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REFORMATORIO DE SAN TARSICIO by BARBERO MILITAR


En el madrileño barrio de Carabanchel, en las proximidades de la prisión del mismo nombre, se levantaba un edificio de ladrillo de apariencia sombría, siniestra me atrevería a decir. Hace décadas que fue demolido, convirtiéndose así en una víctima más de la piqueta, debido a la fiebre especulativa.

Permanecía aislado del exterior por una alta tapia de mampostería, coronada con alambres de espino. El Reformatorio Masculino de Menores de San Tarsicio estaba regentado por la Congregación de los Hermanos de la Sagrada Penitencia, los frailes más severos que os podáis imaginar. Su misión en esta tierra consistía en enderezar a los muchachos con tendencias delictivas; había que apartarlos del camino que conduce a la condenación eterna y transformarlos en jóvenes piadosos, en hombres de bien. Con el tiempo, algunos de estos chicos descarriados ingresarían en la orden religiosa, convirtiéndose en los nuevos y estrictos guardianes de la moral católica.

Recientemente, en una librería de segunda mano, encontré un pequeño librito, una verdadera joya literaria, de las que suelen pasar desapercibidas para el gran público. Su autor era un tal fray Juan Vicente Acuña, quien permaneció más de cincuenta años en esta institución. Ingresó en calidad de alumno. Allí fue corregido de sus faltas, sufrió los rigores del proceso de reeducación y por fin superó su inclinación al mal. Se formó en el seminario menor de la Santa Penitencia, en las cercanías de Toledo. Una vez finalizados sus estudios, regresó de nuevo a San Tarsicio. Tras tomar los votos religiosos, fue investido de autoridad para "enderezar a los nuevos árboles torcidos". Voy a reproducir algunos párrafos de este relato, los que considero más interesantes, para que seamos capaces de entender el rigor con el que se trataba en el pasado a los jóvenes delincuentes y los métodos que se empleaban para transformarlos en ciudadanos ejemplares:

Recuerdo que era una fría mañana de enero cuando la policía vino a detenerme a mi domicilio. Mi padre, ebrio como de costumbre, les abrió la puerta. Jamás superó que mi madre nos abandonara, cuando yo apenas contaba con un año de edad; se refugió en la bebida para evadirse de la dura realidad que le había tocado vivir. Escuché el inconfundible chirrido que producen las puertas al abrirse; las chismosas de la escalera deseaban saber el motivo por el que la policía había acudido a nuestro edificio. Los agentes del orden no se anduvieron con rodeos:

-Su hijo, Juan Vicente Acuña, menor de edad, va a quedar bajo la custodia del Estado. Usted, aunque sea su padre, no reúne los requisitos mínimos exigidos por la ley para encargarse de su educación. Recientemente, ha cometido varios hurtos en algunas tiendas del barrio. Por orden del juez, va a ingresar directamente en el Reformatorio de San Tarsicio; allí se le alimentará, vestirá y educará hasta que sea mayor de edad y pueda ganarse la vida por sí mismo, ejerciendo un trabajo digno. Dígale al chico que dispone de un cuarto de hora para despedirse de usted. No necesita llevar ningún equipaje, que se venga con lo puesto; en el correccional se le proporcionará todo lo que necesite.

Mi padre empezó a soltar palabras malsonantes, además de alguna que otra blasfemia. La pareja de policías le ordenó que se callara, amenazándole con detenerle si no guardaba la debida compostura. Yo intenté abrazarme a él, buscando su protección pero, de manera violenta, se apartó de mí; evidentemente, no sentía ningún afecto por su único hijo, me consideraba una pesada carga, un estorbo en su caótica vida, mi presencia le recordaba constantemente su fracaso matrimonial. Sentí una profunda tristeza al ser rechazado por mi propio padre.

Cuando los agentes me introdujeron en el coche celular, tuve la sensación de que miles de ojos me observaban con malsana curiosidad. Percibí también algún comentario del tipo "algo habrá hecho el hijo del borracho para que lo detengan"; mis vecinos no eran precisamente un modelo de discreción y diplomacia.

Ni una sola palabra se pronunció mientras me conducían a mí destino. El ruido del tráfico era lo único que escuché. Cuando por fin divisamos la mole del edificio, el policía que conducía el vehículo rompió su silencio:

-¡Fin del trayecto!, aquí termina nuestra misión. Ahora pasas a ser responsabilidad de los frailes. Si me permites un consejo, pórtate lo mejor posible, obedéceles en todo sin rechistar o sufrirás los castigos más severos que te puedas imaginar.

Uno de los agentes llamó al timbre. Desde el interior abrieron el enorme portón metálico de color gris, envejecido por la acción del óxido. Aparcaron el coche en el exterior y me ordenaron bajar. Sentí un profundo temor al penetrar en el interior de aquel recinto, que se me antojó lóbrego y tenebroso, digno escenario de las películas de terror que proyectaban en el cine de mi barrio.

El hermano Agustín era el encargado de los trámites de la recepción. Se trataba de un fraile corpulento y de elevada estatura. Me llamó poderosamente la atención la rigurosa tonsura que lucía, apenas conservaba un cerquillo de cabello, el resto de la cabeza la llevaba afeitada. Estrechó la mano de los policías y cortésmente se despidió de ellos, con una amplia sonrisa, agradeciéndoles los servicios prestados.

Nos quedamos los dos a solas en aquel patio cubierto de grava. No hizo falta que pronunciara una sola palabra para hacerme entender que era él quien mandaba, yo debía obedecerle en todo. Su mirada penetrante me heló la sangre; el recibimiento no pudo ser más frío. Dentro del recinto existía un huerto; el viento soplaba entre las ramas desnudas de los escuálidos árboles. Las nubes cenicientas amenazaban lluvia. Aquel paisaje invernal, tan desolador y triste, me pareció un mal presagio, me entraron ganas de llorar, me sentía muy desgraciado. El hermano Agustín, con su voz potente y viril, me pidió que le siguiera. Yo caminaba detrás de él, como un manso cordero al que le llevan al matadero.

Me condujo a la oficina donde se realizaban los trámites de ingreso. En un impreso especial recogió todos mis datos personales. En ningún momento aquel religioso me sonrió; su rostro parecía de mármol, presentaba una rigidez facial difícil de describir con palabras. En esos instantes, yo sentía lástima de mí mismo, me encontraba desvalido e indefenso ante la vida. Necesitaba, con urgencia, un gesto que me inspirara un poco de confianza; me hubiera bastado con una simple palabra de ánimo, una palmadita en la espalda, algo que hiciera más digerible el mal trago por el que estaba pasando.

El fraile elevó su mano derecha para indicarme el camino que debía seguir. Atravesamos un largo pasillo, revestido de baldosa hidráulica; me fijé en los elaborados dibujos geométricos del suelo, de color gris y blanco. No me atrevía a levantar la vista del piso; de manera instintiva, adopté una posición corporal que reflejaba mi abatimiento interior, mi profunda pesadumbre.

Penetramos en algo parecido a un almacén. Las paredes aparecían revestidas con pequeñas taquillas de madera oscura. El hermano Agustín rompió su silencio para darme las explicaciones pertinentes:

-Ves ese banco alargado… allí vas a depositar, de forma ordenada, toda tu ropa. Después, me encargaré de introducirla en esta bolsa de rafia para que la desinfecten en la lavandería. Nada de lo que llevas encima vas a poder usarlo en San Tarsicio, deberás vestir obligatoriamente el uniforme de nuestro centro correccional. Cuando te ordene algo, quiero que lo hagas de forma diligente. El tiempo es un regalo que Dios nos da y no debemos desaprovecharlo.

No me atreví a preguntar detalles por miedo a recibir alguna reprimenda . Me quité con rapidez el abrigo, la chaqueta, la camisa, el cinturón y los calcetines. Cuando me descalcé, don Agustín cogió mis zapatos y los dejó encima de una estantería. Por un momento me quedé paralizado, sin saber qué hacer, esperando alguna indicación más explicita. El fraile me miró fijamente a los ojos y exclamó:

-No tenemos todo el día para tu ingreso. Te he dicho con claridad meridiana que te debes desnudar por completo. Ya estás tardando en quitarte esa camiseta, los pantalones y los calzoncillos…

Aquello, para un muchacho tímido y pudoroso como yo, fue una humillación en toda regla. Sin pensármelo dos veces, me despojé de todas mis prendas de vestir. El frío de aquella estancia me dejó paralizado. Sentí una profunda vergüenza al quedarme completamente desnudo ante un desconocido. Instintivamente, me cubrí los genitales con las manos y agaché la cabeza.

El hermano me proporcionó una toalla blanca, completamente nueva, y una pastilla de jabón sin estrenar. Abrió una puerta y accedimos a la sala de duchas. Me ordenó que me frotara a fondo todo el cuerpo, ni un solo poro de mi piel podía quedar con restos de suciedad. Me explicó que la limpieza externa reflejaba la pureza del alma. Accionó una palanca y el agua empezó a salir por el grifo. En menos de un minuto el lugar se llenó de vapor. Me introduje en el habitáculo y procedí a enjabonarme el cuerpo, después me lo aclaré. De repente, el agua dejó de salir; la había cortado don Agustín. Recibí una nueva lección:

-Nunca debemos emplear más tiempo del estrictamente necesario en asearnos; hay que evitar a toda costa el goce de los sentidos porque irremediablemente nos conduce al pecado de impureza. Ahora sécate bien, especialmente el pelo de la cabeza, esos rizos tan indecentes…

Yo estaba muy orgulloso de mi abundante mata de pelo. Sentía un gran placer cuando la brisa movía mi cabellera ondulada. Me lo cortaba muy de tarde en tarde y lo mínimo posible. Mi padre nunca me obligó a meterme un pelado en condiciones. En nuestro hogar siempre andábamos escasos de dinero y acudir a la peluquería se consideraba poco menos que un lujo. No quería pensar en ello pero me barruntaba que algo malo le iba a suceder a mi cabello.

De nuevo volvimos al vestuario. Allí recibí la ropa interior reglamentaria fabricada en algodón blanco. Me llamaron poderosamente la atención los calzoncillos cortos, sin pata, conocidos como braslip, muy altos de cintura; debido a su elevado precio, esta prenda tan novedosa se consideraba un artículo de lujo. Haciendo juego, me puse la camiseta de tirantes reglamentaria. Con el tiempo me enteré de que se trataba de una donación realizada por un fabricante catalán. En el pasado fue alumno de aquel reformatorio y estaba agradecido por la educación recibida. Se convirtió en un hombre de bien y consiguió montar una flamante empresa de ropa interior de caballero en la industriosa Sabadell. Los internos de San Tarsicio usábamos calcetines altos y finos, tipo media, que nos llegaban hasta la rodilla. Como calzado me proporcionaron unos zapatos negros, de horma ancha, con cordones y de piel muy brillante.

Me encontraba en paños menores y calzado cuando recibí una orden que me dejó petrificado:

-Ahora vamos a acudir a la barbería para que te rapen la cabeza. Esos rizos, de apariencia diabólica, los echaremos al fuego. Te van a pasar por todo el cráneo la maquinilla del dos ceros. El pelo te va a quedar a una largura de medio milímetro, algo casi imperceptible. Observa mi cabeza, salvo el cerquillo, a los hermanos también nos lo cortan al doble cero. Hasta que no recibas el corte de pelo reglamentario, no vas a poder vestir el uniforme.

Me estremecí al escuchar estas palabras. ¿A quién podía molestar mi mata de pelo? Sentí auténticas ganas de huir, de evaporarme de aquel lugar. Yo no me merecía un castigo así, aquello no me podía estar sucediendo a mí.

Atravesamos otro largo pasillo. Percibí pasos y nos cruzamos con una hilera de chicos, caminando en perfecta formación. Vestían batas grises y todos lucían cráneos esféricos. Otro de los frailes recorría la fila, controlando todo lo que sucedía, como si estuviera pastoreando un rebaño de ovejas. Debían permanecer en completo silencio. En un descuido de su tutor, uno de ellos se volvió para mirarme, me guiñó un ojo y se tocó la cabeza pelona; también me sonrió, como queriendo darme ánimos ante la adversidad. Se trataba de Julio Expósito. Este chaval, de rostro limpio y amplia sonrisa, se convirtió en mi mejor amigo durante mi estancia en San Tarsicio.

Nos detuvimos ante una puerta de madera gris, con un tragaluz de cristal esmerilado. En una placa metálica esmaltada en blanco, en letras negras, figuraba la temida palabra: Barbería.

El hermano Damián era el encargado de las tareas de barbería. Encima del hábito usaba una bata gris para evitar mancharse con los cabellos. Nada más entrar me miró a la cabeza y exclamó:

-Este jovencito me va a dar mucho trabajo. Voy a tener que emplearme a fondo con él hasta dejarle la cabeza tan reluciente como una bombilla. Toma asiento y permanece quieto, mirando al frente, al espejo.

Aquel sillón de barbero hoy en día despertaría el interés de cualquier coleccionista; había sido fabricado con técnicas artesanales. El asiento y el respaldo eran de rejilla, los brazos de auténtica porcelana blanca y el posapiés, metálico y cromado, fue labrado con caprichosos dibujos geométricos de formas afiligranadas. Se trataba de una donación realizada por la Capitanía General de Madrid, con sede en la calle Mayor. Sin embargo, en aquel momento me recordó a un cadalso, al lugar al que acuden los condenados a muerte.

En un santiamén tuve colocada la capa protectora, de recio algodón y un blanco cegador. Me miré al espejo y mi pelo me pareció más hermoso que nunca, el símbolo de un espíritu libre, una seña de mi propia identidad. Después de pasar por la ducha, se veía más voluminoso y sedoso que nunca.

El hermano Rafael tomó asiento y no me quitaba la vista de encima. Deseaba presenciar aquel ritual de humillación, ser testigo presencial de cómo se me despojaba de mi diabólica cabellera.

Fray Tonsura, así se le apodaba al hermano barbero, enredó con sus dedos en mis rizos y se quedó pensativo. No se decidía por la herramienta que debía utilizar:

-Igual con la tijera grande le corto todo lo que pueda… ¡no, no, tiempo perdido! Mejor aceito bien la maquinilla, le ajusto la tuerca con precisión y fuera todo el pelo…

Así lo hizo. Tras realizar los retoques oportunos me metió la maquinilla del dos ceros, la de púas estrechas, la que a su paso dejaba una largura de cabello de medio milímetro. Todo el cuerpo me tembló al ver como me acercaba a la frente aquella herramienta de tortura. El hermano Damián la movía con una indudable destreza, de forma acompasada. Cerré los ojos para no ser testigo de aquel crimen execrable pero recibí la amonestación de don Agustín:
-Haz el favor de abrir los ojos, a mí no me gustan los cobardes que se evaden de la realidad. Os cortamos el pelo así por dos motivos: primero por higiene; los piojos se ceban de manera especial en jóvenes como vosotros que compartís espacios cerrados. Además, debes saber que hoy para ti empieza una nueva vida, mucho más santa y perfecta que la que has llevado hasta ahora. Tienes que olvidarte del pasado, de las cosas vanas y obedecer sin rechistar. Renunciando a tu pelo también renuncias al pecado de vanidad, a la autocomplacencia.

Tuve que contemplar como fray Tonsura abría una ancha franja en la zona central de mi cabeza. Constantemente movía la maquinilla para echar fuera los mechones de cabellos. Vi como mis rizos se quedaban incrustados en las oquedades de la capa, como si se negaran a abandonarme. El cosquilleo que sentí al ser cercenado mi cabello me produjo una sensación extremadamente placentera, algo que nunca había experimentado. La maquinilla avanzaba imparable, arrastrando a su paso mi abundante mata de pelo. A los pocos minutos ya no me reconocía en el espejo. Mi cabeza se había transformado en una perfecta esfera, una brillante bola de billar. La piel del cuero cabelludo tendía a mimetizarse con el blanco de la capa que me cubría. Con la navaja barbera el hermano Damián me perfiló las patillas, los laterales y el cuello.

El hermano Agustín, abandonó su habitual rictus de amargura y sonrió complacido:

-Hermano Damián, ha hecho usted un trabajo muy profesional, le felicito sinceramente. Desde el punto de vista estético, ha convertido a un joven descarriado en un digno discípulo de San Tarsicio.

Se acercó a mí y me pasó la mano por el cráneo desnudo, sonriendo con cierta malicia. Sentí como si en la piel de mi cabeza hubieran sembrado cientos de cabezas de alfiler. Para mí aquello fue una experiencia desconocida, un recuerdo imborrable. En cuanto me liberaron de la capa, no me pude contener y me acaricié la cabeza de manera repetida; los pelos milimétricos, al contacto con las yemas de mis dedos, pinchaban que daba gloria.

En la misma barbería recibí el resto del uniforme, compuesto por un pantalón corto gris oscuro, un jersey del mismo tono, una camisa blanca de manga larga y una corbata negra. Para protegerlo tuve que ponerme encima la bata gris oscura de algodón. También me probé un chaquetón que se usaba para protegerse del frío.

El hermano Arturo ejercía de médico y me sometió a una rigurosa revisión para conocer mi estado de salud. Una vez cumplidos los requisitos de ingreso, me incorporé a las clases y pude conocer a mis nuevos compañeros. Viví en un ambiente de disciplina extrema, de profunda religiosidad y mi espíritu se transformó por completo. Todos los días en mis oraciones tengo presente a los hermanos que me apartaron del mal y me condujeron por el camino de la salvación.




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