocupa mucho el que dirán y debes ser más comprensivo conmigo. He estado leyendo sobre el tema de la personalidad y creo que todavía no la tengo formada. Eugenio, me gustaría cortarme el pelo como tú, con maquinilla. Dame una nueva oportunidad. De lo contrario me demostrarás que eres incapaz de perdonar y eso tú y yo sabemos que no es muy cristiano que digamos…
Me expresé con tal firmeza que resulté convincente y al final oí lo que deseaba:
-Está bien, te voy a dar una última oportunidad. Si esta vez te echas atrás, será mejor que te olvides de mí. No me gusta que nadie juegue conmigo, y menos en un tema tan trascendental. No se trata de un simple corte de pelo, es un compromiso de sacrificio, una muestra de abnegación. No debes vivirlo como un experimento de adolescente.
Tuve que concretar la cita. El sábado 9 de enero de 1982, a las 10 de la mañana, me presentaría en la llamada sala gótica, donde me estaría esperando Eugenio. La noche anterior me costó conciliar el sueño. Iba a dar un gran paso, pero tenía temor a las consecuencias. Sin embargo, no dudé, ni por un instante, en presentarme en el lugar acordado a la hora prevista. Tenía la sensación de haber firmado la sentencia de muerte de mi pelo. En realidad no estaba demasiado largo. En aquel tiempo solía cortármelo a navaja. Lo llevaba peinado hacia atrás. Las orejas siempre despejadas y el cuello bien pulido; lo único que necesitaba era un arreglo.
El despertador sonó a las 7 de la mañana. Quería aprovechar el tiempo. Me levanté diligentemente. Recuerdo a la perfección todos los detalles. Después de encomendarme al Señor, me puse mi bata marino y me dirigí al cuarto de baño. Me aseé a conciencia. Dudé entre afeitarme o no. Jamás me había rasurado la cara ningún barbero y sentía deseos de vivir una nueva experiencia. Por lo tanto, no utilicé los bártulos del afeitado. Todo yo olía a Agua Brava. El aroma amaderado impregnaba mi piel y pulvericé una buena cantidad de colonia en mi ropa. Los días anteriores estuve cavilando sobre que ropa era la más apropiada para vivir aquella experiencia. Al final fui muy osado. Sabía que iba a llamar la atención usando mi traje gris marengo. Mis compañeros de colegio no entenderían que me pusiera de tiros largos así por las buenas. Pero estaba dispuesto a vencer todos mis prejuicios y temores. Debería, a partir de aquel día, hacer lo que realmente creyese correcto, sin tener en cuenta la opinión de los demás.
Delante de mí tenía el traje gris, muy bien planchado. Antes debía ponerme la muda. Aquella mañana estaba de estreno. En una mercería del casco antiguo me había comprado un par de juegos de ropa interior y los tenía sin estrenar, reservados para algún acontecimiento especial; sin duda aquel era el momento. Empecé por el braslip calado Ocean, alto de cintura y continué por la camiseta de tirantes a juego. Me gustaba mirarme en el espejo mientras me estiraba la camiseta para que quedase bien encajada. Por último me coloqué los calcetines grises oscuros de Ejecutivo, imitando a la silueta masculina que aparecía en la caja de cartón donde se guardaban. Me miré una y otra vez en el espejo, por delante y por detrás, ayudándome con un espejo de mano.
Luego me puse la camisa blanca, de un blanco radiante, con los gemelos de imitación oro, la corbata gris oscura de brillo, con el prendedor dorado a juego de los gemelos. Terminé subiéndome los pantalones; para sujetarlos mejor, les había colocado unos tirantes grises con hebillas metálicas doradas, que gradué hasta que se me encajaron bien en la cintura. El chaleco gris, de la misma tela que el resto del traje, me daba un aspecto elegante y solemne. Había llegado el momento de calzarme y me senté en la única silla que había en la habitación. La noche anterior había lustrado mis zapatos negros, lisos y de cordones; brillaban tanto que se reflejaban en ellos las bombillas de la lámpara. Por último, me coloqué la americana y me miré una y otra vez en el espejo. Quería retener en mi memoria aquel momento sublime. Al fin iba a poder convertir mi deseo más profundo y oculto en una realidad. Eugenio se había metido en el cuarto de baño. Me sobraba tiempo, porque el desayuno no era hasta las ocho y media de la mañana. Estuve repasando un tema de Historia del Derecho que trataba sobre la Inquisición. Cuando oí salir del baño a Eugenio me acerqué a él para decirle que si quería le esperaba para que bajáramos juntos a desayunar:
-Vale, tardo poco. Oye, ¿pero es que hay alguna fiesta?; ¿lo del traje y la corbata a qué santo viene?; ¿ya te acuerdas de dónde hemos quedado para ir juntos?
Yo me sonrojé ante tanta pregunta irónica. En aquel momento pensé que había errado vistiéndome así porque lo único que iba a conseguir era llamar la atención de los demás; y bastante iba a estar en boca de los residentes después del corte de pelo. Me justifiqué lo mejor que pude:
-Verás, Eugenio, yo creo que para acompañarte a la barbería debo ir bien vestido. Quiero causar buena impresión, estar a la altura de las circunstancias…
Pero al futuro médico no le convencí:
-Te van a llenar de pelillos el traje. Yo voy a ponerme un jersey y unos pantalones grises, ropa sufrida. De todas las maneras ya no tienes tiempo para cambiarte, así que trajeado tendrás que venir. El caso es llamar siempre la atención. Creo que no estás aprovechando demasiado las enseñanzas de "Camino". Debes leerte los párrafos en los que se habla de la humildad…
Me puse mi abrigo marino y reforcé aún más mi imagen de caballero elegante. Además, me había perfumado con insistencia con la colonia de Agua Brava. Toda mi ropa desprendía aquel aroma penetrante y Eugenio me recriminó por ello:
-Tan desagradable es desprender mal olor como echarse colonia a raudales. Como decimos los médicos, saturas con tu aroma a Agua Brava la pituitaria de mi nariz.
Yo me disculpé lo mejor que pude por toda cadena de errores cometidos pero Eugenio no se conmovió. Rara vez coincidíamos por la mañana para bajar juntos a desayunar. Yo deseaba estar lo más cerca posible de él. En mi interior, albergaba el temor de que en esta ocasión fuera él quien me diera plantón. De ser así, me buscaría la vida solo. Yo, aquella mañana de sábado, debía cortarme el pelo como un marine. Veía aquel día como una oportunidad única. Durante las vacaciones navideñas había estudiado de firme para disponer de aquel sábado al completo para el recreo de mis sentidos.