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Rateros de Lavapiés by BARBERO MILITAR
Pensemos en el Madrid de los años cincuenta. Un grupo de seis chavales, de entre doce y quince años, habitantes del humilde barrio de Lavapiés, cometen un delito. Sustraen diversas herramientas en una Ferretería de la calle Tribulete. El propietario del negocio, un ex legionario muy apreciado por las autoridades de la zona, da parte de lo sucedido.
Las fuerzas del orden se movilizan y consiguen cazarlos como a conejos. Cometen un error de principiantes al intentar vender la mercancía robada en el Rastro. Acierta a pasar por allí un policía de incógnito; su misión consiste en descubrir a los infractores de la ley, a vendedores de productos fraudulentos. Se sorprende al ver a estos muchachos, con una vieja manta en el suelo, ofreciendo martillos, llaves inglesas y destornilladores a todo bicho viviente que acertara a pasar por el lugar; finge sentir interés por aquellos objetos. En cuanto ve acercarse a un municipal, reclama su colaboración, para entre los dos inmovilizar a los presuntos delincuentes. El policía toca el pito varias veces, con el fin de que acudan otros compañeros a auxiliarle en la detención. Los viandantes se arremolinan en el lugar, sienten curiosidad por saber lo que sucede.
Les requisan el material que intentaban vender, servirá como prueba del delito en un posible juicio. Acto seguido, son conducidos a la comisaría más cercana, en la calle Huertas. Tienen mala suerte, aquel domingo está de guardia el inspector Torregruesa, considerado un auténtico hueso. Los pone en fila, como si fueran soldados en formación, y los interroga hábilmente. Tiene fama de tener la mano muy larga y se le suelen escapar unos bofetones de los que hacen saltar las muelas. Los chicos están aterrados, es la primera vez que se enfrentan a algo así. Cuentan, con pelos y señales, todo lo sucedido y prometen enmendarse. Joselito, el mayor de todos, sollozando dice:
-Señor inspector, le juro, por lo más sagrado, que nunca más vamos a robar nada. No sé como hemos podido hacer algo así. Por favor, no se lo diga a mi padre que me muele a palos…
Los demás muchachos rompen a llorar, esperando que el policía se conmueva. Don Alfredo Torregruesa siente lástima por ellos pero aquello no puede quedar sin castigo. Le llama al legionario por teléfono y éste se presenta rápidamente. Al parecer, no faltaba ninguna de las herramientas, recupera toda la mercancía. El comisario pide opinión al denunciante sobre qué se debe hacer con aquellos bribones. Al ferretero se le ocurre una idea diabólica, de momento no dice nada; sus ojos muestran un brillo siniestro. Tiene la oportunidad de vengarse de estos mocosos, que se atrevieron a apropiarse de algo que le pertenecía, y no la va a desperdiciar. Así aprenderán la lección; no se van a marchar de rositas, deben sufrir un castigo. En la vida militar, el que la hace la paga y él se jacta de seguir a pie juntillas las ordenanzas de la legión. Por fin se decide a hablar:
-Veo que estos rateros llevan el pelo muy largo, no deben tener dinero ni tiempo para visitar al barbero. Creo, inspector, que debemos obsequiarles con unos buenos cortes de pelo.
Los chavales se quedan pálidos y lloriquean como niños pero el legionario no se conmueve:
-Ahora vienen las lagrimitas, no seáis nenazas; a lo hecho, pecho.
Torregruesa hace una nueva llamada telefónica y solicita la presencia de un tal Matute, el oficial que ejerce de barbero en comisaría.
Salvador Matute es un hombre alto y corpulento, viste una bata de color gris. Nada más entrar realiza una pregunta retórica:
-Bueno, bueno, ¿a quién voy a tener el honor de dejar la cabeza como un espejo?
Los muchachos se hincan de rodillas y suplican de nuevo misericordia. Si les rapan la cabeza, los otros chicos del barrio se burlarán de ellos.
El ferretero replica con ironía:
-Es que precisamente se trata de eso: todos vuestros conocidos deben saber que sois unos pillastres, unos ladronzuelos y que por este motivo se os ha cortado el pelo al rape.
El jefe de policía añade:
-Creo que es un castigo proporcionado a la falta; en realidad, opino que este caballero es demasiado benévolo y condescendiente. Yo pensaba meteros un par de meses en el reformatorio de San Tarsicio, para que aprendierais a respetar la propiedad privada. Los frailes de este correccional os afeitarían la cabeza todas las semanas y tendríais que vestir el uniforme gris. Cuando os sacaran de paseo, os tendríais que enfrentar a las miradas y comentarios de las gentes de bien. No tenemos todo el día, así que Matute empiece cuanto antes a despiojar a estos guarros. Sentaros en esta silla de madera, popularmente la llamamos el potro de tortura.
El primero de la fila toma asiento y el peluquero le cubre con una capa blanca de algodón. Matute pregunta a su superior:
-Comisario, ¿Cómo les corto el pelo, al cero o al dos ceros?
Torregruesa no se anda con contemplaciones:
-Al dos ceros, ¡quiero esos cráneos bien brillantes! Se van a enterar estos mangantes de lo que vale un peine.
El ferretero se hace el gracioso:
-Para que necesitan saber lo que vale un peine, comisario, si no van a poder utilizarlo en mucho tiempo.
Tanto el inspector como el barbero le ríen la gracia al legionario. Matute abre su cartera negra y saca una de las maquinillas de mano, de púas muy estrechas, cromada y reluciente como el filo de un puñal. La mueve en el aire, ejercitando así la muñeca antes de comenzar la faena; con gran parsimonia se la acerca a la frente al chaval…
La víctima cierra los ojos, como si quisiera evadirse de lo que se le viene encima. El barbero mueve la maquinilla con gran destreza, en pocos minutos la zona superior del cráneo del chico aparece completamente rapada, apenas queda una sombra gris de cabello casi imperceptible. Sus compinches le miran aterrados, sabedores de que a ellos les va a a ocurrir exactamente lo mismo. El suelo comienza a llenarse de pelos. El comisario abre un armario y saca de su interior una escoba y un recogedor.
-En cuanto acaben de raparte, me barres pero bien barrido el suelo; no me gusta ver mi despacho sucio, da mala imagen.
La cabeza del chico ya se ha convertido en una esfera perfecta. Es el momento de que asuma su nueva imagen. Para ello el barbero saca de su cartera un espejo de mano y le muestra el resultado. Con mucha sorna, añade:
-Señorito, fíjese en el trabajo tan fino que he hecho con usted. Creo que me merezco una buena propina.
Aquel pilluelo de barrio rompe a llorar, se derrumba moralmente. Sabe que está estigmatizado, en Lavapiés correrá el rumor de que en comisaría le han esquilado por ser un ladrón. Los otros muchachos no paran de temblar, emiten sollozos y lamentos como queriendo ganarse el perdón; evidentemente, no consiguen su propósito. Uno a uno van pasando por las diestras manos del oficial de barbería y sufren un pelado igual humillante, de máxima severidad.
En la estancia reina un silencio sepulcral, tan solo se escucha el monótono y siniestro traqueteo producido por la maquinilla al cercenar el pelo de los chicos. En un cubo metálico de basura depositan sus cabelleras. Ahora parece que tienen las orejas más grandes y los ojos más oscuros, se les notan las pequeñas calvas, consecuencia de alguna que otra pedrada recibida en la infancia.
Tanto Matute, como el comisario y, de manera muy especial, el legionario no se pueden contener y acarician de manera compulsiva aquellas cabezas mondas y lirondas. Torregruesa decide que la higienización de los chicos no está terminada. Son conducidos a la sala de duchas, en las que se asea a los detenidos antes de entrar en prisión. Se les obliga a desnudarse y reciben las siguientes instrucciones:
-Además de ladrones, sois unos guarros que no sabéis ni de que color es el agua. Vais a hacer el favor de restregaros todo el cuerpo con esparto y jabón. No quiero que quede ni rastro de roña, de lo contrario os calentaré el trasero hasta ponéroslo colorado, colorado… No vamos a conseguir higienizaros si volvéis a poneros encima la misma ropa mugrienta; he visto a mendigos mucho mejor vestidos que vosotros. No podemos tolerar que unos chicos de vuestra edad se paseen por la capital de España de esa facha. En esta comisaría también sabemos practicar la caridad: cuando algún detenido no utiliza una vestimenta digna, se la proporcionamos nosotros. Precisamente, los hermanos de San Tarsicio, recogen multitud de ropa, en perfecto estado, para repartirla entre los más necesitados.
Cada muchacho recibe un juego de ropa interior, compuesto por unos calzoncillos y camiseta de algodón blanco. Deben utilizar un jersey de lana gris oscuro, unos pantalones cortos del mismo color y unos calcetines, también grises, tipo media, que les llegan hasta la rodilla. También les proporcionan una camisa blanca y una corbata negra. Unos zapatos, negros, lisos y con cordones les sirven de calzado. Torregruesa dejó las cosas muy claras:
-Vais a tener el honor de usar el mismo uniforme que los muchachos de San Tarsicio. Espero que, a partir de ahora, lo honréis y os comportéis como debe hacerlo un caballero católico español. En cuanto al pelo, no os preocupéis demasiado, os saldrá más fuerte, mucho más duro. Yo por ganas me rasuraría la cabeza en verano pero mi profesión no me permite usar un corte tan radical, me tengo que conformar con un buen pelado a riguroso cepillo. Tened presente que os ha esquilado un oficial de barbería de primera división. No creo que hayáis notado ningún tirón; cuando mete la maquinilla va suave como la seda, hace hasta cosquillas. Desde hace unos años es mi barbero y sé perfectamente de lo que estoy hablando.
Algunos de los chicos recibirán una buena azotaina de sus padres. Sus compañeros de escuela se burlarán de ellos al verlos así vestidos y pelados como bolas de billar. Durante unos días, la detención y castigo de estos ladronzuelos de ferretería, va a ser el tema favorito de las gentes del barrio. La noticia correrá como la pólvora, de boca en boca, entre los habitantes de las castizas corralas. Los vecinos los mirarán con lástima al verlos pasar con sus cráneos esféricos, vestidos como si fueran seminaristas. La represalia policial surte efecto; por un breve período de tiempo los jóvenes rateros dejan de cometer sus habituales pequeños hurtos. Ningún chico desea acabar con la cabeza tan resplandeciente como una bombilla; sienten demasiado aprecio por sus cabelleras.