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EUGENIO 2 (VERSIÓN CENSURADA) by BARBERO MILITAR


Me senté en la misma mesa que Eugenio para desayunar. Él me ignoró; estuvo charlando sobre los estudios con Joseba. Éste último me comentó que veía raro que me sentara en la mesa de los matasanos, que mejor estaría junto a los picapleitos, como se conocía cariñosamente a los estudiantes de derecho. Pero permanecí allí, pendiente de que el café con leche no me salpicara los puños de la camisa, o que una magdalena empapada cayese a traición en mi regazo, manchándome mi pulcro traje.

Yo no podía perder de vista a Eugenio. Me sentía como un perrillo que no se despega de su dueño. Pero mi amo era muy frío conmigo y no me daba pie a que me tomase confianzas con él. Le seguí hasta la sala de lectura, donde estaban los periódicos del día y el televisor, como casi siempre apagado. Me senté en otro asiento, guardando una distancia prudencial y cogí un periódico. Ni que decir tiene que no me enteraba de nada de lo que leía. Estaba tan nervioso que era incapaz de concentrarme. Me di cuenta de que Joseba y Eugenio mantenían una buena relación de amistad. Joseba se dirigía a él con el diminutivo de Eugeni y le sonreía constantemente. Todos mis intentos por llevarme bien con Eugenio habían sido en vano. Constantemente me miraba por encima del hombro y me recriminaba mis fallos. Pero lo que él no sabía es que aquella mañana se iba a convertir, involuntariamente, en un instrumento de placer. El morbo que había estado alimentando en mi interior, el fetichismo por los cortes de pelo rapados, se iba a hacer realidad en aquel día. Lo que para Eugenio era motivo de mortificación para mí era una fuente de placer. Pero debía fingir resignación ante aquel aparente castigo al que iba a ser sometido. Me apetecía que Eugenio se regocijase al verme pelado como un recluta, que creyese haberme sometido a un acto penitencial.

Y no llegué a pisar la sala gótica, el lugar de encuentro establecido, porque a eso de las diez menos cuarto Eugenio me miró, y me hizo un gesto con la cabeza, indicándome que le acompañara fuera de la sala. Se limitó a ordenarme lo siguiente:

-No perdamos más tiempo. Veo que estás preparado y podemos coger la Villavesa (autobús urbano de Pamplona) de las diez. Me puse mi abrigo marino, la bufanda gris y los guantes negros y salimos al Campus. Observé los chopos pelados, sin hojas, la típica estampa invernal. Un viento gélido soplaba en aquella mañana de enero. Eugenio permaneció en su habitual silencio. Yo sabía que si hacía algún comentario podría salir malparado; era todo un experto haciendo desprecios a los demás. Avanzamos a gran velocidad. El autobús urbano iba casi vacío a esas horas. Nos sentamos juntos en aquellos asientos de madera. Cuando el motor se puso en marcha tenía un nudo en la garganta. Según iba avanzando, sentía más próxima la ejecución de mi supuesto castigo.

Nos bajamos en la populosa y céntrica Plaza del Castillo. En pleno casco viejo, en una calle llamada Santo Domingo, se encontraba el local al que nos dirigíamos. Recuerdo una puerta pintada de claro y un cristal esmerilado, que no permitía que los fisgones como yo nos recreásemos la vista. En el interior el tradicional sillón de barbero giratorio, con los brazos de porcelana blanca, el posapiés metálico labrado y el respaldo y asiento de rejilla. Una estufa de butano, la popular catalítica, servía para calentar el establecimiento. Era una barbería antigua y un tanto desvencijada. Al parecer, al viejo barbero le quedaban pocos años para la jubilación y no invertía su dinero en arreglar el negocio. El señor posiblemente había superado la barrera de los sesenta años. Recuerdo a un hombre calvo, con una modesta franja de pelo en la zona posterior, bajito y que vestía una bata azulada, más propia de un ferretero que de un barbero.

Me llevé una gran sorpresa al descubrir que los únicos clientes que había en aquel momento eran dos soldados. Estaban uniformados de caqui. Uno de ellos permanecía sentado. Al llevar el pelo bien corto de atrás, deduje que ya había pasado por las manos del fígaro. El compañero ocupaba el sillón giratorio, cubierto con una capa blanca, estaba a punto de ser despachado. El señor mayor usaba la navaja para perfilarle el corte.

Aquella presencia de militares en el local alteró mi sistema nervioso aún más; creo que sufrí una especie de taquicardia. Estaba a punto de vivir una de las experiencias más excitantes de mi vida. Desde principios de 1973, no había lucido un corte de pelo a cepillo. Me quedaban minutos para gozar de una imagen capilar similar a la de los reclutas.

Cuando el barbero terminó con el soldado pronunció las siguientes palabras.

-¡Servido! Ya no podrán arrestarle por llevar el pelo largo. Va a estar más fresquito que una lechuga.

Era el turno de Eugenio. Éste se sentó con diligencia en el sillón y fue tapado por la capa blanca. Le sujetaron el cuello con una tira de papel que en forma de rollo se almacenaba en la pared dentro de un contenedor metálico. El viejo oficial le preguntó cómo se encontraba y Eugenio contestó con frialdad. Era considerado por éste como un cliente habitual y seguro:

-Bueno, joven, ¿cómo cortamos ese pelo?, ¿cómo siempre? Meteremos la maquinilla bien hasta arriba, la del cero…

Al escuchar aquellas palabras alcancé un nivel máximo de excitación. Si era capaz de controlarme, el placer resultaría mayor. Pero es que aquellas expresiones que empleó el barbero desencadenaron por si mismas mi pasión secreta por el tema.

El barbero tenía encima de la repisa un contenedor especial para desinfectar la herramienta, de color crema y que se asemejaba por su forma a una panera. Allí guardaba las maquinillas de mano, las únicas que usaba. A principios de los años ochenta, estos instrumentos apenas se utilizaban en algún servicio. Por ese motivo tal vez aquel señor mayor no invirtió dinero en una maquinilla eléctrica y se arregló hasta el final de su vida laboral con las manuales. Escogió una de ellas y la movió en el aire como si quisiera desentumecer sus dedos. Acto seguido, la encajó en el cuello de Eugenio y empezó a subírsela. Yo no quitaba ojo. Me incliné todo lo que pude para contemplar, lo más de cerca posible, como aquel señor mayor movía con su mano la maquinilla, de manera rítmica y como pequeños mechones de pelo caían al suelo o se quedaban incrustados en las oquedades de la capa barbera.

La maquinilla a su paso por la cabeza de Eugenio limpiaba ésta de pelo, de tal forma que se le transparentaba perfectamente el cuero cabelludo. Al ser el pelo de Eugenio castaño claro, daba la sensación de que no le quedaba absolutamente nada de cabello. En la cabeza de Eugenio aparecían grandes franjas, a modo de calles, que me recordaban los claros de un bosque. Y aquel sonido tan entrañable de la maquinilla, que se movía gracias a un sistema de muelle, me trajo gratos recuerdos de la infancia.

A los pocos minutos Eugenio tenía la parte posterior de la cabeza completamente despejada. El barbero reemplazó la maquinilla del cero por la del uno para disimular la raya que deja este instrumento. Por último recurrió a la del número dos, terminando todo el proceso con la tijera. Lo que más le costó fue recortar la zona de arriba. Utilizó la tijera de entresacar, dentada, y después otra normal para rematar la faena. Pero el punto final lo puso pasando la brocha de afeitar, que humedeció y enjabonó ligeramente. Ayudado de la navaja barbera fue perfilando las patillas cuadradas, las guías traseras y el cuello de Eugenio. Le aplicó una buena mano de loción capilar Flöid y dio por terminado el trabajo. Con la ayuda de un espejo de mano, de considerables dimensiones, mostró a Eugenio el resultado:

-Ya ve, caballero, el pelo cortado como para una inspección militar….

El alicantino asintió con la cabeza y le pidió que le afeitara. La espera se me estaba haciendo eterna. Además, como todos los buenos profesionales, este barbero era muy metódico y detallista. Utilizaba toallas humedecidas en agua caliente para reblandecer la cara. El enjabonado le llevaba también bastante tiempo, una y otra vez pasaba la brocha por la cara de Eugenio, buscando la máxima suavidad. Le dio dos pasadas de navaja barbera, apurando el rasurado. Al final le aplicó una buena mano de loción de afeitar Flöid, mentolado vigoroso.

Eugenio se levantó del sillón y, tras pagar, dirigió su mirada hacia mí y exclamó:

-Es tu turno. Ya te puedes sentar…

Mientras miraba su reloj, controlando el tiempo, yo ocupé la plaza que mi compañero de apartamento había dejando vacía. Noté que el asiento permanecía aún caliente. Es difícil de describir cómo me encontraba yo en aquel momento; me daba la sensación de estar flotando en una nube, de vivir algo irreal por tantas veces deseado. Cruce las piernas y me recogí el pantalón, exhibiendo los calcetines. El señor mayor me colocó la capa blanca, sujetada con la tira de papel. Guardé silencio a la espera de que el barbero preguntara:

-Y a usted joven, ¿cómo le cortamos el pelo?...

Me costó articular las pocas palabras que pude pronunciar:

-Pregúntele mejor a Eugenio….

Éste permanecía en pie, cerca del sillón, y aceptó la responsabilidad de ser él quien diera las instrucciones pertinentes:

-Le va a cortar el pelo tal corto como a mí. La maquinilla bien subida hasta la coronilla y en los laterales hasta las sienes; no tenga cuidado que no va a protestar por mi pelón que quede. Él y yo sabemos el motivo por el cual debe cortárselo de esta manera.

El barbero, hombre prudente donde los hubiere, sintió curiosidad por saber que había detrás de aquellos cortes de pelo tan brutales. A principios de 1982 no era normal que dos jóvenes, no militares, sacrificasen sus cabellos de aquella manera, sin tener una justificación aparente. Tanteó el terreno para ver si podía descubrir la causa de todo aquello:

-Tal vez ustedes estén a punto de ingresar en milicias universitarias. Tengo un sobrino que estudia para ingeniero y al que le corté el pelo este verano bien cortito porque se iba de campamento; pero les tengo que decir que no es necesario tanto rigor en el corte. Si estuviera aquí un señor mayor que viene a visitarme con frecuencia, y que es militar retirado, se lo podría confirmar…

Eugenio, como era de esperar, abortó cualquier intento por parte del barbero de curiosear sobre este, para él, delicado tema:

-Mire, yo estoy muy contento con sus servicios; me gusta como me corta usted el pelo. Pero, no se lo tome a mal, no me apetece contar cosas íntimas. Proceda a cortar el pelo a mi compañero como le he dicho.

El barbero se quedó cortado, hasta el punto que apenas volvió a dirigirnos la palabra. Yo mismo me sentí violento por la actitud claramente despótica que había mostrado Eugenio. Me hubiera apetecido hacerle preguntas sobre cómo cortaba el pelo a los jóvenes de generaciones anteriores. El horno no estaba para bollos y decidí disfrutar de la experiencia en silencio, interiorizando lo que me iba a ocurrir.

El señor mayor abrió de nuevo aquella especie de panera en que guardaba las maquinillas y tomó la del cero. La movió entre sus manos, para comprobar que estaba en perfectas condiciones y me la colocó en el cuello. Con la otra mano me sujetaba la cabeza, inclinándomela ligeramente para que el instrumento se deslizara con mayor suavidad.

Había llegado el momento de la verdad. Ya era tarde para arrepentirme. Oía perfectamente mi respiración porque el silencio era casi absoluto. Y, de repente, sonó el movimiento acompasado de la maquinilla, aquella musiquilla mecánica que apenas recordaba y que permanecía en mi memoria más profunda, la de la ya lejana infancia. Además, empecé a sentir un cosquilleo extremadamente placentero, muy difícil de describir con palabras. El grado de nerviosismo y excitación era máximo.

Notaba como la maquinilla, con su fría cuchilla metálica, avanzaba imparable por mi cogote y subía hasta mi coronilla. El barbero abría calles paralelas para cercenarme el cabello. Tuve que imaginármelo porque lógicamente no podía ver lo que estaba pasando. Tan solo me veía a mí reflejado en el espejo, con una capa blanca inmensa. Contemplaba como el barbero, cada poco tiempo separaba la maquinilla de mi cuero cabelludo para deshacerse de los mechones de pelo que se acumulaban en la misma. Restos de cabello se incrustaron en los pliegues de la capa, formando grandes copos negros.

Pero lo que más me impactó fue cuando comenzó a pasarme la maquinilla del cero por el lateral derecho. Además del sonido mecánico y el cosquilleo que tanto placer me producía, pude ver como mi patilla se esfumaba; en su lugar quedaba, casi imperceptible, cabello cortado a un milímetro de longitud. La esquiladora metálica avanzaba imparable hacia mi sien, dejando el cuero cabelludo a la intemperie a su paso. Aquel pelado me impactó de verdad. Pensé en el tiempo que sería necesario para que mi cabeza volviera a cubrirse de cabello.

Miré hacia donde estaba sentado Eugenio. Éste a ratos leía El Diario de Navarra y de vez en cuando echaba una mirada hacia el sillón en que me encontraba sentado. En un momento dado, tal vez aburrido de leer, se levantó de su silla y se acercó hacia el lugar de la acción. Yo quería hacerle partícipe de lo que allí estaba sucediendo, me apetecía que opinara, que hiciera algún comentario al respecto.

-¡Menudo pelado que me están pegando, Eugenio! Ni en la mili te lo rapan así….

Pero en vez de contestar él, quien tomó la palabra fue el barbero:

-Ya lo creo, majo, ¡aquí van a resbalar las moscas! Me he limitado a seguir las instrucciones recibidas. En la mili hoy en día no lo cortan casi nada. En mis tiempos si que nos rapaban al cero y con la maquinilla del doble cero si te castigaban. Yo, que serví en Zaragoza, tuve un destino de barbero. Recuerdo una tarde en que el capitán Ramírez mandó rapar al dos ceros a más de cincuenta tíos. A mí me dolía la mano de tanto mover la maquinilla. Así que para mí manejarla es coser y cantar; adquirí mucha práctica en el cuartel.

Yo estaba a punto de estallar del gozo que sentía. Aquellas palabras me habían calentado aún más. Le pregunté al barbero la diferencia que existía entre el cero y el dos ceros, también llamado doble cero:

-La maquinilla del cero, que es la que le estoy metiendo ahora, deja una largura de pelo de un milímetro, pero la del dos ceros, deja medio milímetro, o sea la cabeza casi afeitada. A mí en el fondo estos cortes de pelo, que ya no se los hace casi nadie, por no decir nadie, me gusta practicarlos. Son muy rigurosos pero muy masculinos e higiénicos.

Al final Eugenio se decidió a participar de la conversación.

-Uno de los motivos de que mi compañero de piso y yo nos pegamos estos pelados es precisamente la higiene y la comodidad. Con una largura de pelo normal hay que dedicar un tiempo a peinarse. Tenemos sólo un cuarto de baño y siempre andamos a la carrera…

Eugenio intentó justificar así aquel rapado tan fuera de lugar, pero él y yo sabíamos que había motivos más profundos. A mí de repente me vino a la cabeza una vivencia de la infancia, de cuando tenía doce años. Corría el final de 1974 y en la zona norte de España hubo una oleada de piojos. En algunos colegios de Bilbao y Logroño, acudieron efectivos de sanidad y cortaron el pelo casi al rape o incluso al cero a cientos de muchachos. La noticia la dieron en televisión y apareció también en prensa. Nuestro tutor nos aconsejaba que llevásemos la cabeza bien limpia y que nos cortáramos el pelo más de lo habitual, porque si aparecían los de sanidad nos iban a pasar las maquinillas hasta dejarnos la cabeza como un huevo. Pero para mi pesar aquellas amenazas no se cumplieron. Durante semanas, el posible rapado general estuvo en boca de todos. Y saqué el tema a relucir delante de Eugenio y el barbero. Mi compañero de piso estaba totalmente desinformado al respecto pero aquel señor mayor lo recordaba perfectamente:

-Ya lo creo que me acuerdo de aquello. En los colegios iban melenudos y no se lavaban el pelo ni de Pascuas a Ramos. La falta de higiene fue la que produjo la infección de piojos. Aquí cortaría el pelo, a cepillo parisién, a unos seis u ocho chavales. Yo al peinarles, con disimulo, me fijaba si tenían liendres. Fue entonces cuando me compré este cacharro que dicen emite ondas eléctricas que desinfectan. El cliente que viene después no tiene porque pagar los platos rotos y salir con lo que no ha traído…

Eugenio hizo alarde de sus conocimientos de medicina ilustrándonos sobre las nefastas consecuencias de la picadura del llamado "piojo verde":

-En la posguerra, el conocido popularmente como "piojo verde" fue el transmisor de una enfermedad mortal, el tifus exantemático, que no hay que confundir con la fiebre tifoidea. Producía fiebres muy altas, incluso una pérdida de consciencia. Ese fue uno de los motivos por en que en muchas escuelas a los chicos se les rapara al cero.

Aquellos comentarios no tenían desperdicio y ayudaban a caldear más el ambiente. El lateral derecho ya estaba completamente rapado al cero, es decir que mi pelo tenía una longitud de un milímetro. El cuero cabelludo se encontraba a la intemperie. Mi piel, que había estado protegida del sol por una mata de pelo durante muchos años, era tan blanca como la leche, contrastando brutalmente con las zonas cubiertas de cabello. Y le tocó el turno a la zona izquierda. Con la misma rapidez la maquinilla mecánica devoró el cabello que se esparció por el suelo de la barbería. A los pocos minutos, tan solo la zona superior de la cabeza conservaba el pelo. Tanto la parte trasera, invisible para mí, como los laterales se encontraban desprotegidos.

Fue el momento en que el barbero cambió de instrumento, echando mano a la maquinilla de cortar el pelo al uno. Me la fue subiendo en la zona superior trasera y en las sienes. Para continuar con el corte a cepillo se sirvió de la maquinilla del dos, que tenía las púas mucho más anchas. Me la pasó por la parte superior de la cabeza, quedando a salvo la zona del flequillo. Tenía al final de esta operación un ridículo pompón de cabello cuya largura fue drásticamente reducida por aquel señor mayor. Utilizó primero la tijera dentada de entresacar, para rebajar la cantidad de cabello, y luego con otra más larga empezó a esculpir la forma de un cepillo. Se esmeró mucho para cuadrar el pelo, dejando una superficie lisa en la que ningún cabello sobresalía más que otro.

Aquel que veía reflejado en el espejo me parecía un desconocido. Me recordaba a un marine americano. Los soldados que me habían precedido en aquel sillón parecían unos ye-yés al lado mío. Pero el corte aún no estaba terminado, faltaba rematarlo con la navaja barbera. Sentí cómo me raspaba en los laterales traseros y como me perfilaba la zona de las patillas. Después vino el masaje con la loción capilar Flöid. ¡Aquel aroma penetrante me traía tantos recuerdos de mi niñez!

Y llegó el momento más esperado. El barbero cogió el espejo de mano y me mostró el resultado en la parte trasera. Me causó un efecto brutal. Hasta la coronilla el pelo era casi inexistente, tenía la cabeza desnuda, se transparentaba la piel blanca del cuero cabelludo. Me movió la cabeza para mostrarme los laterales que aparecían igualmente repelados. El corte de pelo era técnicamente perfecto. Me resultaba difícil creer lo que estaba viendo. Permanecí mudo, me costaba pronunciar las palabras. Eugenio había sido especialmente severo conmigo al dar las órdenes. El señor mayor, que seguramente también pensaba que aquello era demasiado, intento consolarme, buscar el lado bueno de las cosas:

-Va muy corto, desde luego, cortísimo, cortísimo. Pero usted tiene una cabeza con una forma muy apropiada para este tipo de cortes. Le queda bien. Es un corte de aseo y muy cómodo. Además ¡quién tuviera su edad! ¡La cabeza me afeitaba yo por tener veinte años! Echaba una gorra y arreglado…

También le pedí que me afeitara. Aquella iba a ser la primera vez. Recuerdo que introdujo en la zona superior del sillón el posacabezas y al apoyar mi nuca noté que ésta estaba desprotegida. El afeitado fue una experiencia placentera: las toallas calientes para abrirme los poros; el enjabonado con la brocha de afeitar, que recuerdo tenía un mango de madera clara con un remate cromado y la rasurada de la cara con la navaja barbera, previamente afilada en el suavizador. Después vinieron los paños fríos y el masaje con la loción de afeitar Flöid, mentolado vigoroso.

Cuando terminé y pagué tenía ganas de hacer algún comentario. En la barbería se encontraban otros dos señores mayores a la espera de ser atendidos. Uno de ellos tuvo una intervención que me gustó mucho:

-Estos jóvenes parece que se nos van a la legión. ¡Menudo repelón que les has metido, Lucas! Se les ven las ideas. Ahí os van a resbalar las moscas. Mejor así que con melenas, desde luego.

Yo, mientras aquel hombre tan campechano y entrometido decía sus gracias, aproveché para sobarme el cráneo por detrás. Aquellos milimétricos cabellos raspaban al ser acariciaros a contrapelo como si fueran alfileres. Y aquel señor mayor, con marcado acento navarro, dio un paso más en su atrevimiento y me tocó la cabeza. Sentí su mano cálida en mi cuero cabelludo y le sonreí, agradeciéndole que hubiera tomado esta iniciativa.

Eugenio se despidió con su frialdad habitual y con la cabeza me indicó que era el momento de abandonar el establecimiento. Una vez fuera, el frío cruel se cebó en mi rapado cráneo. Sentía el viento gélido soplando en mi desprotegida nuca. Se lo comenté a mi compañero y éste me respondió con su habitual ironía:

-Así te harás un hombre. Debes curtirte la piel. No eres ninguna damisela que deba protegerse la cabeza con tirabuzones. Cuando lleguemos al colegio mayor ya sabes que algunos se burlarán de ti. Ponte en tu sitio e ignóralos. Si te resulta humillante esta situación, ofrécesela como un sacrificio al Señor. Al final has sido capaz de hacerlo. Te felicito por ello.

Fue una de las pocas veces que Eugenio reconocía mis méritos y me sentí orgulloso de ello. Cuando llegamos al colegio mayor, nos metimos directamente en el estudio. Creo que alguno nos vio en el zaguán y seguramente comentaría algo al respecto. Pero todo esto no lo recuerdo bien. De lo que sí estoy seguro es de la oleada de murmuraciones que se levantaron cuando Eugenio y yo hicimos acto de presencia en la sala de estudio. Uno de los allí presentes levantó la voz exigiendo silencio.

A la hora de la comida, decenas de muchachos se acercaban a mí. Me preguntaban que cual era el motivo de aquel rapado tan brutal y muchos me tocaban la cabeza para sentir el tacto del terciopelo. Pero hubo un chico, que estaba en tercero de medicina y procedía de un pueblo de Navarra llamado Peralta, al que la cosa le gustó especialmente. Yo tenía la costumbre de leer la prensa diaria en el salón general mientras hacía tiempo para la hora de la comida. El chico de Peralta solía aparecer también a esas horas. Se acercaba a mí, a traición, y me sobaba la cabeza. Solía decirme que ya lo tenía largo y que debía rapármelo más. Imitaba el sonido de la maquinilla y fingía estar pasándomela. Él llevaba el cabello algo largo y se burlaba de mi corte de pelo de recluta.

Aquella tarde de sábado también sucedió algo muy curioso. Como ya he comentado antes, había decidido tomarme el día libre. Me hubiera resultado casi imposible centrarme en el estudio después de la experiencia en la barbería. Acudí al salón general en busca de alguna revista interesante que leer. Hacia las seis de la tarde, aproximadamente, apareció Eugenio en compañía de otro chico, al que no conocía de nada. Eugenio se acercó a mí y me pidió que les acompañase un momento. Yo obedecí y recuerdo que me fijé en cómo le brillaba la cabeza a mi compañero de piso. Sentí ganas de acariciarle la cabeza, pero me contuve. Recibí la siguiente proposición.

-Verás Fran, este chico que ves aquí acaba de terminar medicina y anda preparando la tesina de fin de carrera. Necesita experimentar con chicos que son fumadores y con los que no lo son. Pretende demostrar científicamente, por el método experimental, que el tabaco facilita la aparición de arteriosclerosis. He pensado que como estás leyendo y pasando el rato podrías hacer algo de más provecho. Acompáñanos a la Clínica Universitaria y haremos un experimento contigo. Tú vendrás en calidad de no fumador.

Joseba acudió como fumador. Al parecer aquel joven intelectual se había pasado la mañana experimentando con otros chicos de colegios mayores. Le debían faltar pocos especimenes para acabar el experimento. Nos metimos los cuatro en una pequeña sala, con una camilla, una mesita supletoria y un par de sillas. Tenía una máquina, en apariencia bastante sofisticada, que recogía los datos.

Primero pasó Joseba, se tumbó en la camilla y le aplicaron un gel conductor en el brazo derecho. Con la ayuda de una especie de banana metálica, recubierta de plástico, entró en contacto con las arterias del muchacho y fue recogiendo diferentes datos. Joseba tuvo que quitarse la camisa y la camiseta de tirantes, se quedó con el torso desnudo. Sonreía mientras nos mostraba a los allí presentes su fortaleza física. Le aplicaron más gel y de nuevo se repitió el experimento. Después de quitarse los restos de gel con la ayuda de un papel, llegó la parte más comprometida. Aquel caballero, recién salido de la facultad de medicina, era sin duda miembro de la Obra y poco amigo de las exhibiciones:

-Mira, Joseba, ahora tengo que buscarte una arteria que pasa por la zona del pubis. Te vas a tener que soltar un poco el pantalón y…

Joseba se hizo el gracioso. Me encantó la manera que tuvo de expresarse:

-No hay problema, me quedo en slip porque hoy estoy de estreno.

Pero el médico frenó en seco sus tendencias exhibicionistas:

-No es necesario, suéltate el pantalón y te sujetas los calzoncillos un poco.

No pudimos admirar el slip recién estrenado de Joseba. El médico realizó la prueba con el mayor de los sigilos. El puritanismo del Opus Dei estaba presente.

Después le tocó el turno a Eugenio, que colaboró silencioso y diligente con el médico. El último en hacer de conejillo de Indias fui yo. Recuerdo que cuando me tumbé en la camilla noté una sensación extraña y excitante. Mis milimétricos cabellos rozaban la superficie lisa de la zona superior de la camilla. Moví la cabeza y sentí la suavidad del terciopelo a través del roce. El gel conductor, de color azul, me pareció frío y pringoso. Esperaba con ansiedad al final de la prueba, lo más humillante sin duda:

-Bien, Fran, Ahora te vas a soltar el pantalón, bájate la cremallera. Sujétate con la mano derecha el calzoncillo para que así te pueda aplicar el gel. Recogí lo mejor que pude mi braslip calado, dejando a la intemperie la zona del pubis. Observé que el médico apenas me miraba, una vez que colocó la banana en el sitio adecuado se distrajo, como si se sintiera violento por lo íntimo de la zona. En cuanto termino tanto Eugenio como él me dijeron casi al unísono:

-Tápate, tápate, ponte bien los pantalones.

Después de la cena, unos minutos antes de marcharme con Eugenio al apartamento, tuve ocasión de comentar lo sucedido con Joseba. Éste me dio su opinión sobre el tema:

-Verás, Fran, el chico con el que hemos colaborado en el experimento también es de la Obra, numerario como Eugenio. Sé que te habrá parecido ridículo que un médico sienta rubor por ver a otro varón en paños menores, incluso desnudo. Realmente es absurdo.

Yo expresé mi punto de vista:

-Entiendo perfectamente que se sonroje si fuera una chica la que se tuviera que bajar la ropa interior, pero tratándose de alguien del mismo sexo no veo a santo de que viene tanto puritanismo.

Joseba intentó ponerme al día sobre este tipo de costumbres:

-Verás, Fran, para los miembros del Opus el cuerpo humano es un tema tabú. En otros colegios mayores, las duchas no tienen tabiques, porque así se aprovecha más el espacio. Todos se duchan en pelota, delante de los demás y no ocurre nada. Pero aquí es obligatorio envolver el cuerpo en un albornoz y solo te lo puedes quitar una vez dentro de tu compartimento. Te doy un consejo, si quieres continuar en Los Arcos es mejor que no preguntes demasiadas cosas y menos que expongas abiertamente tus puntos de vista. Las cosas son como son y es mejor aceptarlas. Por cierto tu corte de pelo también tiene mucho de pornográfico, la cabeza está desnuda. ¿Quién ha sido el pelagatos que te ha rapado así?

Yo le expliqué que detrás de aquel pelado tan riguroso había motivos personales, que para mí era una especie de mortificación. Joseba no quiso indagar sobre el tema pero me dio a entender que se imaginaba la intervención de Eugenio en todo aquello.

-Es una barbaridad hacerse algo así. No se lo comentes a Eugenio, pero este tipo de sacrificios no sirven para nada. En clase tus compañeros te van a mirar raro y no digamos nada las chicas. Bueno, espero que no vuelvas a caer en estos extremismos.

Y le pregunté si me quedaba mal aquel rapado:

-Bueno, date la vuelta que te vea. Verás, mal no queda, porque tienes una cabeza muy bien redondeada y no presentas cicatrices, pero es que se te ve casi la calavera. Aquí te han metido la maquinilla del cero pero hasta arriba.

Mientras pronunciaba estas palabras me pasaba, con suavidad y muy despacio, sus dedos por el cogote. Me comento que en un mes aproximadamente tendría un centímetro y medio de cabello, suficiente para que no se me transparentase el cuero cabelludo. Por desgracia Eugenio irrumpió en la estancia y se acabó nuestra conversación. Era el momento de caminar hacia el apartamento.

Una vez dentro del piso saqué el tema del corte de pelo. Me quejé de que algunos compañeros del colegio se habían puesto muy pesados con el tema y que me sobaban la cabeza como si fuera un oso de peluche. Eugenio insistió en que debía darle un sentido penitenciario al asunto. La mortificación era muy necesaria para todos. Cualquier dolor o contrariedad se debían ofrecer al Señor para que así Éste nos perdonara nuestras faltas.

Una vez estuve solo en la habitación abrí el armario de luna y saqué el espejo. Me quedé en ropa interior, con tan sólo el juego de camiseta y braslip calados y los calcetines altos de Ejecutivo. Coloqué el espejo de tal manera que puede verme la cabeza por detrás. No había ninguna duda, aquello era un rapado bestial y tardaría más de un mes en cubrírseme la cabeza desnuda. Me acaricié el cráneo. Luego me enfundé en mi bata y tome una ducha nocturna. Había obedecido a Eugenio en todo, pero éste calculó mal. Si realmente me hubiera querido castigar para mortificarme debería haberme obligado a dejarme el cabello largo.




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