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CORTE DE PELO POLICIAL by BARBERO MILITAR


Era una fría mañana de invierno del mes de enero de 1986; sobre las 9 de la mañana llegué a la barcelonesa estación de Sants. Todavía disponía de una semana de vacaciones; decidí emplear mi tiempo libre en terminar de conocer la Ciudad Condal, la había visitado por primera vez en septiembre del 85. De allí regresaría directamente a Madrid, para empezar a preparar las oposiciones. Me ocurrió algo del todo inesperado, un suceso que jamás olvidaré por muchos años que pasen. He decido plasmarlo en el papel, contarlo y publicarlo cuanto antes, para que no se pierdan los detalles importantes. Acabamos de estrenar 2023 y han pasado exactamente 37 años de lo que os voy a narrar, ¡toda una vida!

El tren era un expreso antiguo pero afortunadamente me alojé en un coche cama, a pesar de los solicitados que estaban. Tuve que compartirlo con un joven representante de medias y calcetines de la empresa Berckshire. Era un barcelonés, de ascendencia andaluza, muy dicharachero y con gran espíritu emprendedor. Me contó todo lo referente al lanzamiento, en 1972, de los calcetines Ejecutivo para caballero. Me regaló unas muestras en color gris oscuro, verde botella, marrón y azul marino.

El marketing comercial es un verdadero arte. En aquel tiempo no existían en España, ni en la mayoría de los países europeos, unos calcetines altos, finos y sin talón, de precio económico para usar con traje y ropa formal. Tan sólo se comercializaban los de seda, de coste muy elevado. La campaña que se realizó iba encaminada a que este producto se identificase como algo exclusivamente masculino. Si las mujeres empezaban a usarlo, el mercado femenino estaba saturado de medias cortas, fracasaría esta propuesta tan innovadora; los hombres lo asociarían con el sexo débil y se negarían a utilizarlos. El diseño de la caja fue muy audaz: se representaba la silueta de un caballero en camiseta de tirantes y braslip clásico, terminando de subirse los calcetines, que le llegaban hasta la rodilla. El cráneo era completamente esférico, aparecía totalmente rapado para que se asociara con la masculinidad extrema. La campaña funcionó a las mil maravillas y los calcetines Ejecutivo se convirtieron en un referente del mercado de la calcetería masculina.

En aquel compartimento había una pequeña ducha esquinera y tanto mi acompañante como un servidor hicimos uso de ella. Me mudé de camisa, calcetines y ropa interior; hice aprecio al regalo del barcelonés y estrené unos Ejecutivo en tono gris oscuro que hacían juego con mi traje de franela y la corbata del mismo color. Nos intercambiamos los números de teléfono y decidimos quedar para tomar algo un día cualquiera.

Nos despedimos amistosamente en la estación. Me aconsejó que para conseguir un taxi con más facilidad me desplazara a una plaza contigua; en Barcelona los taxis se pueden pillar con tan solo levantar la mano, siempre que estén libres claro está. Mi maleta de piel verde oscuro era muy pesada y la movía con cierta dificultad. Observé que había un puesto de la policía y que un nacional, vestido de marrón, se paseaba por las inmediaciones con la metralleta colgada. Cometí un error al mirarle con demasiado descaro; lucía un corte de pelo brutal para la época, se le clareaba todo el cuero cabelludo hasta la altura de la coronilla y las sienes. Él también se fijó en mí y me ordenó detenerme. La conversación que mantuvimos fue más o menos así:

Policía: -¡Caballero! Haga usted el favor de detenerse. Tengo que hablar con usted.

Un servidor: -Sí, sí… perdone. Estoy buscando un taxi para que me lleve al hotel, me podría usted decir…

Policía: -Tranquilícese, que antes tengo que controlarle. Se lo voy a decir directamente, sin andarme con rodeos: la maleta que lleva, y que a la vista está pesa muchísimo, me resulta sospechosa. Lo siento pero me va a tener que acompañar al interior del cuartelillo. Antes debe identificarse correctamente: sea tan amable de mostrarme su carné de identidad, el DNI, por favor.

Yo me quedé perplejo, no me esperaba aquello. Rápidamente le enseñé mi documentación. Es verdad que en aquel tiempo eran frecuentes los atentados terroristas y que ciudades como Madrid y Barcelona eran los lugares en los que se cometían más actos criminales. Entré en el interior del cuartel, custodiado por aquel policía. Otro compañero le sustituyó en el exterior. Me dijo que había visto como colocaba mi equipaje en el suelo, sin venir a cuento, y que al sentirme observado lo levanté, como si quisiera disimular. Yo aduje en mi defensa que lo había hecho de una manera instintiva, sin pensarlo demasiado, para descansar un poco porque pesaba demasiado.

Levantó del suelo la maleta en cuestión y me preguntó sorprendido:

-¿Me puede usted explicar qué diablos lleva usted aquí que pesa tanto?

Yo respondí educadamente:

-Verá, agente, traigo ropa y algún libro, guías de viaje, lo normal en un turista...

El policía me replicó:

-¿Lo normal?; yo no veo la normalidad por ningún lado. Voy a poner su equipaje encima de la mesa y va usted hacer el favor de abrirlo; doy por hecho de que viene cerrado.

Seguí las instrucciones del policía meticulosamente. Yo no tenía nada que ocultar, tan sólo me preocupaba que se me desordenasen mis pertenencias; me había llevado mucho tiempo guardarlas, plegar la ropa, encajar los libros en los huecos…

El policía empezó a vaciarla. Fue colocando todo el contenido encima de otra mesa, de forma ordenada. Cuando quise poner bien unas camisas, para evitar que se arrugaran, me ordenó que no tocara nada; me debía limitar a mirar. Con la ayuda de un compañero, revisaron todas y cada una de las prendas, útiles de aseo y demás objetos. Me vino a la memoria una de las escenas iniciales de la película "El expreso de medianoche" en la que le vaciaban la pasta de dientes y desperdigaban todas sus cosas en busca de droga.

Menos mal que en mi caso fueron mucho más educados y meticulosos a la hora de registrar mis pertenencias. Sentí pudor cuando observé que los policías registraban mis calzoncillos, el interior de la bragueta, como si quisieran encontrar algo oculto, alguna sustancia prohibida escondida en un sitio tan íntimo. Ningún compartimiento de mi equipaje quedó sin ser inspeccionado a fondo. Por fin el policía que me detuvo exclamó:

-Bueno, caballero, para su tranquilidad le diré que en esta maleta tan voluminosa no hemos encontrado nada ilegal. Lo que más pesa es la cantidad de libros que trae; da la sensación de que usted va a montar una biblioteca.

Yo, educadamente, respondí:

-Agente, estoy preparando oposiciones y antes de meterme de lleno en el tema he decidido pasar unos días de vacaciones en Barcelona. Aprovecharé las horas muertas para leer sobre los temas que tengo que abordar. Por ese motivo me he traído tantos libros. Aquí tiene mi carné de universitario…

El policía, en un tono amable, me dijo:

-Le creo, le creo. Ya se ve que tiene usted pinta de intelectual.

Yo intenté ser amable y di por hecho de que ya podría marcharme:

-Bueno, agentes, siento de veras haberles causado una mala impresión y el trabajo que les he dado. Si me lo permiten recojo mis cosas, denme un poco de tiempo para que las vuelva a meter de forma ordenada, por favor…

El policía me respondió:

-Usted tranquilo, dispondrá de todo el tiempo que considere necesario para volver a hacer la maleta, además le ayudaremos, ¡faltaría más!... pero, antes debemos someterle a un cacheo en profundidad; vamos a hacer las cosas bien, no vamos a dejar ningún cabo suelto. Sea tan amable de seguirme, por favor…

Me metieron en una habitación aún más pequeña que la anterior. El agente que llevaba el pelo rapado me explicó como debía hacer las cosas:

-Coloque todos sus objetos personales encima de esta bandeja: llaves, cartera, monedero, pañuelo…

Me vacié por completo los bolsillos. Fui revisándome uno por uno para no dejarme nada. Continué recibiendo órdenes:

-Usted me va a dar las prendas según yo se las vaya pidiendo. Le vamos a tener que desnudar por completo, no se preocupe, es lo normal en una inspección a fondo. Estamos acostumbrados y a nosotros no nos causa ninguna impresión. Estamos entre hombres y no debería sonrojarse por algo así.

Me mostré sumiso y predispuesto a obedecer:

-Yo voy a hacer lo que usted me ordene, colaboraré en todo.

Este servidor tuvo que entregar su abrigo gris marengo, la chaqueta americana del traje, el chaleco, los zapatos, los tirantes, la corbata, la camisa y por último los pantalones. El policía, que estaba acompañado por otro agente no pudo evitar hacer un comentario al respecto:

-González, tenemos ante nosotros a todo un caballero, sí señor; ¡hasta en paños menores es elegante!

Me dio la sensación de que se burlaban de mí de una manera sutil, con una fina ironía. Usaba camiseta de tirantes y calzoncillos tipo braslip, blancos y altos de cintura; mi ropa interior había sido fabricada por Ocean en punto calado. Los calcetines también llamaron la atención de mis registradores, por ser tan altos y finos. Lo último en quitarme fueron los calzoncillos. Cuando me quedé desnudo, de una manera instintiva, me cubrí mis partes pudendas. Por hacer eso, recibí una reprimenda:

-Estamos entre hombres, no me venga usted con que le da vergüenza que le veamos sus atributos. Descúbrase para que le revisemos a fondo. Además, le vamos a hacer un tacto rectal, últimamente hay mucha droga.

Se me puso un nudo en la garganta cuando vi al policía rapado colocarse un guante de látex. Me pidió que me inclinara sobre la mesa y noté como me introducía el dedo índice en el ano. Estaba asustado, lo reconozco. Al fin escuché decir:

-Este caballero está limpio como la patena, no lleva nada encima. Ya se puede vestir y le vamos a ayudar a hacer la maleta pero antes tengo que hablar una cosa con él en privado.

Amablemente me fue dando toda la ropa para que me vistiera; incluso me retocó el nudo de la corbata y me guiñó un ojo. De repente me preguntó:

-Siento gran curiosidad por saber porque usted me miraba tanto la cabeza; sé que mi corte de pelo no es habitual, mis compañeros me apodan Marine. A mí me gusta llevarlo así, espero que no le moleste.

Yo me encontraba como flotando en una nube, como se suele decir me lo puso a tiro:

-Agente, le doy mi palabra de caballero de que no he pretendido ofenderle; reconozco que me ha llamado la atención su corte de pelo, que en mi opinión es de extrema higiene y muy masculino. Le voy a decir la verdad: yo quiero hacerme un corte de pelo igual al suyo pero no me atrevo por el qué dirán.

El policía se vino arriba, me puso la mano encima del hombro y exclamó:

-¡Vamos, hombre, qué no se diga!, a estas alturas de la vida usted se va a dejar influenciar por la opinión de los demás. Un caballero como usted debe estar por encima de las modas, que la mayoría de las veces nos feminizan a los hombres de verdad. Yo si quiere, le indico dónde puede cortarse el pelo como yo o incluso le acompaño en alguno de mis ratos libres.

Empecé a sudar de la emoción; estoy seguro que los ojos me brillarían con intensidad. La propuesta que me hizo aquel agente de la ley no podía rechazarla, era demasiado maravillosa para renunciar a la misma. Me armé de valor y le respondí afirmativamente:

-Me cortaré el pelo exactamente igual que usted, que me metan la maquinilla bien hasta arriba. Cuando era un niño mi padre me llevaba cada veinte días a un barbero que me pelaba a cepillo. Usted me dirá, agente, cuando podemos quedar para que me lleve a su barbero; estoy a su entera disposición. Me voy a alojar en el hotel Oriente, en la Rambla, 45. La habitación todavía no me la han asignado.

El policía me sonrió y me dijo:

-Ya veo que lo suyo va en serio, que no es una tomadura de pelo, je, je, je. Esta misma tarde, a partir de las cuatro, me presentaré en su hotel y preguntaré por usted. Como dice el refrán, no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy.

Y a las cuatro en punto recibí la visita del policía. Le invité a pasar a mi modesta habitación. Vestía ropa verde oscuro y sin la gorra de plato su rapado se me antojó incluso más riguroso. Nos presentamos formalmente y me dio a conocer su nombre de pila, se llamaba Esteban. Yo también me había engalanado para la ocasión, perfectamente trajeado y con los zapatos relucientes.

A los pocos minutos nos encontrábamos en las Ramblas, subiendo esta arteria en dirección a Plaza de Cataluña. Empecé a comportarme como si aquel policía fuera mi superior, le seguía sin atreverme a preguntarle nada. De repente, nos introdujimos en una calle estrecha, llamada Talleres; en una esquina de la misma se encontraba una barbería con cuatro sillones antiquísimos. Era un establecimiento desfasado y que presentaba una apariencia de abandono, de cierta dejadez. En el interior los clientes eran mayores, la mayoría jubilados que esperaban su turno pacientemente, sentados en unas sillas tapizadas en imitación de piel marrón. Un gran espejo horizontal recorría la pared de lado a lado.

En un cartel, escrito a rotulador y con letras mayúsculas, se indicaba que debías cortarte el pelo con el barbero que te tocase; no existía la posibilidad de escoger. Los mechones de cabello se desperdigaban por el suelo. Un anciano, mientras esperaba su turno, comentó que alguien debería barrer aquel desaguisado. Nadie le respondió y ninguno de los barberos se dignó a coger una escoba para asear el local. Por lo bajinis, mi acompañante me comentó que no recogían los pelos hasta terminar la faena; iban a la carrera y no podían entretenerse con este tipo de cosas. Aquello era como una barbería de cuartel, todo se hacía perdiendo el culo. Sin embargo, usaban las maquinillas con gran maestría y el precio de los servicios resultaba bastante económico.

Tuve suerte porque me tocó con el barbero más presentable; los otros tres tenían un aspecto descuidado, y trabajaba con desgana, con cierta dejadez. Se acercó Esteban al sillón y le dio las instrucciones pertinentes:

-Mi amigo quiere un corte de pelo exactamente igual que el mío pero no sabe pedirlo. Métale la maquinilla del cero, la que deja el pelo a un milímetro hasta la coronilla y las sienes. De arriba pásele el número 1, para que le queden 3 mm de largo. Por supuesto, le disimula la raya de la máquina. La zona del cuello se la apura con la esquiladora del dos ceros, lo mismo que las patillas; así le quedará más pulido. Es el corte de pelo que me suele hacer usted cuando tengo la suerte de caer en sus manos.

El barbero sonrió con cierta malevolencia y tan solo dijo:

-Oído cocina, marchando un pelado a cepillo riguroso, estilo marine…

La capa blanca que me había colocado para protegerme la ropa se ensució con mis mechones de pelo negro. Utilizó una maquinilla eléctrica de carcasa gris oscuro. Me sorprendió ver el cable de la herramienta arreglado con cinta aislante. Aquel artefacto, sin ningún tipo de peine, tenía un sonido peculiar, más que un zumbido, aquello parecía un rugido. Observé que uno de los señores mayores, se divertía viendo como me esquilaban. Como era de esperar, cuando me pasó la maquinilla por el lateral pude comprobar el verdadero alcance del rapado que me estaban metiendo.

Hubo un pequeño percance con uno de los barberos que le exigió, de muy malas maneras, a Esteban que se sentara, porque, según él, le molestaba para realizar su trabajo. Mi acompañante, con gran ironía, le respondió:

-Como guste el señor oficial de barbería, este modesto policía nacional acata sus órdenes con sumo gusto.

Uno de los clientes aprovechó lo sucedido para criticar a los empleados de aquel vetusto negocio. Le escuché perfectamente:

-Esta gente cada día es más desagradable. Ésta, con toda seguridad, es la barbería más barata de Barcelona y venimos los jubilados, los que no nos podemos permitir otra cosa. Nos tratan peor que al ganado.

El barbero, de pelo moreno y ligeramente engominado, continuaba haciendo uso de la maquinilla. Me impresioné al ver como me pasaba por la frente una maquinilla manual para dejarme el pelo a 1 mm de largo. El traqueteo de aquella herramienta tan primitiva excitó mi ánimo aún más. Conseguí captar la atención de aquellos ancianos, que no estaban acostumbrados a ver a un hombre joven como yo con la cabeza tan pelona. Uno de ellos, en plan de broma, exclamó:

-Seguramente, aquí el joven, se irá para la mili. Ya no se ven pelados como éste…

Esteban, que se había sentado justo enfrente de mí, apostilló:

-¡A la legión!, este caballero se marcha a la legión.

Cuando el oficial de barbería dio por concluido su trabajo, me acaricié el cráneo a contrapelo. No recordaba aquella sensación tan extremadamente placentera.

Después de pagar, abandonamos el local. El policía me invitó a un bocadillo de jamón en un bar de la plaza de Cataluña. El sol se asomaba tímidamente entre las nubes y mi cabeza resplandecía. También quedé una tarde con el representante de los calcetines Ejecutivo, que se llamaba Luis Mariano. Al verme tan rapado, le costó identificarme. Se divirtió mucho cuando le conté todo lo que me había sucedido. Por supuesto, Esteban y yo seguimos manteniendo una relación de amistad, a pesar del tiempo transcurrido. Gracias a él pude cortarme el pelo como siempre lo había deseado.




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