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Viejas rapadas by esquivo


Vieja peluquería de Don Atilio. ! Qué recuerdos!. Al lado, pegadito, a la Escuela N°9 donde hice mis primeros grados.
La escuela sigue en pie, pero la peluquería hoy es un Maxikiosco. Era camino obligado para llegar a casa a la salida de la escuela.
Siempre con mis amigos Raúl y Carlitos, porque eran del barrio. Ellos iban a otra peluquería, creo que a la de Ángel Berta. ! Qué recuerdos!

Yo, un chiquilín de 8 o 9 años de pantalones cortos, no quería ni pasar por la puerta. Ya, a través del ventanal, se podía ver la imponente figura de la silla de peluquero frente al mueble espejado y metía miedo. De verdad que metía miedo, a pesar de que uno era muy pequeño y siempre me tocaba la sillita para niños.
Ver , de reojo, al peluquero trabajando sobre la cabeza de algún cliente o sentado en el sillón leyendo el diario cuando no tenía trabajo, me endurecía el estómago esos segundos que tardaba en pasar frente al local. Y ni qué decir si estaba fumando en la puerta y al verme me decía

Che, ¿Cuándo se va a venir a cortar ese pelo?.-

Le tenía miedo. Esa es la realidad. Verlo con su chaqueta celeste y el clásico peine y tijera en el bolsillito superior, me angustiaba. Sólo sonreía de compromiso y me apuraba a pasar por su vereda ante las risas de mis amigos.

Pero ese momento tan esperado por el peluquero terminaba ocurriendo. Ya la noche anterior mi viejo dictaba sentencia:

Mañana, sin falta, se me va a cortar el pelo, ¿escuchó?.-

Y la orden se tenía que cumplir. Desde ese momento ya lo empezaba a sufrir.
A la mañana siguiente mi vieja me daba los $5 para el corte, con la recomendación de no perderlos.
En la escuela les avisaba a mis amigos que no volvería con ellos porque tenía que ir a cortarme el pelo, lo que me hacía morir de vergüenza porque ya empezaban con las bromas.

El horario de salida era a las 12 y difícilmente encontrara al peluquero trabajando.
Mientras Raúl y Carlos seguían camino yo entraba en la peluquería hecho una pila de nervios.
Don Atilio me veía entrar y , con una sonrisa de oreja a oreja me daba , socarronamente, la "bienvenida". Me hacía sacar el delantal y colgarlo de un perchero y dejar el portafolios sobre una de las sillas de espera mientras él ponía la sillita en el centro del salón frente al espejo.
Me hacía subir a las alturas y me envolvía por completo con una inmensa tela blanca.
Los chicos seguían saliendo de la escuela y me veían preparado para el "sacrificio". Alguna risa con malicia se escuchaba de alguno que me conocía.

El peluquero se preparaba eligiendo sus herramientas. El corte ya estaba acordado entre mi viejo y el peluquero. La N°0 bien hasta arriba, las orejas descubiertas, las patillas devoradas por la máquina hasta las sienes y la parte de arriba rebajada a tijeretazo limpio. Del flequillo, ni hablar. Volaba con el primer golpe de tijera.

La cabeza sujeta bien abajo para que la #0 corriera sobre mi nuca impiadosamente. Me pelaba como si fuera la última vez y creo que hasta se divertía haciéndolo.
El acero bien pegado al cuero cabelludo convertía mi nuca en un campo de" punta de alfileres" que, el muy verdugo, verificaba pasándome la mano a contrapelo hasta la coronilla.
Mi campo visual se restringía sólo a la tela blanca ya cubierta de una mata de pelo arrancado de raíz.
Los costados rapados "al milímetro" casi hasta las sienes, y las orejas al aire con unos arcos hasta la parte de arriba de mi cabeza , dejaban ver la "crudeza" del corte.
Si había algún viejo esperando su turno también disfrutaba del "espectáculo" haciendo algún comentario sobre "el cortecito" y a mí me avergonzaba. Los viejos también querían ver a los pibes bien rapaditos.

Cuando me dejaba de tusar llegaba la orden de no bajarse de la silla, mientras desajustaba la tela y la sacudía para que todo el pelo amontonado terminara en el piso. Otra vez me envolvía y era el momento en que la parte superior era invadida por las tijeras hasta quedar muy corta. Solo dejaba un poquito de flequillo para peinarlo con gomina con una raya al costado.

Terminaba el corte refinando la parte baja de la nuca con otra maquinita que sacaba del cajón envuelta en una franela anaranjada. Era la #00. Otra vez la cabeza gacha y casi que me dejaba media nuca afeitada.
Para mí no había espejito de mano. La aprobación del corte estaba a cargo del mismo peluquero. La cepillada y la entalcada de nuca eran infaltables. Era el sello que mostraba que uno estaba recién peluqueado.
Me liberaba de la tela y me hacía bajar de la silla.
Le daba el "rollito" de plata , me ponía el delantal y, portafolio en mano, ganaba la calle.
Tenía la sensación de que todo el mundo miraba mi cabeza pelada y todavía faltaba la inspección de mi padre cuando volvía de trabajar y , lo que era peor, la entrada al otro día a la escuela. Era el centro de todas las bromas.
Semejante rapada me duraba dos meses y pasado ese tiempo, otra vez a la sillita de Don Atilio para terminar igual de esquilado. Fueron años , creo que hasta los 15 o 16, que sufrí esos cortes despiadados.

Hoy lo llevo bien rapado al cero , pero porque yo quiero. Mi viejo estaría orgulloso.




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