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Corte de pelo a cepillo raimundiense 4 by BARBERO MILITAR


A Cristóbal, el número dos en ser "ejecutado", don Gregorio le dedicó la siguiente frase:

-Dadlo por hecho, le voy a rapar al de Gecho.

Acto seguido, le metió el mismo pelado que al salmantino. Para referirse a Salvador, don Gregorio recurrió al siguiente dicho:

-Al muchacho de Sevilla, le esquilaré con maquinilla.

Roberto, al ser el número dos de la promoción, se encontraba sentado a mi lado. Saltó como un gamo cuando escuchó del barbero la siguiente sentencia:

-La cabeza del de Pamplona, brillará como una bola.

Para llamar al más rubio de nosotros, el oficial de barbería recurrió a la siguiente rima:

-Le voy a fulminar la melena, al de Santiago de Compostela.

Por fin llegó mi turno; ahora, era yo quien debía sentarse en aquel legendario sillón de barbero. Os podéis imaginar lo ansioso que estaba. Decidí no dejarme dominar por los nervios, respiré profundamente varias veces seguidas, inhalando y expulsando el aire; necesitaba estar sereno para asimilar y memorizar lo que me iba a ocurrir.

Después de tantos años deseándolo, al fin podría disfrutar de un rapado extremo. Voy a intentar sintetizar, para no perderme en detalles intrascendentes. Sin embargo, deseo que el lector conozca las sensaciones intensas que experimente durante los aproximadamente veinte minutos que duró mi corte de pelo. Don Gregorio elevó la voz:

-Es el turno del número seis, el último de vosotros en ponerse en mis manos.

Como no podía ser de otra manera, también me dedicó uno de sus ramplones versos:

-Más que a un recluta pelón, le raparé al remolón.

Los allí presentes le rieron la gracia. Me encontraba en el punto de mira del fotógrafo; por su parte, el cámara centró el objetivo de su tomavistas en mi persona. Por unos minutos, me convertí en el protagonista del ritual.

Como si tuviera un resorte en las posaderas, me levanté de la silla y me aproximé al sillón. Instintivamente me retoqué la cintura elástica del braslip. Mientras estaba agachado, subiéndome los calcetines grises, recibí a traición un par de azotes en culo; me lo obsequió don Gregorio, con la mano bien abierta.

Me puse en posición de firme y le miré, intentando mostrarme disciplinado y obediente. El oficial de barbería me sonrió maliciosamente, con cierto sarcasmo. Era un hombre todavía joven, seguramente no habría cumplido los cuarenta años. Sin embargo, llevaba la cabeza totalmente rasurada, apenas se apreciaba la sombra de su cabello. Se percató de que le estaba observando, de que le miraba con disimulo su cabeza monda y lironda. No desaprovechó la ocasión para explicarme el motivo por el cual se rapaba más que ninguno de nosotros:

-Veo que te has quedado hipnotizado contemplando mi esférico cráneo. Como verás, no tengo un pelo de tonto. Cada semana, don Juan Miguel Zoido, el que os vigila por las noches, me pasa la maquinilla Oster, con la cuchilla del 00000, por toda la cabeza. A mí me gusta predicar con el ejemplo; un barbero con melenas es el equivale a un santo con dos pistolas.

Sus ojos me taladraban mientras se acariciaba despacio su casi rasurada cabeza; yo me quedé impávido, prácticamente inmóvil. Me agarró suavemente del brazo y me sentó en el sillón del barbero. Noté que raspaba la rejilla en los muslos y el que el asiento estaba todavía caliente; por supuesto, no hice ningún comentario al respecto.

Con una capa, de un blanco radiante, con el escudo raimundiense impreso en el centro de la misma, me cubrió por completo. En el espejo se reflejaban mis calcetines grises oscuros, los relucientes zapatos de colegial y mi rostro asustado.

Me había cortado el pelo la víspera de ingresar en el colegio. Acudí a una peluquería de caballeros del ensanche y le dije al peluquero que me lo cortara "normal", no demasiado corto. Mis padres en este sentido, como en tantas cosas referentes a mi nuevo colegio, estaban en la inopia, completamente engañados. Don Gonzalo les explicó que acudiríamos a una peluquería, de alto copete, cuando pasaran navidades. En teoría, el pelo nos debía cubrir las orejas hasta la altura del lóbulo. Eso sí, todas las mañanas debíamos peinarnos correctamente, para proyectar una imagen moderna y a la vez elegante. Los chicos de San Raimundo usábamos el cabello moderadamente largo, siguiendo las tendencias de la moda, como lo hacían el resto de chavales de nuestra edad. Evidentemente, la cantidad que aboné por el trabajo del peluquero fue un dinero desperdiciado.

El oficial de barbería se acercó a mi oreja derecha para susurrarme lo siguiente:

-Eres el último al que le voy a pelar la cabeza; andamos muy bien de tiempo, así que lo haré con mucha calma, recreándome en mi trabajo. Te aconsejo que estés lo más quieto posible, si te hago un trasquilón te rapo todo por igual y se acabó el problema.

A mis compañeros también los amenazó con frases parecidas; me lo han contado después. Evidentemente, para don Gregorio cortarnos el pelo a los chicos, como si fuésemos borregos en el esquiladero, supone un motivo de profunda satisfacción, una forma de reafirmar su autoridad sobre los jóvenes. Se siente en la obligación de domarnos, como se hace con los potrillos salvajes; la mejor manera, es despojarnos de las crines.

Con un peine metálico me peino mi cabello corto; una y otra vez, para eliminar la carga electrostática. De nuevo, volvió a pitorrearse de mí:

-Jovencito, despídete de tu pelo, dile adiós, porque ya no lo vas a volver a ver así de crecido hasta que te den las vacaciones en junio.

Mientras me obsequiaba con una sonrisa burlona, movía la mano; me trataba como a un niño pequeño, al que un adulto cruel le engaña antes de hacerle algo que no le va a gustar.

Y tomó la maquinilla manual del número dos. La movió en el aire mientras canturreaba el himno de la barbería raimundiense:

-Barbería, turno de barbería ar… barbería, turno de barbería er.

Mientras me la acercaba, sonría maliciosamente. Me la puso en la frente y comenzó a moverla con gran pericia, de manera acompasada. Las cuchillas de la herramienta se engancharon en mi flequillo y lo fulminaron a gran velocidad. Los mechones de cabello caían a ambos lados; algunos acababan en el suelo, otra parte de mi pelo se quedó incrustada en las oquedades de la capa blanca. La sensación que experimenté fue extremadamente placentera. Además del peculiar traqueteo que producía la esquiladora manual, sentí un cosquilleo muy difícil de describir. No había vivido algo parecido desde enero de 1973.

Conmigo el barbero se recreó. Decidió dejarme todo el pelo de la cabeza a seis milímetros de largo. Primero me peló toda la zona delantera, para más tarde ocuparse del resto de la cabeza. Dicho de otra forma, me pasó la maquinilla del dos por todo el cráneo, siempre a contrapelo. Mi imagen cambió por completo, casi no me reconocía en el espejo.

Después tomó la maquinilla del número uno, que tenía las púas algo más estrechas. Me agachó la cabeza y me la sujetó con fuerza. Desde la base del cuello me la fue subiendo hasta la altura de la coronilla. Me dejó bien claro que aquel artefacto dejaba el pelo a la mitad de lo que lo tenía, 3 miserables milímetros. Luego me la colocó sobre la base del cráneo y comenzó a moverla, respetándome tan solo la zona del flequillo. Durante bastantes minutos disfruté de ese cosquilleo tan especial que producen las maquinillas manuales.

Llegó el momento de pelarme con la Oster. La descolgó del clavo y, tras limpiar meticulosamente las cuchillas, me inclinó ligeramente la cabeza, sujetándomela con su mano izquierda. Comencé a escuchar aquel zumbido amenazante que produce este artefacto eléctrico. Mientras me la desplazaba desde el cuello hasta la coronilla, sentí un placer extremo; como me decía mi padre cuando era pequeño "aquello daba mucho gustito". La vibración de las cuchillas, desplazándose a gran velocidad, al entrar en contacto con mi piel, me hizo temblar de emoción; deseaba que aquello no terminase nunca.

No fui del todo consciente del brutal pelado que me estaban metiendo hasta que no observé impávido como me fulminaban las patillas. Un milímetro de pelo es algo apenas perceptible desde el punto de vista visual. Me subió la esquiladora hasta la altura de las sienes. Aquel corte de pelo era tan riguroso como el de un marine americano recién incorporado.

Don Gregorio fue especialmente meticuloso conmigo; disponía de tiempo y quería lucirse con el último de los chicos en ocupar "la silla eléctrica". Después, acopló la cuchilla del dos ceros para pelarme la zona de la nuca y las patillas. A pesar de lo rapado que ya estaba, caían cabellos, casi invisibles, a la capa. Cada pocos minutos, con gran brío, me pasaba el cepillo de mango de madera para eliminar los pelillos que se habían quedado incrustados en la piel del cuero cabelludo.

Cuanto más estrechas eran las púas de la cuchilla, mayor era el placer que sentía. La vibración de la esquiladora, al no encontrar esta apenas resistencia, no quedaba ya casi pelo que rapar, era más intensa. El frío metal de la maquinilla tocaba directamente la piel. Mi cuero cabelludo no estaba acostumbrado a recibir este tipo de masajes tan violentos. Me quedé con la mirada perdida, fija en el espejo.

Un frescor muy placentero sentí cuando me enjabonó el cuello y las patillas con jabón de afeitar. Don Gregorio se sirvió de una taza metálica y una brocha de tejón para fabricarlo. Tras escuchar la navaja desplazándose, una y otra vez, por el suavizador de cuero, entendí que enseguida la sentiría en mi cuello. Pude percibir el sonido peculiar de la cuchilla bajando y subiendo por la piel de mi pelado cogote. Me remató las patillas de manera artesanal pero con una precisión milimétrica. Aquel joven, brutalmente pelado, esquilado como el más humilde de los reclutas, era yo. Me parecieron más grandes que nunca mis ojos negros. Las cejas y las pestañas destacaban en mi rostro y mis orejas, evidentemente, tenían un mayor tamaño del que pensaba. Como si quisiera animarme, el barbero, mientras me propinaba un enérgico masaje con el cepillo, me dijo:

-Chaval, tienes un cráneo perfecto, esférico, bien redondito, sin bultos ni calvas que lo afeen. Este es el corte de pelo que necesitabas.

Mientras me aplicaba la loción capilar, sentí las yemas de sus dedos masajeándome el cráneo, con suavidad pero a la vez de forma enérgica. Jamás había vivido una experiencia de este tipo.

Luego le tocó el turno a mi cara. Con las yemas de sus dedos buscaba algo de pelusilla para rasurarla. Colocó el posacabezas en el sillón y lo inclinó para trabajar con más comodidad. Me pasó por el rostro una maquinilla de afeitar de la marca Philips. Luego me enjabonó parcialmente la cara y me rasuró con la navaja. Para aplicarme la loción de afeitado, me abofeteó suavemente las mejillas, aquellos cachetes también me produjeron placer y me relajaron. Me vino a la memoria un anuncio televisivo del masaje Williams que tenía como lema publicitario "bofetadas de placer".

Volvió a colocar el sillón en su posición original y me quitó la capa. La sacudió de forma violenta contra el suelo. Ahora me volvía a ver a mí mismo en ropa interior y con la cabeza pelada como una bombilla. Don Gregorio me pasó la mano por detrás, a contrapelo, varias veces seguidas y sonreía malévolamente. Me levanté del asiento y me besó en la mejilla, mientras me guiñaba el ojo.

Acudí a donde estaban mis compañeros. Estos no paraban de tocarme el pelo rapado. Me dijeron que me quedaba muy bien, que parecía más macho. El fotógrafo tomó una foto de grupo, todos en paños menores, con aquellos calcetines tan altos y recién pelados.

En una habitación cercana se hallaba el Salón de Masaje y la sauna. Don Gregorio cambió su uniforme de barbero por el de masajista y nos propinó, a cada uno de los alumnos, un enérgico masaje, tipo deportivo. Tuvimos que esperar dentro de una sauna, a unos ochenta grados de temperatura, para sudar debidamente antes de ponernos en las manos del masajista. Después nos pegamos una refrescante ducha y nos mudamos de ropa interior y calcetines.

Por último acudimos al almacén de ropa, en perfecta formación. Los miembros de HERDISCAB seguían vigilándonos, interesándose por nosotros.

Nos proporcionaron la camisa blanca de manga larga, de cuello corto duro, la típica de vestir. La corbata tenía rayas anchas, de color gris oscuro y marino. Con los pantalones cortos, de tela gris marengo, exhibíamos por completo los calcetines largos de Ejecutivo; nos los sujetamos con unos tirantes elásticos también grises. La chaqueta americana era de color azul marino, se abrochaba con tres botones plateados; en el bolsillo superior de esta prenda, lucíamos el escudo del internado. ¡Por fin vestíamos el uniforme reglamentario!

Comentamos entre nosotros que todos los objetos, prendas de vestir, vajilla, alimentos etc. llevaban siempre impreso el escudo colegial del internado o el de HERDISCAB. Nos hemos enterado de que las fábricas que trabajan para la Fraternidad personalizan los distintos productos destinados a HERDISCAB. Los libros de texto han sido redactados especialmente para nosotros.

He intentado escribir mis vivencias personales, en este viernes dos de septiembre, con un cierto orden. Reconozco que al final me he perdido en detalles, describiendo sensaciones y haciendo referencia a la parte más emotiva. Mis compañeros y yo somos conscientes de que hoy es un día histórico en nuestras vidas. Mañana sábado proyectarán las películas y podremos ver las fotografías. HERDISCAB cuenta con su propio laboratorio de revelado, para evitar que un material tan sensible lo puedan contemplar miembros ajenos a la organización.

Acaban de declarar el Silencio Mayor. Me voy a la cama. Ya empiezo a notar el roce de mi cabello rapado al entrar en contacto con la almohada.




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