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Rapadas by Domingo by lanusense
Tal vez algún lector del sitio, de al menos 50 años que haya vivido en Lanús (pcia. de Buenos Aires), recordará la antiquísima peluquería San Martín de la calle Ministro Brin donde atendía el "Tano" Don Domingo.
En el año ´ 60 yo tenía 5 años y mi padre ya me llevaba a cortar el pelo.
Había sido la peluquería de él desde niño así que debía ser de la década del ´ 30.
Yo ya lo conocí grande al peluquero , sin embargo me atendió hasta mis 13 años cuando se cerró el local.
Hasta esa época fui " victima " de sus terribles cortes de pelo.
El local no tenía ventanal a la calle. El frente era una puerta doble de madera con vidrio en la parte superior, que durante el verano se abría de par en par. A los costados dos ventanas que siempre estaban cerradas, obligaban a que siempre estuviera la luz encendida.
Seguramente en sus comienzos debía haber dos peluqueros porque dos sillones ( hoy casi piezas de museo) dominaban el ambiente frente a un mueble de madera oscura con dos grandes espejos.
En la pared opuesta ( en realidad era un tabique de madera pintada de verde inglés ) se disponían las sillas de espera de la clientela. Una mesita baja con revistas pasadas de años y un perchero de pie , completaban la escenografía de esa parte del salón.
En la pared que daba al frente de la entrada había un lavabo y junto a él Domingo tenía la sillita alta con asiento de esterilla que usaba para la clientela menuda.
Como quizás les haya ocurrido a varios de ustedes, de niño uno odiaba los cortes de pelo y en mi caso entraba llorando y salía llorando , pero con mucho menos pelo.
Era la época del pelo corto en los varones y de los rapados en los niños. En la San Martín no había otros estilos de corte. Las maquinitas manuales trabajaban a destajo. Sólo los más afortunados acababan con cortes solamente a tijera, pero se contaban con los dedos de una mano.
Casi no había instrucciones acerca de cómo cortar el pelo. El peluquero ya los conocía a todos y en el caso de los niños el corte ya estaba pactado, desde la primera visita, entre el padre y el peluquero: la media americana y la americana Don Domingo ya las hacía "de taquito".
Siempre había que esperar el turno. Los clientes se repartían entre personas mayores y niños. La gente de 20 años para arriba ni pisaba esa peluquería. Buscaba alguna "más moderna", peluquerías de los años ´50.
Cuando era tiempo de mi "tusada", mi viejo me llevaba de la mano, casi arrastrando, esa cuadra y media que separaba mi casa de la peluquería. Me metía adentro de prepo y me hacía sentar en una de las sillas de espera. Desde ahí veía al peluquero, máquina en mano, cortar la cabellera de quien ocupaba en ese momento el sillón de cromo y cuero marrón, con apoyabrazos forrados en el mismo cuero.
Cuando era mi turno el peluquero ponía la sillita de frente al espejo, en el centro del salón con todos los espectadores de lujo que iban a disfrutar mi cortecito detrás de mí.
Mi viejo me subía a la silla tomándome por debajo de los brazos y me dejaba ahí sentado mientras Don Domingo me envolvía por completo con esa inmensa tela blanca de algodón que casi llegaba al piso. Por supuesto toda esta escena se completaba conmigo llorando como un marrano.
El peluquero iba hasta el mueble y guardaba peine y tijera en el bolsillito superior de su delantal y tomaba la maquinita del cero para iniciar el rapado ante la mirada complaciente de mi viejo desde una silla de espera.
Siempre llegaba a la peluquería con el pelo bastante crecido. Domingo me apoyaba su mano izquierda en la cima de la cabeza y me la bajaba hasta que mi vista sólo podía ver el blanco de la tela.
Me dejaba la nuca casi en posición horizontal para hacer correr la cero hasta la coronilla.
Pasaba la maquinita casi con vehemencia metiéndole presión contra mi cuero cabelludo.
Por momentos se enroscaba en alguna conversación y dejaba de pelarme pero sin liberar mi cabeza. Cuando volvía seguía con la esquila. Yo veía la tela cubierta de pelo arrancado de raíz y más lloraba.
Con la nuca ya rapada al ras me inclinaba la cabeza hacia un costado y me pelaba la patilla hasta la sien y destapaba la oreja haciendo un gran arco sobre ella. Daba vueltas alrededor de la silla y me rapaba por igual el otro costado.
Al liberar mi cabeza veía en el espejo mis costados en blanco.
Con el peine y la tijera me cortaba muy cortito el pelo de arriba borrando la marca de la cero.
Me entalcaba la nuca y los laterales y me pasaba un cepillo de madera con cerdas blancas para eliminar los molestos pelitos sueltos que quedaban.
Con una navaja barbera me emprolijaba el contorno del corte y me peinaba lo que había quedado de pelo arriba con un poco de gomina que desparramaba con la yema de sus dedos sin dejar de pasarme la mano, a contrapelo, por la nuca pelada.
Quitaba la tela, sacudiéndola con fuerza y me hacía bajar de la silla de un salto.
Abajo me esperaba mi viejo para inspeccionar el corte.
Así fue hasta mis 13 años, pero el último tiempo ya zafaba de la humillante sillita y me ponía un suplemento en el gran sillón, pero el corte no variaba.
Ya empezaba la época en que los jóvenes se dejaban crecer el pelo, pero eso no iba con mi viejo.
Cuando Domingo cerró mi próximo destino fue la peluquería de Quiroga donde recibía también rapados brutales hasta mis 16 años , cuando empecé a librarme de esas esquiladas pero siempre manteniendo el pelo corto.