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Julián, mi padrastro by BARBERO MILITAR


Tengo que obedecerle en todo y no se hable más; no le voy a dar más vueltas al tema. Don Román, mi tutor del colegio y director espiritual, me ha explicado en que situación me encuentro. Este sacerdote ha sido directo y claro conmigo: debo estar agradecido a que mi padrastro, Julián del Castillo, se haga cargo de mí. Es un hombre con una posición económica desahogada; en realidad, nada en la abundancia, cómo decimos los chavales de hoy "está montado en el dólar". No necesita para nada de los modestos ahorros que me ha dejado en herencia mi madre; de hecho, los ha puesto en una cartilla a mi nombre, para que pueda disponer de ellos una vez que cumpla la mayoría de edad. No tengo ningún pariente que esté dispuesto a hacerse cargo de un chaval de quince años como yo. La alternativa sería una familia de acogida, perfectos desconocidos, o incluso acabar en un centro de menores, compartiendo techo y comida con los desheredados de la sociedad.

Mi padrastro es un hombre muy autoritario, no lo voy a negar. Los pocos meses que estuve con él, en vida de mi madre, lo pude comprobar. No me pasaba una en materia de estudios; se preocupa por mi formación. Desea que curse una carrera para así poder garantizarme un brillante porvenir. Me castigó severamente por haber suspendido matemáticas. Lo arregló contratando a un profesor particular; gracias a eso pude aprobar el curso en junio.

Ahora me encuentro delante de él. Me ha mandado llamar porque quiere hablar conmigo. Nos reunimos a solas en el salón de nuestra casa. Me pone la mano encima del hombro y me sonríe. Yo, sin saber muy bien el motivo, me vengo a abajo y me pongo a llorar. He empezado a acordarme de mis padres; cada día que pasa, los echo más de menos. Está intentando consolarme. Recurre a la manida frase de "los hombres no lloran". Afirma categóricamente que yo para él soy exactamente lo mismo que un hijo; si fuera de su propia sangre no me querría más. No debo tener miedo a nada porque siempre me va a apoyar, no me va a soltar de la mano. Sabe, por experiencia propia, lo duro que es ser huérfano de padre. Tuvo que abandonar sus estudios para ponerse a trabajar con catorce años; en su casa hacía mucha falta el dinero. Sin embargo, con su fuerza de voluntad y una tenacidad a prueba de bombas, consiguió el título de arquitecto. Hoy en día, su estudio de arquitectura es una de las firmas más prestigiosas de España.

De repente, esboza una sonrisa un tanto maliciosa; los ojos le brillan mientras me mira fijamente a la cabeza. Me agarra del pelo y me recrimina por llevarlo demasiado largo:

-Estas greñas no me gustan nada. Como estabas muy traumatizado por lo de tu madre, no te lo he comentado hasta ahora. Sin embargo, todo tiene un límite. Hasta aquí hemos llegado, jovencito. Esta misma tarde te cortas el pelo, pero que te lo corten de verdad.

Yo, balbuceo una disculpa:

-Julián, esta tarde tengo que estudiar para el examen de ciencias naturales que tengo mañana. Es un examen trimestral.

A mi padrastro no consigo engañarlo:

-Creo que, organizándote bien, te va a dar tiempo para estudiar y cortarte el pelo. Pareceres una señorita con esos rizos. En cuanto salgas del colegio vas derecho a la barbería, sin perder ni un solo minuto. Te daré dinero para ello. Fin de la discusión.

Ya son las cinco y media de la tarde y, como todos los días, han terminado las clases. Mis compañeros y yo abandonamos el aula a toda velocidad. Mi amigo Juan Carlos Irazu me pide que le espere para que regresemos juntos a casa. Yo le explico que debo ir a cortarme el pelo. Juan Car se ofrece a acompañarme a una peluquería "muy molona" que han abierto hace menos de un año. El peluquero es un chico joven, moderno y muy enrollado. Hemos tardado un cuarto de hora en llegar al local. Tan solo hay un señor sentado en el sillón; creo que no me va a tocar esperar mucho. Nos divertimos leyendo tebeos del Capitán Trueno y Jabato.

Ya estoy sentado en el sillón del barbero, es de esos modernos tapizados en imitación piel de forma cuadrada. Para mi corte de pelo únicamente utiliza la tijera. El estilista, como le gusta hacerse llamar a este peluquero tan vanguardista, me deja las orejas semi-tapadas. Para que el cabello tenga más volumen, me lava la cabeza con un champú especial. Irazu me dice que le gusta mi pelado, que es moderno y que apenas se nota. Me cobran 700 pesetas, un dineral si se compara con lo que cuesta en otros lugares. Menos mal que tengo veinte duros apartados para alguna emergencia y puedo saldar mi deuda en el momento.

Ya estoy en casa y Julián me pregunta por qué no me he cortado el pelo. Le he dicho que sí, que he acudido a una peluquería que está en la zona de la Nueva Avenida. Le explico que me la ha aconsejado mi amigo Irazu. Pone el grito en el cielo. Me acusa de haber tirado el dinero; según él, parezco una señorita. En su opinión, ha sido un atraco a mano armada cobrar esa cantidad de pesetas por un simple corte de pelo, que a efectos prácticos es inexistente. Se expresa con gran aspereza, no se anda con paños calientes:

-Te crees que a mí me puedes torear como lo hacías con tu difunta madre. No te voy a consentir tus caprichos de niño bonito. Me traen al fresco los dictados de la moda. Los chavales de hoy en día parecéis tontos, os dejáis engañar por la televisión. Los futbolistas y cantantes de rock tienen la culpa de que los chicos uséis esas melenas indecentes, totalmente inapropiadas para hombres. Ahora ponte a estudiar para el examen de ciencias naturales y mañana mismo buscamos una solución al problema.

Yo, asustado por lo que se me viene encima, intento retrasar lo inevitable. Le digo que mañana no va haber examen, que el profesor lo ha pospuesto…

Me interrumpe de manera brusca. Es más que evidente que no se está creyendo mis disculpas. Sin dar más explicaciones, telefonea al colegio y pide que le pongan con el hermano Agustín. Mi profesor de ciencias naturales le ha explicado que los exámenes trimestrales no comienzan hasta dentro de dos semanas. Yo ya no sé por dónde salir; me he quedado sin argumentos para defenderme. De nuevo, me derrumbo y me pongo a llorar pero no consigo conmover a Julián. Considera que mis lágrimas son de cocodrilo; necesito un correctivo severo para que jamás se me ocurra pitorrearme de él:

-Si algo odio en esta vida es la mentira, jovencito. A partir de ahora, no te voy a pasar una. Creo que te voy a dar un escarmiento que jamás vas a olvidar. Se te va a caer el pelo, nunca mejor dicho.

Vuelve a coger el teléfono y hace una nueva llamada. Pregunta por un tal Demetrio. Escucho atentamente la conversación que mantiene con él. Se me pone un nudo en la garganta y una mariposa me baila en el estómago:

-Don Demetrio, ¿qué tal estás? Soy Julián del Castillo…

Al parecer, Demetrio le está dando el pésame a mi padrastro.

-Así es; por desgracia te han informado bien. Me he quedado viudo y con un hijo a mi cargo. A mí la palabra hijastro no me gusta nada. Me considero responsable de él de por vida; lo considero mi propio hijo. Tiene quince años y está en la edad del pavo. Con los chicos de hoy en día hay que estar muy encima; cuando menos te lo esperas, te la juegan. Precisamente te llamaba por un tema relacionado con Francisco, mi hijo. Verás lo que pasa: el muchacho en cuestión lleva unas greñas que dan asco; yo creo que no se ha cortado el pelo en cuatro meses, parece un gitano. Hoy le he ordenado que se pele y se ha ido a una de esas peluquerías modernitas. Ha venido prácticamente igual y le han soplado setecientas pesetas. Además, me ha mentido para evitarse el pelado. Se ha inventado un examen de ciencias naturales. He hablado con su profesor y me ha contado la verdad. Necesitaría de tus servicios… O sea, ¿que te has montado una barbería en casa? Como eres soltero y vives solo puedes hacer lo que te plazca… Entonces, mañana mismo vamos. En cuanto este pájaro salga del colegio nos tienes allí. Un abrazo muy fuerte, campeón.

Julián me mira con dureza; su rostro refleja un enfado monumental. Me gustaría evaporarme, desaparecer de escena. Me estoy temiendo lo peor; no quiero pensar en nada. Me ha ordenado que me ponga a estudiar de inmediato. A las ocho y media en punto me quiere en el comedor para cenar. De nada me ha servido que le pida disculpas:

-¡Claro que lo vas a sentir, caballerete! Yo me desvivo para que seamos una auténtica familia. Siempre estoy dispuesto a escucharte y a echarte una mano en todo; creo que te he dado suficientes pruebas de ello. Tú, sin embargo, eres capaz de mentirme con un descaro brutal. Te voy a meter en cintura, muchacho. Tal vez ahora no lo entiendas, pero te castigo por tu bien. ¡A estudiar, he dicho! Dentro de una hora pasaré a tomarte la lección y pobre de ti como no hayas aprovechado el tiempo.

Me encierro en mi habitación y empiezo con el comentario de texto que tengo que hacer sobre el libro que estoy leyendo; quiero conseguir una buena nota en Literatura, mi asignatura favorita. No sé si por casualidad o porque estoy obsesionado con el tema, he escogido una obra de Charles Dickens que se titula David Cooperfield. Esta ambientada en la segunda mitad del siglo XIX. En la primera parte de la novela el protagonista, un pobre niño huérfano de padre, sufre el maltrato de su padrastro. Aquel despiadado caballero le azotaba en las posaderas, de manera inmisericorde, con una rígida vara de nogal.

Julián acude a mi habitación y le muestro el comentario de texto. Es un hombre suspicaz, al leer lo del padrastro se da por aludido. Yo le dejo bien claro que se trata de una simple coincidencia, podía haber escogido otro título de Charles Dickens, titulado Cuento de Navidad, pero me parecía excesivamente infantil. De repente, me dice que él no necesita de ninguna vara de nogal para imponerme la disciplina:

-Lo de hoy ha sido la gota que ha colmado el vaso. Cuando lo crea oportuno, te daré unos buenos azotes en el culo, pero utilizando exclusivamente la mano, como lo hacía mi difunto padre conmigo. Cuando éste falleció, empecé a comprender que tener un padre estricto, que te controle y te exija disciplina, es una verdadera bendición; llegué a echar de menos hasta sus regañinas y azotainas. Todavía eres demasiado joven e inmaduro para entender lo que te estoy contando. En el fondo, sin tú saberlo, estás pidiendo a gritos que sea más severo contigo.

Yo me vuelvo a disculpar con mi padrastro por mi comportamiento. Le explico que si mis compañeros de clase me ven con el pelo muy corto se van a burlar de mí. Así lo hacen cada vez que Esteban González acude a clase con el pelo cortado como un cepillo. Todos empiezan a pasarle la mano por detrás. Le han puesto de mote el Erizo. Sin embargo, Julián no está dispuesto a ceder; una vez que toma una decisión, llega hasta las últimas consecuencias:

-Francisco, tú mañana te cortas el pelo como me llamo Julián; seré yo, personalmente, quien le dé las instrucciones al barbero, a mi amigo Demetrio. La opinión de tus compañeros de clase me importa un carajo. Las setecientas pesetas que has pagado, por ese sucedáneo de corte de pelo, las daré por bien empleadas si aprendes la lección. Tienes que empezar a distinguir entre los embaucadores y los hombres honestos. Cada error que cometas te debe servir para enmendarte; no debes tropezar dos veces en la misma piedra.

Esta noche he dormido mal, me revolvía en la cama y sentía un remordimiento interno. Creo que lo mejor será obedecer a mi padrastro en todo, hasta en el más mínimo detalle. En el fondo, sé que es una buena persona, un hombre íntegro. Si hago lo que él quiere, seguro que no tendré problemas.

De nuevo las cinco y media de la tarde, la hora de abandonar el aula. Ya le he puesto al tanto a Irazu de cual es mi situación; quiero que esté preparado para lo peor. Me ha pedido que, si me pelan como al Erizo, le deje pasarme la mano por detrás de la cabeza; le va a dar mucho gusto acariciarme el pelo rapado. Le he sonreído y le he dicho que él tiene permiso para tocarme el cráneo cuantas veces quiera; tal vez, con unos buenos masajes, el pelo me crezca más rápido.

Ya estoy en la calle. Por sorpresa, siento una mano apoyada sobre mi hombro; me agarran con fuerza. Al mirar hacia atrás, observo que se trata de Julián. Viste como un caballero, con un traje gris marengo, camisa blanca y corbata estrecha de rayas grises; sus zapatos siempre están relucientes, parecen de charol. Con la mano me indica el camino a seguir. Apenas hemos cruzado una palabra a lo largo del camino.

Hemos llegado a un barrio humilde, en donde reside gente trabajadora. No tiene nada que ver con el ambiente que se respira en nuestra calle; mi padrastro y yo vivimos en la zona noble de la ciudad, en un piso de más de 200 metros cuadrados. Acaba de llamar al portero electrónico de una de estas viviendas de ladrillo y nos ha abierto el tal Demetrio. Hemos subido a pie, para no tener que esperar al ascensor. He podido comprobar que mi padrastro está en buena forma física.

Acabamos de entrar en la vivienda. En una de las habitaciones, Demetrio ha instalado un sillón de barbería de los antiguos: los brazos son de porcelana blanca, el posapiés profusamente labrado y el asiento y respaldo de rejilla. En la pared ha colocado unas baldas en las que ha depositado, de forma ordenada, la herramienta de trabajo. A Demetrio lo conoce mi padrastro desde tiempo inmemorial. Tuvo una barbería muy antigua, frente a los cuarteles de infantería. Allí acudían todas las tardes los reclutas y soldados a pelarse, los que preferían hacerlo en una barbería civil y evitar que les trasquilaran en el cuartel. Al jubilarse, empezó a añorar su profesión y decidió trabajar en su casa. Julián y Demetrio se ponen a hablar de sus cosas, a recordar el pasado.

De repente, mi padrastro comienza a darle instrucciones sobre como debe cortarme el pelo:

-Oye, Demetrio, quiero que me dejes al chico bien pelado, no te andes con escrúpulos. Métele caña pero a fondo. Por cierto, te lo voy a traer por aquí cada quince días. Es todo tuyo.

El barbero sonríe maliciosamente. Me mira fijamente y el brillo de sus ojos me asusta. Evidentemente va a comenzar a disfrutar. Me agarra del brazo y me obliga a sentarme en el sillón. En el espejo de la pared veo mi rostro reflejado. Detrás de mí se ha acomodado Julián. Se ha remangado los pantalones y exhibe sus calcetines altos de Ejecutivo, en color gris oscuro. Me ha prometido comprarme unas cuantas cajas y equiparme de ropa interior clásica, las camisetas y braslip de algodón de toda la vida, nada de slip modernos. Coloca una pierna encima de otra y se acaricia el tejido sedoso de los calcetines. No me quita ojo.

Demetrio me envuelve en una inmensa capa blanca. Me peina para "eliminar la carga electrostática" y elevando el tono de voz, explica como me va a pelar:

-A los desobedientes como tú yo les corto el pelo al rape. Así vas a aprender a respetar a los mayores. Te lo voy a pelar todo con maquinilla, de arriba al uno y de atrás al cero y al dos ceros. Vas a salir de aquí más fresco que una lechuga, te lo garantizo. Ahora estate quietecito, nene; si te mueves va a ser peor. A lo mejor, te hago un trasquilón y tengo que afeitarte la cabeza.

Yo no puedo defenderme. El profundo nerviosismo interior impide que me salgan las palabras. Me voy a resignar y que sea lo que Dios quiera. Tengo que hacer un esfuerzo por evitar llorar; no quiero hacer el ridículo delante de aquel extraño. En el fondo, siempre he querido que me pelaran así. Recuerdo vagamente que mi padre, cuando era muy pequeño, me llevó a un barbero y que me cortaron el pelo con maquinillas de mano; sentí un cosquilleo muy placentero. En cierta ocasión, le pregunté al Erizo por la dirección de su barbero. Le dije que quería un pelado como el suyo para el verano. Además, le adulé a fondo, pretendía hacerme amigo de él. Intenté convencerle de que le quedaba bien el pelo tan corto, que me parecía el más macho de toda la clase. Aproveché para sobarle la cabeza y sentí que sus milimétricos cabellos pinchaban como púas.

Demetrio ha cogido una maquinilla de mano y la mueve en el aire, para comprobar que está bien engrasada. Le mira a Julián, le guiña el ojo y le dice:

-Marchando un pelado al uno.

Este artefacto metálico me lo está introduciendo por la frente. Siento como las cuchillas se desplazan, mientras el viejo barbero mueve la herramienta de forma acompasada. El cabello sale disparado. Algunos mechones se quedan en los laterales y otros caen sobre la capa blanca. Veo una franja de pelo rapado en el centro de mi frente y me asusto. En pocos minutos, toda la parte superior de mi cabeza está pelada. Se me transparenta el cuero cabelludo. Mi padrastro sonríe satisfecho; me está dando una lección que no olvidaré en mi vida. Escucho el traqueteo de la maquinilla y siento una extraña sensación. El cosquilleo que me produce la fría cuchilla al cercenarme el pelo me provoca un morboso placer. Es muy difícil describirlo con palabras.

Demetrio toma una maquinilla eléctrica de carcasa gris oscura. Acciona el interruptor para ponerla en marcha. Escucho el zumbido de este artefacto. Juega con la palanca hasta colocar la cuchilla a su gusto. Empieza a pasármela por el cuello. La vibración me da mucho gusto. Creo que, en el fondo, estoy intentando superar el trauma del rapado; pretendo gozar con el castigo para evitar el sufrimiento. Cuando me la mete por un costado observo que tan solo me queda una sombra de cabello. Por donde pasa la maquinilla, el cuero cabelludo aparece a la intemperie, se me transparenta la piel. Mi imagen me recuerda a la de un recluta, más bien a un marine americano.

Continúa rapándome, de nuevo retoca la cuchilla de la maquinilla. Tras apurarme el cuello, una y otra vez, me remata las patillas; les ha dado una forma cuadrada. Me enjabona la del cuello y los laterales con una brocha de afeitar. Luego utiliza el suavizador de piel para poner a punto la navaja barbera. Con ella me remata el corte para que éste sea aún más riguroso.

Por sorpresa me enjabona la cara, me apoya la cabeza en el posacabezas y me rasura el rostro. Me aplica una generosa dosis de loción Flöid y me da un vigoroso masaje. Por último, me aplica una buena cantidad de masaje capilar, también de la marca Flöid. Aquel aroma me embriaga, me ayuda a relajarme. Al ver la parte posterior de mi cabeza, reflejada en un espejo de mano, me enfrento a la realidad: estoy tan rapado que el Erizo a mi lado va a parecer un ye-yé.

Julián se ha levantado de sus asiento. Esboza una sonrisa, se le nota contento, profundamente satisfecho. Me pasa la mano por detrás, una y otra vez. Escucho el sonido de mis milimétricos cabellos al entrar en contacto con las yemas de sus dedos: ras, ras, ras. Bajo la mirada, quiero demostrarle humildad, sometimiento…

Ahora es el momento de sacar conclusiones:

-Francisco, ahora sí pareces un hombre. Da gusto verte tan aseado. Eres un ejemplo a seguir. No pensaba cortarme el pelo pero me estás dando envidia. Demetrio, ¡soy el siguiente!

Mi padrastro se ha sentado en el sillón. Ahora soy yo quien le observa. Le ha pedido al barbero un pelado a riguroso cepillo parisién. De arriba le dan una forma cuadrada. Sin embargo, hasta la altura de las sienes y de la coronilla se lo están rapando exactamente igual que a mí. Sus mechones de pelo se entremezclan en el suelo con los míos. Evidentemente, pretende predicar con el ejemplo; Lo que es bueno para él también lo es para su hijo. A cada paso me sonríe y me guiña un ojo, en señal de complicidad. Su rostro ha perdido el rigor que muestra cuando se disgusta conmigo; ahora rezuma felicidad por cada uno de los poros de su piel.

Cuando termina su trabajo el barbero, a gran velocidad, recoge el cabello esparcido por el suelo. Utiliza un escobón y un recogedor de madera. En aquella casa todo es antiguo. Me da la sensación de que el tiempo se ha congelado hace muchos años, cuando los caballeros y jóvenes usaban estos cortes de pelo tan rigurosos.

Al salir a la calle, noto como el viento gélido me sopla en el cogote desnudo. Mi cuello se ha convertido en un termómetro de piel que controla los cambios de temperatura, ya no cuento con la protección del cabello. Julián coloca su brazo en mi hombro, es un gesto de confianza y camaradería. Nos metemos en una mercería, regentada por un amigo suyo, y me compra varios juegos de ropa interior (camisetas, braslip de punto calado y algodón recio), unas cuantas cajas de calcetines de Ejecutivo. No quiere que me falte de nada. A mi edad, él las pasó canutas, vestía con ropas usadas, las que les daban sus primos mayores. Se sentía humillado por ellos.

Después de cenar la sopa de estrellitas, merluza rebozada y tomarme un mouse de fresa casero, me ha dicho que debo acostarme. Mañana me levantará a las seis para que repase, junto a él, las lecciones. Está dispuesto a echarme una mano en todo.

No ha pasado ni media hora y se ha metido en mi dormitorio. Me ha dado las buenas noches y, tras acariciarme la cabeza, me ha besado en la frente. De nuevo lloro, está vez de emoción. Nos abrazamos y me dice:

-Ahora, vas a dormirte como los niños buenos. Voy a trazar un plan de estudios para que lo cumplas rigurosamente y… cada quince días a la barbería. Quiero que te pelen exactamente igual que a mí. Yo también le paso la mano por la zona trasera de su cráneo y siento el suave roce de su cabello rapado.

El médico de cabecera me ha recetado unas vitaminas inyectables, para que supere el estado de nerviosismo en que me encuentro. Mis compañeros de clase ya se han acostumbrado a verme así de pelón, ya no se burlan de mí. Al parecer, mientras yo estaba presentando mi trabajo de Ciencias Naturales, don Román ha leído la cartilla a toda la clase. Soy un pobre huérfano y no es cristiano ni justo que sufra los desprecios de nadie; bastante dura ha sido la vida conmigo. Todas estas cosas las sé gracias a mi amigo Irazu.

Todos los días, en compañía de Julián, acudo a donde Demetrio para que me inyecte las vitaminas; también tiene el título de practicante. A veces, a traición, recibo un cariñoso y sonoro azote en mis posaderas. Es la manera que tiene Julián de decirme que quiere que me suba el braslip y los pantalones.

Soy feliz obedeciendo. Las cosas me van francamente bien. Me van a dar un diploma para fin de curso. Juan Carlos Irazu me ha pedido que le acompañe al barbero cuando estemos de vacaciones; quiere un pelado como el mío. No va a decir nada en casa para que no le quiten la voluntad. Como dice don Román en clase de formación, cuando se cierra una puerta, se nos abre otra para que continuemos en nuestro diario caminar.




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