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Hijo del Cuerpo 2 by BARBERO MILITAR
El guardia civil señaló con el dedo índice la ropa que debía ponerse el muchacho, mientras le miraba fijamente. No pronunció palabra alguna. El chico comenzó a vestirse, con la mirada baja, nervioso. Aquel silencio sepulcral le aterraba, se temía lo peor. Pero cuando su padre volvió a hablar no fue precisamente para felicitarle:
-Esos calzoncillos o slip, como les llaman ahora, son una basura. Es nailon y el nailon no traspira. El médico del cuartel nos lo tiene dicho: debemos usarlos de algodón y de los blancos para que no tengamos irritaciones. Tendré que gastar dinero en calzoncillos y camisetas y tirarte esas bragas…
Salvador sacó fuerzas de flaqueza y replicó a su padre:
-Creo que la ropa interior es algo íntimo y que debo usar la que a mí más me guste. No se ve y por lo tanto a nadie le importa saber de qué color es o con qué tejido está confeccionada. No pienso llevar calzoncillos de esos que tú usas, los braslip de yayo. Estás avisado…
Armando perdió el control en aquel preciso instante. Se acercó al chico y le levantó la mano en actitud amenazante. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Salvador bajó la cabeza, apretó los puños y se derrumbó, sollozaba y al mismo tiempo intentaba mantener la compostura y cierta dignidad. Pero sabía perfectamente que su padre tenía la sartén por el mango y que acabaría llevando los braslip blancos que usaban los abuelos. Hasta en eso iba a tener que ceder.
Los zapatos castellanos que su padre le obligó a ponerse le apretaban. Había perdido la costumbre de usar este tipo de calzado y prefería unas cómodas zapatillas deportivas. Además tuvo que lustrárselos en la cocina por expreso deseo de su padre. Le exigió que los dejara como dos espejos, quería verse la cara reflejada en ellos. Se sintió como un esclavo, humillado, sometido y sin derecho a réplica.
Su padre con un movimiento de cabeza le indicó que saliese con él a la calle. Tuvo que acelerar el paso porque Armando no caminaba como una persona, parecía un autómata; quiso así demostrarle a su hijo que se encontraba en perfecta forma física. Al llegar a la puerta del cuartel saludó al miembro que estaba de guardia y atravesó un patio muy grande. Salva le seguía como un perro, casi jadeando. A unos pocos metros de donde se encontraban, acertó a pasar un señor mayor. Armando le presentó sus respetos con un "a sus órdenes mi capitán". Salva estaba muy nervioso, le parecía irreal aquella situación. Entraron en una de las oficinas del acuartelamiento. Armando preguntó por el cabo Mateo. El oficinista le llamó por teléfono a la cantina. A los pocos minutos hizo acto de presencia. Los dos compañeros se fundieron en un efusivo abrazo. Armando le presentó al chico, sin disimular su disgusto:
-Este jovencito con pinta de delincuente es Salva, mi hijo. Ha suspendido en gimnasia y en matemáticas; ¡A ver cómo lo arreglamos!…
Mateo respondió:
-¡No pasa nada, hombre!, todos los chavales de su edad visten así. Tengo yo sobrinos que van todavía peor. De la gimnasia no te preocupes. Ya me dijiste una vez que no había logrado saltar el potro. Yo me encargo de todo; le voy a enseñar. Respecto a lo de las matemáticas tengo un cuñado, maestro nacional por más señas, que es un lince para los números. Ya le voy a decir que te cobre un precio de amigo. Como está pagando el piso le vienen bien unos ingresos extras.
Pero Armando continúo haciendo preguntas:
-Otra cosa, Mateo, quiero que a Salva le metan un buen corte de pelo. Me da asco verle con estas greñas; parece cualquier cosa. En los tiempos de Franco, si pillábamos a algún vagabundo así lo pelábamos al cero, sin contemplaciones. Si mi difunto padre me hubiera visto con estas lanas, de la leche que me hubiera metido me hubieran salido los piojos con muletas. Es que ni se me hubiera pasado por la imaginación…
El cabo Mateo intentó que Armando se sosegara, le quitó hierro al asunto:
-Hombre, los tiempos van cambiando y hay que adaptarse a ellos. Eugenio, el peluquero de la compañía, está de vacaciones. En su lugar han puesto a un tal Rupérez; le apodan Pelagatos, con esto ya está todo dicho. No te lo aconsejo. El otro día se montó un buen cisco porque dejó al capitán Sánchez igual que al chiquillo del esquilador. Echó mano a la maquinilla y se le veían hasta las ideas. No le metió un arresto de puro milagro. Este Rupérez no creo que aguante el mes. No se le puede llamar barbero. Yo creo que lo más parecido a un corte de pelo que ha hecho en su vida ha sido esquilar a ovejas o algún burro; ¡vaya usted a saber! Viene destinado de Ceuta y estuvo de peluquero en un cuartel de la legión. En resumidas cuentas, no te recomiendo sus servicios. Antes de un mes vuelve Eugenio; espera hasta entonces.
Pero Armando no atendía a razones:
-Ni un solo día más voy a aguantar que mi hijo lleve estas pintas de degenerado. Al entrar me he encontrado con el capitán Sánchez y estoy seguro de que le ha mirado extrañado. Ni siquiera se ha acercado a saludarme; conmigo siempre ha sido muy amable. Hasta me ha parecido que le comentaba algo al de la garita de vigilancia. Seguro que ha querido enterarse de que tipo de maleante se había colado aquí.
Mateo siguió intentando calmar a Armando:
-Me parece que estás un poco paranoico, perdona que te lo diga. El capitán Sánchez siempre anda liado con mil historias. No se habrá parado contigo porque no tendría tiempo de hacerlo. Volviendo al tema, te diré que cerca de aquí hay una peluquería de caballeros, que no es cara, y en donde cortan el pelo muy bien. Estuve el otro día y me dejaron fenomenal.
Armando seguía en su línea belicosa:
-Es que me jode pagar por un corte de pelo pudiendo conseguirlo aquí gratis. Creo que hay que aprovechar las pocas ventajas que tenemos de ser picoletos. Y te voy a decir otra cosa: cuanto más le corten el pelo a Salva más a gusto me voy a quedar. El corte de pelo que te han hecho a ti es pan para hoy y hambre para mañana. Dentro de quince días tendrás que volver. Además, no sabes el gasto que tengo con este vaina. Le tengo que comprar ropa nueva, porque la que tiene no es digna ni del andrajoso más descastado que conozcas. Los pantalones vaqueros que usa están hechos jirones; Los lleva rotos, ¡coño! Tiene unas camisetas que parecen de una secta satánica, con el demonio estampado y símbolos extraños. Me voy a tener que gastar una buena parte del sueldo en comprarle ropa nueva. Lleva unos calzoncillos de esos que parecen bragas, algunos son tipo tanga. Me recuerdan a los que usaban los maricones que deteníamos cuando las redadas que hacíamos en aplicación de la ley de vagos y maleantes. Media paga me voy a tener que gastar en adecentar al mocito.
Mateo sabía que cuando su amigo se obcecaba no había quien le hiciera razonar. De seguro que sintió pena por el muchacho. Al fin y al cabo no era más que un adolescente y se comportaba como tal. No creyó conveniente inmiscuirse en asuntos familiares ajenos. No le apetecía recibir una mala contestación y menos tener una enganchada con un compañero de armas al que le unía una vieja amistad. Los dos guardias civiles acordaron la hora en que Salvador debía acudir al cuartel para ser entrenado y se despidieron efusivamente.
Luego vino un silencio prolongado. Salva no se atrevió a preguntar nada por temor a molestar a su padre. Armando se quedó quieto en medio del patio, con la mirada perdida, atusándose el bigote, en actitud reflexiva. Y finalmente tomó una determinación. Seguro que valoró los pros y los contras de que su hijo se cortara el pelo en el cuartel. Echando en saco roto los amigables consejos de Mateo, rompió su silencio con una sola palabra, una orden directa y escueta como las que reciben los perros policías en su entrenamiento:
-Sígueme.
En el patio empedrado del cuartel el sol caía a plomo. Armando le sacaba a Salva un cuerpo de ventaja y éste contemplaba rezagado la alargada sombra de su padre, que se le antojó amenazante y un tanto siniestra. El muchacho fue conducido a un pabellón lateral y, tras recorrer un largo pasillo, se pararon junto a una puerta en la que figuraba un rótulo con un vocablo que había caído en desuso: barbería.
Salva palideció. Le entraron ganas de echar a correr, de fugarse. Y la forma en que se dirigió a él su padre no le ayudó a tranquilizarse:
-Entra de una vez. ¡A ver si te convierten en algo parecido a un hombre!
Salvador quemó su último cartucho, en un intento a la desesperada de hacer entran en razón a su progenitor:
-Papá, mejor me corto el pelo en esa peluquería que te ha indicado Mateo. Por el dinero no te preocupes; me lo pago yo de mi bolsillo. Ya has oído lo que te han dicho del nuevo peluquero. A lo peor me lo corta mal, a trasquilones.