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CUIDADO CON LO QUE DESEAS by BARBERO MILITAR


CUIDADO CON LO QUE DESEAS, SE PUEDE HACER REALIDAD !

Acabo de penetrar en el despacho del hermano director; nada más escuchar mi nombre, a la velocidad de un rayo, me he levantado de la silla de espera. Tengo la sensación de que en esta estancia se ha detenido el tiempo, el reloj de la vida se paró hace décadas. Esta habitación tuvo que ser amueblada hace unos setenta años, cuando se inauguro el colegio internado de San Olegario, el lugar más temido por los adolescentes rebeldes de varias generaciones. Las paredes forradas de madera, la mesa tallada, el inmenso crucifijo que preside este despacho y las otras imágenes religiosas, apoyadas sobre peanas y distribuidas estratégicamente, no dejan lugar a dudas de que para la congregación olegariana no existe la vida moderna.

El rostro del hermano director, el padre don Alfonso, no es precisamente el de un hombre permisivo y tolerante. Me ha lanzado, directamente a los ojos, una mirada inquisitiva; permanece sentado en su butaca giratoria de piel marrón, parapetado tras la mesa de despacho, ornamentada con tallas de cabezas de caballeros tocados con yelmo. No sé muy bien hacia dónde mirar, tiemblo de solo pensar en cometer alguna equivocación y figurar para siempre en su lista negra. Me consuelo pensando que la religión católica se sustenta en el amor y el perdón; estoy plenamente convencido de que esta congregación sigue a pie juntillas los preceptos evangélicos.

Sin pronunciar palabra alguna, ha levantado la mano y me ha indicado, con un gesto cargado de solemnidad, que me siente en la silla del confidente. Continúa con sus pupilas clavadas en las mías, sus labios son incapaces de esbozar la más mínima sonrisa para inspirarme un poco de confianza. El prolongado silencio me incomoda en grado sumo, me recuerda a la quietud que precede a la tormenta. No deja de mirarme y cada vez su rostro muestra un mayor hieratismo, estoy empezando a asustarme.

Me arrepiento profundamente de haberle hecho llegar el escrito, seguro que ha malinterpretado mis intenciones y ahora me va a caer una bronca monumental; tal vez, hasta considere que no soy digno de formar parte de la comunidad educativa olegariana. He empleado mucho tiempo en redactar estas páginas y he realizado multitud de correcciones; mecanografiarlo, sin faltas de ortografía, me ha supuesto un gran esfuerzo. Lo peor de todo es que tal vez sea contraproducente, se puede producir el llamado efecto boomerang. Lo he hecho con la mejor voluntad, pero como se suele decir "el infierno está empedrado de buenas intenciones ". Intento rezar para mis adentros pero me cuesta concentrarme, el miedo ha paralizado mi mente. Empiezo a sudar, mis manos sufren un ligero temblor, la boca se me seca… Estoy preparándome para lo peor.

Por fin don Alfonso se ha dignado a dirigirme la palabra. Con gran parsimonia me ha dicho:

-Bueno, bueno, bueno… por fin tengo el honor de conocer al joven filósofo autor de este opúsculo…

Ha levantado los folios que le envié y me los ha mostrado como si fueran un trofeo. Continúa hablando:

-Realmente, ¿eres del autor de este escrito?

Yo he respondido mirándole a los ojos, con el mayor de los respetos:

-Si, padre, yo he escrito esas reflexiones sobre la educación de nosotros, los jóvenes. Me he inspirado en varios textos de educadores católicos. Todo tiene su origen en un retiro espiritual que realicé en la casa de San Ignacio, aconsejado por el que hasta ahora ha sido mi confesor…

Don Alfonso me ha interrumpido, tal vez considere que estoy hablando demasiado; a él le corresponde dirigir la conversación, yo debo limitarme a contestar a sus preguntas de una manera escueta y directa:

-He leído detenidamente estas "reflexiones" que haces sobre el mundo de la enseñanza. Jamás de los jamases ningún alumno se había metido en este tipo de jardines. Aquí prácticamente todos los internos vienen obligados y no se plantean cuestiones filosóficas o temas morales relacionados con su educación. Para ellos este internado es una prisión, un castigo por haber fracasado en sus estudios. Sin embargo, tú has roto moldes, y te has atrevido a poner una pica en Flandes. Debemos reconocer que tienes arrojo y valentía. Pero lo que realmente me ha sorprendido es la capacidad que tienes de diseccionar la problemática de la educación actual. Ya me he dado cuenta de que te has inspirado en los textos de algunos pedagogos católicos, aunque observo que muchas cosas son de tu propia cosecha, jamás las había escuchado. Creo que tus escritos merecen un análisis en profundidad. Además, no te limitas a reflexionar sobre las medidas disciplinarias de una manera vaga y abstracta, te atreves a establecer un reglamento, bastante más severo que el nuestro, para enderezar lo torcido; en definitiva, eres más papista que el propio papa. Voy a leerte las que tu denominas, no sé si con auténtica o falsa modestia, "Humildes reflexiones sobre la educación de un alumno lleno de imperfecciones", mejor dicho, las vas a leer tu mismo; soy todo oídos.

Yo, con la voz temblorosa, empiezo a recitar el texto:


Madrid, jueves, 25 de agosto de 1977

Respetable padre director del internado masculino de San Olegario:

Con el presente trabajo, pretendo exponer mis ideas sobre cómo debe ser la educación de un joven de quince años que en breve va a tener que estudiar 1º de BUP. No me considero un autodidacta, sencillamente he reflexionado sobre mi corta vida y los números errores cometidos. Hasta ahora, he estado instalado en el caos personal, no he contado con un plan de vida en el que el estudio y la piedad sean el centro de mi existencia. He vivido a salto de mata, dejándome arrastrar por las apetencias sensoriales, que reiteradamente me han conducido al pecado grave. La vagancia y apatía han estado muy presentes en mi día a día. Yo soy el único culpable de mi fracaso vital. A duras penas, he conseguido aprobar en el mes de junio el curso de 8º de EGB, obteniendo así el graduado escolar. Lo mejor que se puede decir de mí mismo es que soy un mediocre, incluso este calificativo me parece un eufemismo.

-Sin embargo, recientemente ocurrió un hecho que transformó por completo la visión que tengo de la vida; se ha producido en mi interior una auténtica conversión. Participé en un retiro espiritual dirigido por un sacerdote jesuita, llamado don Juan Manuel de la Cruz. Gracias a sus edificantes charlas, la luz de Cristo ha penetrado en mi interior y he sido capaz de juzgarme a mí mismo; todos mis pecados han quedado al descubierto. He hecho un balance de mi vida y he salido muy mal parado; de continuar por el mismo camino, voy derecho al precipicio, a la condenación eterna. A grandes males, grandes remedios. Decidí hacer borrón y cuenta nueva y empezar a cambiar. Dejé de salir con mis amigos de colegio, porque ellos seguían obcecados en vivir al margen de la ley de Dios. Hablé con don Juan Manuel del tema y él me propuso ingresar en San Olegario en calidad de interno. Me explicó que en mi caso es muy necesario cambiar de escenario vital para no caer en los mismos errores. Convenció a mis padres de las bondades de este centro educativo y, gracias a su intervención, me han admitido en San Olegario.

Sé perfectamente que todo está por hacer, que no se cambia de la noche a la mañana por arte de magia. Lo más importante es practicar la virtud de la humildad. Yo, con mis propias fuerzas, soy incapaz de transformarme en un hombre de bien. Como se suele decir vulgarmente "la cabra tira al monte" y siempre voy a estar tentado de caer en los vicios del pasado. Necesito lo siguiente:

-Humildad en grado sumo: reconocer que soy un pecador, un ser imperfecto que no puede vanagloriarse de nada.

-Disciplina severa: normas estrictas que debo cumplir, sin excepción. De no ser así, deberé sufrir un castigo severo para conseguir enmendarme.

-Vida de Piedad intensa. Practicar ritos religiosos como asistencia a la Santa Misa, rezo del Ángelus, Santo Rosario…

-Estudio. La mayor parte de mi tiempo lo debo dedicar a lidiar con las asignaturas del curso de 1º de BUP. Especialmente debo centrarme en aquellas que entrañan para mí mayores dificultades, como las matemáticas y el dibujo técnico. Nada debe distraerme de mis obligaciones; si no soy capaz de concentrarme en el estudio, deberé ser castigado severamente. Bien sea por las buenas o por las malas, debo mejorar de manera clara mi rendimiento. El suspenso, sencillamente, no debe tener cabida en mi historial académico; debo desterrarlo, arrancarlo de mi vida como si fuera cizaña. Cada vez que me ponga a estudiar, deberé encomendarme a Nuestro Señor, a la Virgen Santísima y a todos los santos para que me ayuden a superar las dificultades. Me atrevería a pedirle a usted, padre director, que también me tenga presente en sus oraciones; lo necesito realmente.

-Rechazo de las modas actuales: Uno de los motivos por el cual he fracasado estrepitosamente en mis estudios ha sido perder el tiempo con "las tentaciones modernas". En mi casa solía ver programas de televisión relacionados con la música actual, grupos de rock, películas con escenas subidas de tono en las que aparecían mujeres provocativas… Me he ido adaptando a las modas impuestas desde fuera: pantalones vaqueros desgastados, camisas de colores llamativos, botas camperas y pelo largo, muy largo. Esa vestimenta me ha alejado del buen camino, he intentado mimetizarme con la tendencias revolucionarias de la juventud actual; he asistido a discotecas, películas de cine destinadas a adultos y salas de juego, poniendo en grave peligro mis virtudes cristianas. Deseo alejarme de todas estas cosas. En la televisión sólo podré ver programas culturales, siempre acompañado por algún adulto responsable que sepa discernir lo que está bien y lo que es del todo inapropiado para mí. Jamás volveré a pisar una discoteca, son lugares en los que el ruido lo invade todo; están presentes las bebidas alcohólicas, el tabaco y las drogas. Debo renunciar a mantener relaciones con chicas porque todo eso solo sirve para distraerme del estudio y acercarme peligrosamente al pecado mortal.

-Uniformidad total: Los internos de San Olegario deberíamos vestir con el debido decoro y mantener unas normas higiénicas estrictas. Tengamos presente que formamos parte de una comunidad educativa; si todos los alumnos usamos exactamente la misma vestimenta, idénticos relojes de pulsera, cadenas y medallas con las mismas advocaciones etc, nos será más fácil identificarnos con esta Sagrada Institución.

Don Alfonso me ha interrumpido. Ha decidido intervenir y aclarar ciertas cosas:

-Yo estoy totalmente de acuerdo con lo de la uniformidad, de hecho la dirección ha decido tomar cartas en el asunto. Últimamente se ven muchos internos que visten pantalones vaqueros desgastados, excesivamente ceñidos; esto no puede ser bueno para la circulación de la sangre. El curso pasado, a uno de estos cowboys de pacotilla se le reventó el pantalón y enseñaba los calzoncillos, entre las risotadas de sus compañeros. Si el hermano rector nos lo autoriza, exigiremos un uniforme elegante y masculino. Se acabaron los pantalones ajustados, todos los muchachos usarán los de tergal, en color gris oscuro porque son sufridos a la vez que elegantes y discretos. Con chaqueta americana y corbata vais a estar mucho más dignos que con esas camisas sin cuello, de colores estridentes. Y, lo más importante, se acabó usar melenas; perdéis mucho tiempo en acicalaros y parecéis unas nenas. Hasta la fecha hemos hecho la vista larga para no meternos en problemas pero hasta aquí hemos llegado, jovencitos.

Me he atrevido a hacer una apreciación a don Alfonso:

-Padre, creo que usted tiene toda la razón al respecto. Los nuevos chicos que vamos a ingresar en el internado este curso nos hemos puesto en contacto telefónicamente; en el folleto que ustedes nos mandaron aparecen los números de teléfono de todos los alumnos. Yo, modestamente, he hecho todo lo posible para convencerles de que debemos cambiar, de que lo más importante es que triunfemos en los estudios y nos convirtamos en caballeros de provecho. Bastantes de mis compañeros me han dado la razón. Y para que se quede tranquilo con el tema del pelo, la víspera de ingresar pensamos acudir a una barbería tradicional, con un barbero de los de toda la vida, para que nos corte el pelo corto, pero corto de verdad; queremos sentir como las temidas maquinillas fulminan nuestras modernas melenas. Será un símbolo de que empezamos una nueva vida y de que renunciamos a la pompa del mundo.

Al director le brillan los ojos y esboza una sonrisa maliciosa. Da la sensación de que, de repente, ha tenido una idea súbita; a raíz de mis palabras, se le ha encendido una luz en su cerebro y ha maquinado, a toda velocidad, un plan. No me da ninguna explicación al respecto, realiza una llamada telefónica para poner en marcha su proyecto:

-¿Barbería La Higiénica?... Soy el Alfonso Domínguez, el director del internado de San Olegario. Me gustaría que nos esperase porque tengo un trabajito para usted… No, no, no, yo no soy el cliente; allí le explicaré. Tardaremos menos de media hora en llegar. Vaya preparando la herramienta, je, je, je. Adiós, hasta ahora mismo.

Don Alfonso me mira de nuevo a los ojos y tan solo me dice:

-Muchacho, vamos a hacer realidad tus ilusiones. Vas a predicar con el ejemplo delante de tus futuros compañeros; les vas a servir de modelo. En pie, vamos a darnos prisa que nos están esperando.

Don Alfonso camina con paso firme y seguro; atravesamos diversas calles en busca de un destino desconocido para mí. Yo me esfuerzo por mantener el ritmo, el paso ligero para poder seguirle. A esta velocidad me resulta complicado pensar en nada; tampoco he recibido ningún tipo de explicación sobre cuales son sus planes. De repente, nos detenemos frente a un pequeño local, encima de la puerta de madera, pintada de gris oscuro, figura un modesto rótulo metálico con la palabra "barbería". Todavía no estoy mentalmente preparado para que me rapen; me consuelo pensando que tal vez se trate simplemente de una toma de contacto con el barbero para explicarle los planes a futuro para los distintos internos.

Ya estamos dentro del local. Es una barbería minúscula, en su interior se respira un ambiente claustrofóbico. Preside la estancia un único sillón, antiquísimo, fabricado al menos hace cincuenta años. Tiene los brazos de porcelana blanca, el respaldo y asiento están revestidos de rejilla; el posapiés cromado presenta un trabajo de filigrana, muy habitual a finales del siglo XIX. Observo sobre la encimera de mármol la herramienta del barbero: las temidas maquinillas manuales, perfectamente alineadas, brillan amenazantes. Debería haber sido más discreto, no meterme en lo que no me llaman. Me da la sensación de que don Alfonso ha malinterpretado el mensaje que quería enviarle; ni siquiera me ha permitido terminar de leer mis escritos. Es evidente que quiere castigarme por mi osadía y atrevimiento.

El barbero es un hombre alto, corpulento, con un ridículo y anticuado bigotito recortado. Padece una alopecia galopante, tan sólo conserva una franja de cabello en la zona trasera y en los laterales, a la altura de las patillas. Me asusto al contemplar de que el poco cabello que conserva se lo rapa al cero, o tal vez al dos ceros, yo no entiendo mucho de estos temas. Esto me parece un mal presagio, no quiero ni pensar en la masacre que me espera.

De nuevo levanta el director la mano y de forma autoritaria me exige que me siente en el sillón. Empiezo a sentir angustia, el corazón me palpita a mil por hora, la boca se me seca… El oficial de barbería me acaba de envolver en una capa blanca de algodón y me ha colocado un paño del mismo color en la zona de los hombros. Me gustaría evaporarme, no estoy preparado para lo que se me viene encima.

El barbero sonríe de forma cruel y me mira con cierto desprecio, mientras me peina el cabello, despacio. Un profundo silencio lo envuelve todo, nada me distrae de lo que está apunto de ocurrir. De manera instintiva, sin pensarlo, hago un gesto como queriendo incorporarme, en el fondo me gustaría huir. El barbero me sujeta con fuerza los hombros, mientras me dice con sorna:

- ¡Quieto ahí, muchacho!; ni sueñes que vas a escaparte de aquí.

El director, permanece de pie, luciendo su negra sotana. Empieza a explicarme de que va la cosa:

-Tú has querido quedar bien conmigo, hacerme la pelota, como decís los chicos de hoy en día. Estoy seguro de que te hubieras cortado el pelo de forma moderada para complacerme, para fingir que me obedecías en todo. Yo no he nacido ayer y huelo a un pelotillero a kilómetros de distancia. Me he enterado de que te has dedicado a llamar a tus futuros compañeros, para meterles el miedo en el cuerpo. A mi me gustan los hombres que van de frente, sinceros, los que se quieren a sí mismos y se valoran; es evidente que de amor propio no andas muy sobrado. Cuando un superior te corrige, sientes un placer poco saludable; vas de humilde por la vida y en el fondo eres más soberbio que nadie. Tus escritos servirán para avivar el fuego de la caldera en invierno; ese es el valor que les doy…

Estoy desolado, hundido moralmente; sin embargo, siento un morbo enfermizo al saber que me van a cortar el pelo a la fuerza, en contra de mi voluntad. Trago saliva y me preparo para lo que inevitablemente va a suceder. Don Alfonso, le da las instrucciones pertinentes al barbero:

-Me lo va a rapar del todo: pásele la maquinilla por toda la cabeza, no tenga la más mínima consideración con él, no se la merece. De arriba al 1 y de atrás me lo pela al cero; déjelo como una oveja recién esquilada, seguro que al final hasta emite un balido de agradecimiento. Se creía que se iba a convertir en mi alumno favorito siendo tan servir y se va a llevar una sorpresa mayúscula. Además, éste ya no vuelve a su casa. Nos ha llegado por transporte su equipaje y se va a quedar con nosotros, los hermanos, hasta que comience el curso. El resto de los hermanos ya están todos avisados de lo adulador y baboso que es.

El director se ha sentado para seguir con más comodidad el espectáculo. El barbero le ha ofrecido un periódico pero amablemente lo ha rechazado. Veo su rostro reflejado en el espejo de la pared, no me quita el ojo de encima.

El barbero ha cogido una de las maquinillas de la encimera y la ha movido en el aire. Me la ha metido por la frente y siento un cosquilleo muy especial; me quedo ojiplático al ver la franja que me han abierto por delante. El traqueteo de este artefacto es lo único que se escucha. El cabello se acumula en las oquedades de la capa o cae al suelo, en forma de mechones. Me acabo de tocar la cabeza y pincha que es una gloria. Lo malo es que el peluquero me ha echado una bronca:

-Deja de moverte y de tocarte la cabeza que te vas a llenar de pelos la ropa. Te quiero quietecito, ni respires.

Para tensar aún más la situación el director ha vuelto a intervenir:

-Métale la maquinilla del cero bien hasta arriba, quiero que se le vean las ideas. Todo el cogote y las patillas que le queden al doble cero. ¡Sin miramientos!

Era lo que le faltaba al barbero sádico por escuchar. Para asustarme más, se ha recreado dando todo tipo de explicaciones al respecto:

-El dos ceros es perfecto, le va a quedar el pelo a medio milímetro; ¡le van a resbalar las moscas!

Cambia de maquinilla y me la mete por el cogote, subiéndomela hasta la coronilla. Cuando me la pasa por la zona de la patilla izquierda compruebo la magnitud de los hechos, apenas me queda una sombra de cabello. Siento una excitación interior difícil de describir; todo está consumado. Ahora toma una esquiladora de tamaño más pequeño para apurarme el cuello y las patillas. Me pasa la navaja a ras de piel, enjabonándome previamente la zona del cuello y patillas. De verdad que no me reconozco en el espejo. Me aplica unas friegas con la loción Flöid. Acto seguido me quita la capa, la sacude en el aire para eliminar los restos de cabello y afirma:

-Caballerete, ya está servido. Le pongo el espejito por detrás para que compruebe lo que es un corte de pelo de verdad.

Me asusto al verme. Mi cabeza me recuerda a una pista de aterrizaje. Se me ve la piel, el cuero cabelludo blanco como la leche. Don Alfonso se acerca y me acaricia el cogote, mientras sonríe con sorna. Por supuesto, no se va a resistir a hacer algún comentario irónico:

-Así me gusta, así, así, bien peloncete… Seguro que pensabas que yo no iba a consentir que te cortaras tanto el pelo; querías hacerte el humilde y obediente para que yo me apiadara de ti. Tus compañeros se cachondearán de ti, te lo aviso. Así aprenderás a no ser tan cobista y lisonjero. ¿No querías mortificarte por tus pecados? A partir de ahora vas a ser humilde de verdad. A mi ningún mocoso me torea…

He cenado en el colegio un puré de verduras, dos lonchas de merluza rebozadas y un yogur. Me han obligado a acostarme a las nueve de la noche. Estoy solo en el dormitorio. Me cuesta dormirme. El hermano director se ha acercado con una linterna y me ha acariciado la cabeza a contrapelo. Es la última humillación que sufro en este día. Por muchos años que viva, jamás me olvidaré de esta experiencia entre traumática y extremadamente morbosa. Por fin el sueño me vence. Me parece escuchar a lo lejos el traqueteo de la maquinilla: chaca, chaca, chaca…




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