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CUIDADO CON LO QUE DESEAS (2) by BARBERO MILITAR
CUIDADO CON LO QUE DESEAS, SE PUEDE HACER REALIDAD ! (2)
Don Alfonso me ha interrumpido. Ha decidido intervenir y aclarar ciertas cosas:
-Yo estoy totalmente de acuerdo con lo de la uniformidad, de hecho la dirección ha decido tomar cartas en el asunto. Últimamente se ven muchos internos que visten pantalones vaqueros desgastados, excesivamente ceñidos; esto no puede ser bueno para la circulación de la sangre. El curso pasado, a uno de estos cowboys de pacotilla se le reventó el pantalón y enseñaba los calzoncillos, entre las risotadas de sus compañeros. Si el hermano rector nos lo autoriza, exigiremos un uniforme elegante y masculino. Se acabaron los pantalones ajustados, todos los muchachos usarán los de tergal, en color gris oscuro porque son sufridos a la vez que elegantes y discretos. Con chaqueta americana y corbata vais a estar mucho más dignos que con esas camisas sin cuello, de colores estridentes. Y, lo más importante, se acabó usar melenas; perdéis mucho tiempo en acicalaros y parecéis unas nenas. Hasta la fecha hemos hecho la vista larga para no meternos en problemas pero hasta aquí hemos llegado, jovencitos.
Me he atrevido a hacer una apreciación a don Alfonso:
-Padre, creo que usted tiene toda la razón al respecto. Los nuevos chicos que vamos a ingresar en el internado este curso nos hemos puesto en contacto telefónicamente; en el folleto que ustedes nos mandaron aparecen los números de teléfono de todos los alumnos. Yo, modestamente, he hecho todo lo posible para convencerles de que debemos cambiar, de que lo más importante es que triunfemos en los estudios y nos convirtamos en caballeros de provecho. Bastantes de mis compañeros me han dado la razón. Y para que se quede tranquilo con el tema del pelo, la víspera de ingresar pensamos acudir a una barbería tradicional, con un barbero de los de toda la vida, para que nos corte el pelo corto, pero corto de verdad; queremos sentir como las temidas maquinillas fulminan nuestras modernas melenas. Será un símbolo de que empezamos una nueva vida y de que renunciamos a la pompa del mundo.
Al director le brillan los ojos y esboza una sonrisa maliciosa. Da la sensación de que, de repente, ha tenido una idea súbita; a raíz de mis palabras, se le ha encendido una luz en su cerebro y ha maquinado, a toda velocidad, un plan. No me da ninguna explicación al respecto, realiza una llamada telefónica para poner en marcha su proyecto:
-¿Barbería La Higiénica?... Soy el Alfonso Domínguez, el director del internado de San Olegario. Me gustaría que nos esperase porque tengo un trabajito para usted… No, no, no, yo no soy el cliente; allí le explicaré. Tardaremos menos de media hora en llegar. Vaya preparando la herramienta, je, je, je. Adiós, hasta ahora mismo.
Don Alfonso me mira de nuevo a los ojos y tan solo me dice:
-Muchacho, vamos a hacer realidad tus ilusiones. Vas a predicar con el ejemplo delante de tus futuros compañeros; les vas a servir de modelo. En pie, vamos a darnos prisa que nos están esperando.
Don Alfonso camina con paso firme y seguro; atravesamos diversas calles en busca de un destino desconocido para mí. Yo me esfuerzo por mantener el ritmo, el paso ligero para poder seguirle. A esta velocidad me resulta complicado pensar en nada; tampoco he recibido ningún tipo de explicación sobre cuales son sus planes. De repente, nos detenemos frente a un pequeño local, encima de la puerta de madera, pintada de gris oscuro, figura un modesto rótulo metálico con la palabra "barbería". Todavía no estoy mentalmente preparado para que me rapen; me consuelo pensando que tal vez se trate simplemente de una toma de contacto con el barbero para explicarle los planes a futuro para los distintos internos.
Ya estamos dentro del local. Es una barbería minúscula, en su interior se respira un ambiente claustrofóbico. Preside la estancia un único sillón, antiquísimo, fabricado al menos hace cincuenta años. Tiene los brazos de porcelana blanca, el respaldo y asiento están revestidos de rejilla; el posapiés cromado presenta un trabajo de filigrana, muy habitual a finales del siglo XIX. Observo sobre la encimera de mármol la herramienta del barbero: las temidas maquinillas manuales, perfectamente alineadas, brillan amenazantes. Debería haber sido más discreto, no meterme en lo que no me llaman. Me da la sensación de que don Alfonso ha malinterpretado el mensaje que quería enviarle; ni siquiera me ha permitido terminar de leer mis escritos. Es evidente que quiere castigarme por mi osadía y atrevimiento.
El barbero es un hombre alto, corpulento, con un ridículo y anticuado bigotito recortado. Padece una alopecia galopante, tan sólo conserva una franja de cabello en la zona trasera y en los laterales, a la altura de las patillas. Me asusto al contemplar que el poco cabello que conserva se lo rapa al cero, o tal vez al dos ceros, yo no entiendo mucho de estos temas. Esto me parece un mal presagio, no quiero ni pensar en la masacre que me espera.
De nuevo levanta el director la mano y de forma autoritaria me exige que me siente en el sillón. Empiezo a sentir angustia, el corazón me palpita a mil por hora, la boca se me seca… El oficial de barbería me acaba de envolver en una capa blanca de algodón y me ha colocado un paño del mismo color en la zona de los hombros. Me gustaría evaporarme, no estoy preparado para lo que se me viene encima.
El barbero sonríe de forma cruel y me mira con cierto desprecio, mientras me peina el cabello despacio. Un profundo silencio lo envuelve todo, nada me distrae de lo que está apunto de ocurrir. De manera instintiva, sin pensarlo, hago un gesto como queriendo incorporarme, en el fondo me gustaría huir. El barbero me sujeta con fuerza los hombros, mientras me dice con sorna:
- ¡Quieto ahí, muchacho!; ni sueñes que vas a escaparte de aquí.
El director, permanece de pie, luciendo su negra sotana. Empieza a explicarme de que va la cosa:
-Tú has querido quedar bien conmigo, hacerme la pelota, como decís los chicos de hoy en día. Estoy seguro de que te hubieras cortado el pelo de forma moderada para complacerme, para fingir que me obedecías en todo. Yo no he nacido ayer y huelo a un pelotillero a kilómetros de distancia. Me he enterado de que te has dedicado a llamar a tus futuros compañeros, para meterles el miedo en el cuerpo. A mi me gustan los hombres que van de frente, sinceros, los que se quieren a sí mismos y se valoran; es evidente que de amor propio no andas muy sobrado. Cuando un superior te corrige, sientes un placer poco saludable; vas de humilde por la vida y en el fondo eres más soberbio que nadie. Tus escritos servirán para avivar el fuego de la caldera en invierno; ese es el valor que les doy…
Estoy desolado, hundido moralmente; sin embargo, siento un morbo enfermizo al saber que me van a cortar el pelo a la fuerza, en contra de mi voluntad. Trago saliva y me preparo para lo que inevitablemente va a suceder. Don Alfonso, le da las instrucciones pertinentes al barbero:
-Me lo va a rapar del todo: pásele la maquinilla por toda la cabeza, no tenga la más mínima consideración con él, no se la merece. De arriba al 1 y de atrás me lo pela al cero; déjelo como una oveja recién esquilada, seguro que al final hasta emite un balido de agradecimiento. Se creía que se iba a convertir en mi alumno favorito siendo tan servir y se va a llevar una sorpresa mayúscula. Además, éste ya no vuelve a su casa. Nos ha llegado por transporte su equipaje y se va a quedar con nosotros, los hermanos, hasta que comience el curso. El resto de los hermanos ya están todos avisados de lo adulador y baboso que es.
El director se ha sentado para seguir con más comodidad el espectáculo. El barbero le ha ofrecido un periódico pero amablemente lo ha rechazado. Veo su rostro reflejado en el espejo de la pared, no me quita el ojo de encima.
El barbero ha cogido una de las maquinillas de la encimera y la ha movido en el aire. Me la ha metido por la frente y siento un cosquilleo muy especial; me quedo ojiplático al ver la franja que me han abierto por delante. El traqueteo de este artefacto es lo único que se escucha. El cabello se acumula en las oquedades de la capa o cae al suelo, en forma de mechones. Me acabo de tocar la cabeza y pincha que es una gloria. Lo malo es que el peluquero me ha echado una bronca:
-Deja de moverte y de tocarte la cabeza que te vas a llenar de pelos la ropa. Te quiero quietecito, ni respires.
Para tensar aún más la situación el director ha vuelto a intervenir:
-Métale la maquinilla del cero bien hasta arriba, quiero que se le vean las ideas. Todo el cogote y las patillas que le queden al doble cero. ¡Sin miramientos!
Era lo que le faltaba al barbero sádico por escuchar. Para asustarme más, se ha recreado dando todo tipo de explicaciones al respecto:
-El dos ceros es perfecto, le va a quedar el pelo a medio milímetro; ¡le van a resbalar las moscas!
Cambia de maquinilla y me la mete por el cogote, subiéndomela hasta la coronilla. Cuando me la pasa por la zona de la patilla izquierda compruebo la magnitud de los hechos, apenas me queda una sombra de cabello. Siento una excitación interior difícil de describir; todo está consumado. Ahora toma una esquiladora de tamaño más pequeño para apurarme el cuello y las patillas. Me pasa la navaja a ras de piel, enjabonándome previamente la zona del cuello y patillas. De verdad que no me reconozco en el espejo. Me aplica unas friegas con la loción Flöid. Acto seguido me quita la capa, la sacude en el aire para eliminar los restos de cabello y afirma:
-Caballerete, ya está servido. Le pongo el espejito por detrás para que compruebe lo que es un corte de pelo de verdad.
Me asusto al verme. Mi cabeza me recuerda a una pista de aterrizaje. Se me ve la piel, el cuero cabelludo blanco como la leche. Don Alfonso se acerca y me acaricia el cogote, mientras sonríe con sorna. Por supuesto, no se va a resistir a hacer algún comentario irónico:
-Así me gusta, así, así, bien peloncete… Seguro que pensabas que yo no iba a consentir que te cortaras tanto el pelo; querías hacerte el humilde y obediente para que yo me apiadara de ti. Tus compañeros se cachondearán de ti, te lo aviso. Así aprenderás a no ser tan cobista y lisonjero. ¿No querías mortificarte por tus pecados? A partir de ahora vas a ser humilde de verdad. A mi ningún mocoso me torea…
He cenado en el colegio un puré de verduras, dos lonchas de merluza rebozadas y un yogur. Me han obligado a acostarme a las nueve de la noche. Estoy solo en el dormitorio. Me cuesta dormirme. El hermano director se ha acercado con una linterna y me ha acariciado la cabeza a contrapelo; es la última humillación que sufro en este día. Por muchos años que viva, jamás me olvidaré de esta experiencia entre traumática y extremadamente morbosa. Por fin el sueño me vence. Me parece escuchar a lo lejos el traqueteo de la maquinilla: chaca, chaca, chaca…