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CASTIGO EN EL INTERNADO by BARBERO MILITAR


Desde aquel lejano 1977, han pasado ya demasiados años; muchos de los que van a leer este relato no habían nacido todavía. La organización a la que pertenezco me ha prohibido expresamente que publique información confidencial. Sin embargo, lo que os cuento aquí ya ha superado la censura de la Fraternidad, de la que soy miembro de pleno derecho desde el viernes 30 de junio de 1989. Progresivamente, os iré narrando anécdotas de aquel período. Algunas noches, sueño que vuelvo al palacete de don Raimundo, la sede de mi internado, y que vivo en aquel ambiente de autoritarismo y camaradería en que fui tan feliz. El Internado de San Raimundo, en el aspecto disciplinario, era bastante más duro que el más severo reformatorio. Algún día escribiré un relato completo sobre esta institución pero de momento, como aperitivo, os contaré anécdotas sueltas.

Recuerdo que aquella mañana, del viernes 14 de octubre de 1977, disfrutábamos de un otoño benigno; el sol acababa de despuntar en el horizonte y lucía tímidamente sobre el cielo de Madrid. Antes de desayunar, debíamos realizar la clase de gimnasia, entre las 7 y las 7,45 horas de la mañana. Como todos los días, salimos al patio del colegio. El uniforme consistía en unos pantalones de tipo ciclista, de licra y muy ajustados, en color gris oscuro; camiseta de algodón blanca de manga corta, con el escudo colegial impreso en el centro de esta prenda; calcetines gris oscuro, de hilo de Escocia y tejido de canalé, que nos llegaban hasta la rodilla; calzábamos zapatillas de deporte gris oscuro. Don Germán Morenza Sánchez nos ordenó que diésemos dos vueltas corriendo, rodeando el edificio central; nos comunicó que necesitaba ausentarse, por una cuestión particular, durante media hora.

Comentamos entre nosotros que aquel día teníamos galbana; nos hubiera gustado quedarnos en la cama más tiempo. Apenas llevábamos mes y medio en el internado y todavía nos encontrábamos en el periodo de adaptación. Como nadie nos vigilaba, decidimos reducir el ritmo de la carrera, nos tomamos con tranquilidad la clase de gimnasia. Éramos seis chicos, los que pertenecíamos a la Vigésima Promoción, y entre nosotros había nacido una profunda amistad y un sentimiento de camarería. A Cristóbal, un chaval de Gecho (provincia de Vizcaya), se le ocurrió que podíamos acortar la distancia a recorrer si tomábamos un atajo. Nos metimos por una puerta de servicio del edificio para salir por otra. Mientras hacíamos esta trampa, nos reíamos y nos sentíamos cómplices. A mí, la verdad, aquello me daba un poco de miedo pero no me pareció oportuno contradecir a Cristóbal, por el que sentía una gran simpatía.

De repente, a lo lejos, vimos la figura de don German, vistiendo el mismo uniforme que nosotros. Nos dio el alto, tuvimos que detenernos. Evidentemente, habíamos sido descubiertos en nuestra falta. Sus palabras fueron más o menos estas:

-Caballeros de la Vigésima Promoción, me habéis defraudado profundamente. En realidad, yo no tenía que solucionar ninguna cuestión personal, tal solo pretendía poneros a prueba. Ya he comprobado que tendré que trabajar mucho con vosotros el tema de la honestidad. En cuanto habéis tenido oportunidad de engañarme, lo habéis hecho, sin ningún remordimiento. Uno de los alumnos de la Decimonovena se puso en contacto con vuestro cabecilla, el famoso Cristóbal, para explicaros la manera de acortar distancias y cansarse menos en clase de gimnasia; habéis mordido el anzuelo. Hacer ejercicio no es ninguna pérdida de tiempo, os ayudará a manteneros en perfecta forma física y también favorecerá vuestro rendimiento académico.

Mis compañeros y yo le pedimos perdón, y le aseguramos que nunca más haríamos algo así. Sin embargo, don Germán no se apiadó de nosotros:

-Os aseguro que estoy dispuesto a perdonaros, no os guardaré ningún rencor. Lo que ocurre es que hasta que no cumpláis el justo castigo que os corresponde por la falta cometida, no quedaréis libres de culpa. Ahora mismo, voy a dar parte a la dirección de la Fraternidad para que esta noche, a las 21 horas, seáis juzgados. De momento, quiero que corráis y a buen ritmo.

Aquel día estuvimos todos muy intranquilos. Por supuesto, preguntamos a los profesores por nuestro destino. Nos respondieron que "a lo hecho, pecho", había que aceptar las consecuencias de nuestros actos. El castigo que nos iban a imponer sería muy edificante desde el punto de vista moral. Para consolarme, mi tutor me dijo que, en realidad, todas las promociones habían sido castigadas en algún momento; lo de los correctivos colectivos era una tradición en aquel internado.

Y llegaron las 21 horas. En vez de realizar la consabida tertulia en la barbería, mientras nos cortaban el pelo, fuimos conducidos en perfecta formación, como los soldados, al Salón de Actos. En este emplazamiento se había instalado el Tribunal de Justicia. Ejercía como juez el Gran Maestre de la Fraternidad, don Diego Chacón. Ocuparon rápidamente los asientos varios miembros de las distintas promociones. Don Germán tomó la palabra y explicó lo ocurrido. Mis cinco compañeros y yo nos tuvimos que poner en pie, según se nos iba nombrando. Se nos preguntó si nos considerábamos culpables o inocentes de las acusaciones que se nos imputaban. Todos nos declaramos culpables.

Don Diego, nos exigió que de nuevo, todos a la vez, nos pusiéramos en pie para escuchar la sentencia:

-Los alumnos de la Vigesima Promoción son culpables de haber desobedecido al profesor de gimnasia, de pretender engañarle para evitar realizar los ejercicios gimnásticos, tan aconsejables para la salud física de los jóvenes de su edad. El castigo que determino es triple:

1- El día de mañana, sábado 15 de octubre, no podrán vestir el uniforme, lo han deshonrado con la falta cometida. Bajo ninguna circunstancia, abandonarán en recinto colegial, salvo por fuerza mayor. Permanecerán todo el día en ropa interior; vestirán solamente la camiseta y el braslip, de punto calado y color blanco; los calcetines altos, hasta la rodilla, de color gris oscuro y tejido fino y los zapatos negros de cordones.

2- A las 9 horas, del sábado 15 de octubre, los seis alumnos de la Vigésima Promoción serán conducidos a la barbería donde el oficial de peluquería, don Gregorio, procederá a cortarles el pelo al doble cero, en la parte superior del cráneo; los laterales y la zona trasera será rapada al cuatro ceros; la zona del cogote y las patillas serán rasuradas por completo, con la navaja barbera. En calidad de Gran Maestre y Juez, acudiré a la barbería para comprobar que se han cumplido mis instrucciones.

3- Una vez rapados, a paso ligero y en formación, serán conducidos a este salón de actos. Cada uno de los alumnos recibirá doce azotes en las nalgas. El castigo será público, con el fin de que sea aún más efectivo y humillante. Don Gregorio, el barbero y masajista, ejercerá de verdugo. El muchacho en cuestión se colocará encima de sus rodillas y recibirá la merecida azotaina.

Una vez concluida la sesión de la nalgada, delante de los presentes, se pondrán de rodillas y pedirán perdón humildemente por la falta cometida a don Germán Morenza Sánchez.

Tengo que hacer una aclaración a los lectores. En el internado de San Raimundo se nos cortaba el pelo todos los viernes; en concreto, desde que empezó el curso, los internos nos habíamos puesto en manos del barbero en seis ocasiones. Aquel viernes 14, nos hubiera tocado visitar la barbería, justo después de cenar; la tertulia se trasladaba al esquiladero, mientras se nos metía el famoso corte de pelo a cepillo raimundiense: maquinilla del cero hasta las sienes y coronilla; rapado al uno y al dos en la parte superior de la cabeza; el cogote y las patillas tenían que quedar al doble cero. Por lo tanto, aquel pelado iba a ser especial. La cabeza nos brillaría como si fuera una bola de billar y presentaría un aspecto completamente esférico.

Para que los chicos de la Vigésima descansáramos plácidamente, sin que los remordimientos nos atormentaran durante las horas del sueño, se decidió que don Saturnino Campo, el practicante del Internado, nos inyectara un tranquilizante. Antes de acostarnos, cuando mis compañeros y yo nos encontrábamos en paños menores y con los calcetines de Ejecutivo todavía puestos, a punto de vestir el pijama, nos inyectaron en los glúteos una dosis de aquel somnífero natural. Recuerdo que dormí como un bebé, nada turbó mi descanso.

Cuando a las siete de la mañana tocó diana, volví a la realidad; faltaban apenas unas horas para que recibiésemos el castigo. Habían sido suprimidas las visitas culturales de los sábados; el correctivo iba ser sonado. De nuevo acudimos a la clase de gimnasia. Tuve la sensación de que don Germán se encontraba pletórico, profundamente satisfecho por el resultado del juicio. Mis compañeros y yo intentamos realizar nuestra tabla de ejercicios físicos lo mejor posible; pretendíamos demostrar a nuestro profesor que estábamos dispuestos a enmendarnos. Debimos prescindir del uniforme de deporte; realizamos la clase en paños menos, con la ropa interior con la que habíamos dormido aquella noche. Tan solo se nos permitió calzar las zapatillas deportivas. Con aquellos calcetines grises, tan finos, tipo Ejecutivo, parecíamos caballeros antiguos, de los años veinte.

Una vez finalizados los ejercicios gimnásticos, acudimos a la sala de duchas. Allí eliminamos el sudor, que se nos había pegado a la piel. Nos pusimos la muda limpia y calzamos los zapatos de cordones negros, brillantes como espejos. Entre las 8,45 y las 9 horas debíamos desayunar. Para que no nos manchásemos la impoluta ropa interior, nos pusimos la bata gris, destinada a proteger el uniforme. Me dio la sensación de que muchos de los allí presentes nos miraban con un sentimiento de pena o al menos de curiosidad.

A las nueve en punto, en perfecta formación, marcando el paso, en fila de dos, fuimos conducidos a la barbería. El ritual del castigo se había puesto en marcha. En realidad, fue como retroceder al primer día en que nos incorporamos al internado; también nos cortaron el pelo en calzoncillos, porque hasta que no te ponías en manos del barbero no eras digno de vestir el uniforme.

Miembros de antiguas promociones revoloteaban por allí y hacían comentarios entre ellos. El castigo al que se nos iba a someter tenía un carácter público. Mientras permanecíamos en posición de firme, junto a la puerta de la barbería, a la espera de que don Gregorio tuviera preparada la herramienta, escuché una conversación privada que mantenían dos señores de la Decimoquinta Promoción. Dijeron que sentían añoranza del tiempo en que fueron estudiantes del internado que fue, sin duda, el momento más feliz de su vida. Se sentían protegidos por los superiores y su única responsabilidad era obedecer en todo. Llegaron a afirmar que no les importaría tener que rasurarse la cabeza a diario con tal de volver a aquel maravilloso tiempo.

Tuvimos que sentarnos en seis sillas, modelo Thonet, a la espera de que se nos llamara, de uno en uno, para ocupar el sillón del barbero. El Gran Maestre hizo acto de presencia en la barbería; aquel espacio apenas fue modificado desde que se inauguro el internado en 1901. Un sillón giratorio, de la marca Triumph, presidía el local. El mobiliario era de principios de siglo y cada ciertos años se restauraba. No quiero perderme en descripciones detalladas. Al igual que el resto de mis compañeros, sentía un gran nerviosismo interno. El ritual del castigo, programado hasta en el más mínimo detalle, contribuyó a crear un ambiente de tensión que se podía cortar con un cuchillo. De repente, por sorpresa, don Diego Chacón, apareció con una bolsa de terciopelo negro; en el interior había seis bolas numeradas. Tuvimos que meter la mano, por orden de lista. De esta forma, supe que me correspondía ser rapado en cuarto lugar. El primero en ocupar el sillón de tortura fue, casualmente, Cristóbal, el muchacho de Gecho. Su cabello castaño fue fulminado, de manera inmisericorde por don Gregorio, el barbero verdugo. Después le tocó el turno a Alberto, natural de Santiago de Compostela; al ser el más rubio de los chicos, la piel de su cabeza mostraba una blancura extrema. Me precedió en el sillón del barbero mi compañero Roberto, que procedía de Pamplona. Era un muchacho de complexión fuerte y cabello duro y negro; las maquinillas del cruel barbero no dejaron apenas rastro de su pelo.

Os narraré mi experiencia personal. Casi sin darme cuenta me encontré ocupando el sillón, a la espera de que se ejecutara la sentencia. Lo hice de manera instintiva, tras escuchar el vozarrón de don Gregorio, que me miraba fijamente, mientras salía de su boca una sola palabra: "siguiente". En realidad, prolongó las sílabas para que la orden resultada más contundente y efectiva; fue algo como "siguieeeeeeente".

Tanto el respaldo del sillón como el asiento aparecían cubiertos de rejilla. Noté el calor de los chicos que me habían precedido y la aspereza de este material, que se me rascaba los muslos y los glúteos, a pesar de la protección de los calzoncillos. Me imaginé que todo aquello formaba parte del castigo al que se me iba a someter. Yo simplemente seguí al rebaño; si me hubieran preguntado, seguramente me habría negado a tomar aquel atajo. De nada servía lamentarse. Tampoco estaba dispuesto a culpar a uno de mis compañeros. En mi interior, sabía que el principal culpable de que nos encontrásemos viviendo aquella situación tan angustiosa era Cristóbal. Sin embargo, todos íbamos a recibir el mismo correctivo.

La capa de algodón, de un blanco resplandeciente, me cubrió casi por completo. Con cierta saña me la anudó al cuello don Gregorio mientras me susurraba al oído:

-¿Con que al señorito no le gusta hacer gimnasia porque se cansa? Te voy a poner fresquito para que no sudes tanto…

El barbero, cogió de la estantería una maquinilla del doble cero, de las manuales. Cuando la levantó en el aire, observé que brillaba de una manera amenazante. Me la acercó a la frente y comenzó a moverla con rapidez; la mano del oficial se abría y se cerraba de manera acompasada. Las cuchillas se desplazaban a gran velocidad, cercenando a su paso mi todavía cortísimo cabello. El sonido mecánico de aquella herramienta me relajó, hasta el punto de que aquella situación, lejos de producirme malestar, me reconfortó interiormente.

Recuerdo que los allí presentes, caballeros pertenecientes a distintas promociones, sonreían con malicia y hacían comentarios al respecto. Uno de ellos explicó en voz alta que nos dejaban el pelito a medio milímetro; según este caballero, para poder verlo habría que hacer uso del microscopio. Otro de aquellos señores comentó que el corte de pelo al dos ceros era el que se les metía a los soldados que habían cometido alguna falta; un castigo muy frecuente en los cuarteles de antaño.

Para pelarme la zona trasera, el barbero se sirvió de una Oster 76, de carcasa negra, muy pesada, de las que emiten un sonido agudo; tenía incorporada la cuchilla del 0000. Comenzó por la base del cuello y acabó en la zona de la coronilla. En los laterales me la pasó hasta la altura de las sienes. Mi cabeza era ya una auténtica bola de billar; como soy de piel clara, el cuero cabelludo presentaba una blancura extrema. Mientras don Gregorio me pasaba la esquiladora, de manera meticulosa, sin que le quedara ningún cabello por cortar, sentí un placer extremo, muy difícil de describir con palabras; todo mi cuerpo se estremeció.

Después me paso, una y otra vez, el cepillo de cerdas blancas y mango de madera que guardaba en el bolsillo superior de su bata. También utilizó las yemas de sus dedos para eliminar los milimétricos cabellos que se habían quedado pegados en la piel de mi cabeza. Con la brocha de afeitar me enjabonó la cara, el cuello y las patillas. Después de suavizar la navaja barbera me la pasó por el cuello y las patillas para rematar el brutal pelado. Decidió afeitarme el rostro, de manera concienzuda. Terminó con un enérgico masaje, tanto capilar como facial.

Don Diego Chacón, se acercó al sillón del barbero y me pasó la mano una y otra vez, me sobó a placer mi rapado cráneo. Al final dijo:

-Está perfecto; la cabeza de este chico parece papel de lija. El castigo que le impuse ha sido ejecutado de manera satisfactoria. Si no quieres verte como el teniente Koyak, con el cráneo resplandeciente como un espejo, deberás cumplir con las normas del internado. Espero que este correctivo te ayude a ser más obediente.

De nuevo me senté en la silla que tenía asignada y contemplé como rapaban a Salvador y José Manuel; se trataba de los dos compañeros que aún no se habían sometido al ritual del esquileo.


A paso ligero, como si fuéramos soldados, fuimos conducidos al salón de actos. Nuestras cabezas brillaban como bombillas. Don Gregorio, el barbero y verdugo, hizo acto de presencia unos minutos más tarde. Muchos de los caballeros de diversas promociones ocuparon los asientos para presenciar la segunda parte del correctivo.

La azotaina no me dolió. De nuevo, fui el cuarto muchacho en recibir aquel castigo físico. Cuando me coloqué encima de las rodillas de don Gregorio, con la mirada hacia el suelo, sentí un cierto temor a que el dolor me resultara insoportable. Cuando el barbero comenzó a estrellar su mano contra mis impolutos calzoncillos calados, entendí que se trataba más bien de un ritual de humillación que de dolor. De manera acompasada recibí aquellos azotes. Escuché un murmullo de fondo.

Una vez que los chicos fuimos azotados, nos tuvimos que poner de rodillas delante de don Germán y pedirle humildemente perdón por nuestro comportamiento. El profesor de gimnasia, tras besarnos en la mejilla uno a uno, nos dijo:

-La falta que habéis cometido queda perdonada, no os guardo ningún rencor. Me consta que a partir de ahora os vais a esforzar más en clase de gimnasia. El pelo ya os irá creciendo poco a poco. De todas formas, da gusto ver esas cabezas tan limpias y aseadas. Para hacer gimnasia lo mejor es no tener ni un solo pelo en la cabeza.




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