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Hijo del Cuerpo 3 by BARBERO MILITAR


Lo que el inexperto joven no podía imaginarse era que Pelagatos se encontraba escuchando tras la puerta y que tomó buena nota de estos comentarios ofensivos dirigidos hacia su persona. Era un hombre soberbio, con ademanes despóticos y que despreciaba a todo aquel que no pensaba como él. El chico había conseguido en un instante poner en su contra al oficial de barbería; la tensión fue in crescendo. Armando saludó caballerosamente al desconocido y le explicó el motivo de su presencia:

-¡Vamos a ver, maestro! Yo he estado aquí sirviendo más de quince años, ahora tengo el destino en Madrid. Siempre me ha cortado el pelo Eugenio. Me han dicho que está de vacaciones y que usted le sustituye. Sólo quiero que me deje al chico, a mi hijo, como a un recluta de los que destinaban a África. Usted ya me entiende, ¿verdad?…

El barbero sonrió maliciosamente. Salva sintió de inmediato un rechazo instintivo hacia él. Era un hombre de aspecto rudo, con un ridículo bigotito recortado. Para combatir su galopante alopecia tuvo la ocurrencia de raparse al cero toda la cabeza y acabar así de un plumazo con el problema. En aquel tiempo a ningún peluquero de caballeros en su sano juicio se le hubiera ocurrido meterse un pelado tan brutal porque provocaría perplejidad y desconfianza entre sus potenciales clientes. Su manera de expresarse tampoco transmitió al joven la más mínima confianza:

-Sin querer he escuchado la conversación que se traían entre ustedes dos. Parece ser que aquí al joven no le parezco lo suficientemente capacitado como para cortarle el pelo; se le ve muy exigente. No me gusta ponerme medallas, pero quiero que sepa que yo además de cortar el pelo a la tropa he arreglado a corones y generales. La barbería del cuartel está para cortarse el pelo como indica el reglamento. Esto no es un salón de belleza donde te lavan la cabeza y te dan masajes capilares.

Armando intentó reconciliarse con el barbero y para ello cargó las culpas sobre su imprudente hijo:

-Le ruego que no tenga en cuenta las palabras del chico. Estos jóvenes de hoy en día no tienen educación ni respeto. He venido aquí precisamente para que le corte el pelo como a un hombre. Si lo llevo a una peluquería de la calle voy a tener que montar el numerito para conseguirlo. Quiero que sea usted el que tome la decisión de como pelarlo. Yo no voy a intervenir para nada y que quede bien claro que mi hijo no tiene derecho a opinar. Haga usted lo que crea más conveniente con el chico.

Pelagatos sonrió; en esta ocasión había quedado de pie. Le complacía en grado sumo que un miembro de la benemérita le otorgase carta blanca para hacer su santa voluntad. Empezaba a estar más que harto de recibir instrucciones de todo el que se sentaba en el sillón, de tener que soportar comentarios adversos en torno a su supuesta falta de profesionalidad. La ocasión la pintaban calva y deseaba descargar su ira sobre aquel joven al que su propio padre le había retirado el derecho a opinar.

-No perdamos más tiempo; qué tome asiento el señorito. Le voy a cortar el pelo de tal manera que le van a resbalar las moscas cuando se le posen en la cabeza.

Como si estuviera abducido y sin voluntad, Salva se sentó. Tenía la mirada perdida. Ya todo le daba igual; cuanto antes pasase aquel mal trago mejor. Sabía que el pelo le terminaría creciendo pero aquel verano iba a ser terrible para él. Había deseado con ansiedad que llegaran las vacaciones estivales para poder así disfrutar de un tiempo de relax. Estudiaría la última semana para el examen de septiembre, pero hasta entonces podría convertir en realidad muchas de sus ilusiones. Con un poco de suerte tocaría en las verbenas de los pueblos de alrededor y se daría a conocer. La realidad no se iba a parecer en nada a sus sueños. No podría tocar la batería y encima iba a estar pelado como un soldado. Guardó silencio, pero su rostro reflejaba su malestar interior, su profunda angustia.

El sillón, con el asiento y respaldo de rejilla, le resultaba incómodo; el trenzado se le clavaba en las nalgas. Comenzó a sudar. Se agarró con fuerza a los brazos de porcelana por temor a caer en la tentación de salir huyendo; sabía que no tenía escapatoria. El oficial de barbería le anudó al cuello una inmensa capa de color verde caqui. Salva asoció mentalmente este tono con la disciplina de la vida castrense. Desde la infancia sentía fobia por el verde; siempre que vestía alguna prenda de este color algún gracioso comentaba que se notaba que era "hijo de un guardia civil", un "hijo del cuerpo".

Rupérez comenzó a pasarle un peine por la cabeza. Lo hacía con brusquedad y a toda velocidad, como queriendo molestarle, mostrando una mala disposición hacia el chico. Se fijó que el muchacho había tenido mechas. Al crecerle el pelo apenas eran perceptibles pero le apetecía sembrar cizaña y se lo hizo saber a su padre:

-Caballero, tengo que enseñarle una cosa; tenga la amabilidad de acercarse. Aquí el mozo se nos ha pintado el pelo. Este tipo de trabajos sólo lo hacen en las peluquerías de señoras o en las unixes. Un buen profesional del gremio de caballeros jamás se dignaría a hacer una cosa así.

Armando se irritó aún más. Pelagatos sabía cómo herirle y sacarle de sus casillas:

-Es lo que me faltaba por oír. Mi hijo se ha teñido el pelo y su madre encubriéndole. Está visto que si falto de casa todo se va al carajo.

El barbero echó más leña al fuego:

-Esto complica aún más las cosas. Habrá que cortar el pelo de raíz para eliminar el tinte. Si usted me autoriza…

El guardia civil apretaba los puños como queriendo contener su ira. Y fue entonces cuando dejó bien claras las cosas:

-Córtele usted el pelo todo lo que sea necesario. No se ande con contemplaciones. Si tiene que meterle la maquinilla del cero, pues al cero. Le vamos a dar un buen escarmiento. Así aprenderá a no hacer este tipo de cosas. Me empieza a doler el estómago. Tengo la úlcera abierta por culpa de este mequetrefe. ¿Me puede dar un vaso de agua para tomarme una pastilla?

Pelagatos sacó de un armario un vaso de cristal y le sirvió el agua de una botella de marca. Intentó animar al padre y se interesó por su estado de salud:

-Usted no se preocupe que en esta vida todo tiene solución. Le meto la maquinilla al doble cero y así eliminamos los restos del tinte. El pelo que le salga será nuevo y de su color. No merece la pena enfermarse por tan poca cosa. Cuídese mucho el estómago, que a la larga las úlceras dan problemas.

Salvador se sentía como un reo de muerte sobre el patíbulo. El verdugo se estaba demorando mucho; cuanto antes ejecutase la sentencia, mejor. Él no necesitaba una pastilla para la úlcera sino tomar algún narcótico que le alejara de la realidad, alguna sustancia psicotrópica que le permitiera realizar algún viaje astral. Nada de esto era posible. Decidió resignarse ante la que se le venía encima: un rapado ¡al dos ceros!

Aquello era un atentado contra su integridad física, sin más paliativos. Nunca se había preocupado de recabar información sobre estos temas. Su padre solía hacer comentarios con otros compañeros del cuartel sobre su mili en África y los pelados de castigo que metían a casi todos los reclutas y soldados. No había prestado demasiada atención a aquellas batallitas. Ahora no se atrevía a preguntar porque se temía lo peor.

El barbero también aprovechó para echar un trago de agua. Acto seguido se pasó un cepillo con el mango de madera sobre la bata de color verde militar; en el bolsillo superior de la misma llevaba bordado el escudo de la benemérita. También se cepilló los pantalones que eran del mismo tono que la bata y con una bayeta se lustró los zapatos negros de cordones, los reglamentarios del uniforme. Al apoyar el pie sobre una tarima Salva observó que hasta los calcetines que usaba eran de color militar, finos y de canalé. Rupérez, al no ser miembro de la Guardia Civil, tampoco vestía según el reglamento del cuerpo. Aquel uniforme de trabajo se lo proporcionaron seguramente en la legión, para trabajar en calidad de barbero. Lo adaptó a su nuevo destino simplemente sustituyendo un escudo por otro. Con un peine pequeñito se repeinó el bigote, recortándolo también un poco con la ayuda de unas tijeras.

Con estos prolegómenos pretendía que el muchacho sintiese más angustia, incrementando su sufrimiento. Evidentemente los comentarios que había escuchado desde la puerta habían ofendido su orgullo de profesional y ahora se estaba tomando la revancha. Lanzó una mirada provocativa al chico, que empezaba a sudar a borbotones. Sonrió con sorna, paladeando de antemano el dulce sabor de la venganza.

A ambos lados del espejo colgaban dos estanterías con baldas de cristal, montadas sobre una estructura de metal cromado. Encima de ellas se distribuía todo el instrumental de trabajo. Las herramientas aparecían perfectamente ordenadas, dispuestas en fila como si se tratase de soldados en formación. Centró su atención en las maquinillas de mano. Dudó a la hora de escoger el artefacto con el que iba a comenzar su faena. Murmuró algo parecido a:

-Ésta la reservaré para apurar el cuello. Con la eléctrica podré ir más rápido.

Tenía también un par de maquinillas eléctricas colgadas de la pared: una de carcasa gris oscura y la otra era la tradicional Oster 76, negra, potente y amenazadora. Finalmente se decidió por esta última. La tomó entre sus manos y volvió a mirar a Salva, anunciándole sin palabras que ya había escogido el instrumento de tortura. Prendió la maquinilla y la acercó al oído del chico, para que escuchase el zumbido de la misma. Acto seguido, extendió la mano y se rasuró un poco de vello, comprobando que la cuchilla estaba suficientemente afilada. Salva observaba desde el sillón con perplejidad todos estos prolegómenos.




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