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Internado San Raimundo. Experimento 2 by BARBERO MILITAR
Después de que don Carlos Fernández nos ha dejado los zapatos relucientes como espejos, pasamos a la barbería. Nos sentamos en la silla que tenemos asignada. El cráneo de don Gregorio, el oficial de barbería, ha sido rasurado con una gran meticulosidad; las luces que iluminan la estancia se reflejan en su cabeza perfectamente esférica. Se dirige a nosotros:
-Muchachos de la Vigésima Promoción, futuros estudiantes de segundo de BUP, os voy a meter un pelado tan brutal que se os van a ver las calaveras. El experimento de don Juan Jesús, el doctor Poncelas, me va a permitir recrearme en mi trabajo. Habéis podido comprobar que mi cabeza siempre esta libre de cabello, no tengo ni un solo pelo de tonto. Me gusta predicar con el ejemplo. Sería un cínico si os afeitase la cabeza y yo llevase el pelo largo. Raparme de esta manera es una forma de protestar contra la actual sociedad, que está podrida. Los jóvenes varones de hoy en día, con sus indecentes melenas, parecen unos afeminados. Todavía es peor si se dejan crecer la barba, entonces se convierten en unos guarros revolucionarios.
-Afeitarme la cabeza es mi manera de rebelarme contra la falta de orden y el caos en que vivimos. Os voy a hacer un trabajo fino y extremadamente meticuloso. El pelo os crecerá mucho más fuerte y se os oxigenará el cuero cabelludo. En esta ocasión, no va a haber bolitas que sacar de ninguna bolsa; vais a seguir el orden que tenéis asignado. Quiero que se siente en "la silla eléctrica" el número uno de vuestra promoción, ahora mismo, ar…
Como si tuviese un resorte en el culo, me he levantado y me he sentado en el sillón de barbero. Hay un señor que me está grabando con un tomavistas. También el fotógrafo inmortaliza estos momentos tan especiales. Un rasurado de cabeza, por motivos científicos, no es algo habitual en la vida diaria del internado. En varias ocasiones, se les afeitó la cabeza a los estudiantes de bachiller o universitarios, por cometer alguna falta disciplinaria más o menos grave. En los años cuarenta, se llevaron a cabo varios rasurados craneales, poniendo como disculpa motivos higiénicos. Se les dijo a los chicos de entonces que lo hacían para combatir la pediculosis, para evitar que padecieran la famosa infección del piojo verde.
Ya me han cubierto con la capa blanca, la que lleva el escudo del internado en el centro. Estoy nervioso, siento un pequeño temblor en todo el cuerpo. Don Gregorio echa mano a la maquinilla Oster 76, de carcasa negra. Le ha colocado la cuchilla del cinco ceros. Al pulsar el interruptor, comienza el sonido amenazante. Me la acerca a la frente; en su rostro se dibuja una sonrisa burlona. Ya siento el frío metal de este artefacto encima de la piel. La vibración es intensa, el zumbido muy agudo. La maquinilla avanza sin obstáculos por la parte superior de mi cabeza, dibujando franjas de piel. Mi pelo fino, limpio y sedoso sale disparado al exterior. El suelo comienza a ensuciarse con mis mechones, así como la capa. Percibo murmullos de sorpresa, comentarios que pretenden ser graciosos. Empiezo a experimentar un inmenso placer. Quiero que el tiempo se detenga para vivir esta experiencia de una manera reposada.
Por unos pocos instantes, parezco un calvo natural, un señor mayor que ha perdido el pelo en la parte superior de la cabeza. Ahora don Gregorio me está pasando la maquinilla por el lateral izquierdo; los mechones de mi cabellera acaban en el suelo, pisoteados por el maestro barbero. Repite la operación en la zona derecha. En este instante siento la esquiladora avanzando por el cogote, subiendo sin ningún tipo de obstáculo hasta la coronilla. El cabello se dispersa por el suelo, salvo los pocos mechones que se refugian en mi regazo, como si vanamente quisieran resistirse a abandonar el cuerpo del que han formado parte.
Mi cabeza ya es una esfera perfecta. El pelo ha sido rapado a 0,20 mm de largura, algo apenas perceptible. El barbero saca de su bolsillo el cepillo con el mango de madera y me lo pasa una y otra vez, de manera compulsiva, por mi desnudo cuero cabelludo. Me estremezco cuando siento las yemas de sus dedos acariciarme a contrapelo la cocorota. No le he pedido permiso a nadie; cuando menos se lo esperan, elevo el brazo derecho, sacándolo por encima de la capa, y me toco la cabeza que raspa como la lija del ocho. Don Gregorio no se ha enfadado conmigo por tomarme tantas confianzas:
-Así, así, tócate bien la cebolla, recréate un ratito acariciándote el pelo extremadamente rapado. Dentro de poco, en vez de sentir pinchacitos, la mano se te va a resbalar. En una cabeza afeitada solamente queda la piel desnuda, lisa y tersa.
Mientras realiza estos comentarios, comienza a fabricar la espuma de afeitar. Tras poner un poco de jabón en una taza metálica cromada, empieza a remover la pasta con la ayuda de una brocha de tejón, que tiene el mango de color verde militar. Ahora me está aplicando este jabón, untoso y frío, encima de mi cuero cabelludo. Don Gregorio describe círculos en la piel de mi cabeza, de manera acompasada, demostrando su gran dominio de la técnica del rasurado. Ya tengo todo el cráneo cubierto de esta pasta blanca; mi rostro que se refleja en el espejo me recuerda al de una momia egipcia, parece que tengo el coco vendado. Aspiro el aroma mentolado del jabón. En mi cuero cabelludo, siento un frescor muy reconfortante.
El oficial de barbería ha tomado un suavizador de piel de la estantería y está afilando en él una navaja barbera que tiene el mango de nácar. Mueve la herramienta con una habilidad extraordinaria. Al entrar el metal en contacto con el cuero se produce un silbido muy peculiar y difícil de describir con palabras.
Ahora veo como me acerca la navaja a mi cabeza, embadurnada de jabón. La desliza de manera prodigiosa. Ha empezado por la parte del flequillo. Dibuja franjas de piel, de formas rectangulares. El sonido de la cuchilla al rasurar mi cuero cabelludo me perturba interiormente; todo mi cuerpo se estremece. Mis ojos oscuros se me antojan más grandes, mis pupilas se dilantan, como si fuera un animal asustado. Ya me ha afeitado toda la cabeza pero todavía debo permanecer inmovilizado en el sillón. Así me lo hace saber el maestro esquilador:
-¡Chaval!, no te hagas ilusiones, esto no ha acabado. Todavía te voy a dar dos pasadas más. Como soy un perfeccionista, te tocaré la cabeza, una y otra vez, por si te queda algún residuo de cabello. No te vas a levantar de "la silla eléctrica" hasta que tengas menos pelo que el culo de un niño.
Don Gregorio me ha enjabonado de nuevo y, tras afilarla, me pasa la navaja por la piel de la cabeza. Sus amenazas no eran en balde. Con sus ágiles dedos, busca algún minúsculo pelo que se haya podido quedar escondido. Hay que arrancarlo de raíz, como se hace con la cizaña, sin miramientos de ninguna clase.
También me ha afeitado el rostro. A los dieciséis años mi barba es todavía escasa, apenas despunta una pelusilla en mi cara. El barbero me ha dejado tan lampiño como un bebé. Aspiro el aroma de la loción de afeitar Flöid con la que, de manera generosa, ha perfumado mis carrillos.
Por último, me masajea el cráneo, ayudándose de un bálsamo de afeitado de olor a menta. Como si no me hubiera humillado bastante, con un paño blanco me aplica un aceite especial para que me brille el cráneo como si fuera de marfil. Todas las luces de la barbería se reflejan en mi testa desnuda; los allí presentes, sin excepción, dirigen su mirada a mi reluciente cabeza. Me siento extraño y a la vez confortado, limpio y aseado en extremo. El doctor Poncelas, don Diego Chacón y el comandante Vara se levantan de sus asientos para contemplar la obra finalizada. Los tres dan el visto bueno, tras acariciarme con la yema de sus dedos mi reluciente piel.
Ya me han liberado de la capa que protegía mi muda blanca. Me levanto del sillón y me retoco la ropa interior, para que no me caiga ninguna bronca. A don Diego, el Gran Maestre, se le ocurre hacer una gracia:
-Muchacho, encájate bien la cinturilla del braslip y súbete lo calcetines, hasta la rodilla. Si descuidas tu imagen, como castigo, te mando afeitar la cabeza.
Los allí presentes le ríen el chiste. Vuelvo a sentarme en el lugar que me corresponde y las manos de mis compañeros se abalanzan sobre mi esférico cráneo. Sienten la necesidad de tocarlo, como si fuera un reliquia sagrada.
Roberto ocupa mi lugar; acaba igualmente calvo. José Manuel, el salmantino; Alberto, el más rubio de nosotros; Cristóbal, el más guasón y Salvador, con su gracejo sevillano van pasando, uno a uno, por las manos del barbero más riguroso que existe.
Somos seis bolas de billar con piernas. Nuestras cabezas resplandecen como si tuviéramos luz propia. La tersura de nuestros cueros cabelludos es lo más suave y excitante que se puede tocar.
Este domingo, el dermatólogo, con un aparato que emite una luz verdosa, nos mide el crecimiento del pelo; toma notas en su cuaderno de campo. Después, elegantemente vestidos, con nuestros uniformes colegiales, acudimos a la capilla del internado para escuchar la santa misa, celebrada por el padre don Néstor. En su homilía se ha acordado de nosotros; nos ha exhortado a cultivar la humildad y el espíritu de servicio a los demás. Según el padre Gainza, el sacrificio de nuestros cabellos no será en balde, fortalecerá nuestro espíritu de lucha contra la vanidad del mundo.
Durante esta semana continúan las mediciones capilares. Ya empieza a despuntar el pelo. Aparecen unos pequeños puntos negros, que al tocarlos raspan como la lija. La piel de la cabeza deja de ser blanca y adquiere una tonalidad gris clara. A los chicos de segundo BUP don Gregorio nos afeita todos los días el rostro y de paso comprueba también lo rápido que nos crece el pelo. Dentro de quince días VOLVERÁ A CORTARNOS EL PELO A "CEPILLO RAIMUNDIENSE". EL MAESTRO DE BARBERÍA, QUIERE DARLE DE NUEVO trabajo a sus maquinillas, lo está deseando.
Las clases han comenzado el lunes 4 de septiembre. Ahora sí que somos unas cabezas brillantes y tenemos la mente despejada.