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UNIVERSIDAD LABORAL MILITAR (ULM) by Barbero Militar


Fue idea de algún ministro falangista, eso seguro; posiblemente, el proyecto se gestara en el despacho de Girón de Velasco, siempre preocupado por el bienestar del obrero. Las academias castrenses tradicionales, pongamos como ejemplo la de Toledo, eran caras y en ellas ingresaban casi siempre los hijos de militares de alta graduación. Había que conseguir que más jóvenes, especialmente los de familias trabajadoras modestas, sintieran la llamada del Honor y se convirtieran en servidores de la Patria.

Ya se habían puesto en marcha las Universidades Laborales con gran éxito. Los hijos de los trabajadores podían acceder a la enseñanza de forma gratuita, en la mayoría de los casos en régimen de internado. En estos centros recibían la formación adecuada que les permitía conseguir, por ejemplo, el título de ingenieros técnicos, de los que nuestro país andaba tan necesitado.

Se decidió crear una Universidad Laboral Militar, en dónde los jóvenes varones de condición humilde saliesen con un título de teniente bajo el brazo, con una espléndida formación académica y militar. Aquel ministro, cuyo nombre no recuerdo, pretendía que los muchachos de la ULM adquirieran unos conocimientos técnicos avanzados, lo que en la jerga militar se denominaba "tecnología punta de la defensa". Urgía modernizar el ejército, conseguir los mejores cuadros de mando y estar a la altura de los países más desarrollados, incluso superarlos. La auténtica libertad de España sólo quedaría garantizaría si éramos capaces de no depender de potencias extranjeras para asegurar la integridad de nuestro territorio. Si la Unión Soviética poseía la bomba atómica, nosotros estábamos obligados a contar en nuestro arsenal con armamento nuclear para disuadir al enemigo.

Se escogió el municipio madrileño de Paracuellos del Jarama para instalar la sede de la ULM. Se construyó un flamante edificio de nueva planta, de estilo neo-herreriano, que rememorara el esplendoroso pasado imperial de nuestra patria. En una de las alas de la construcción, se instaló un laboratorio de investigación tecnológico, a la altura de los mejores del mundo, equipado con los equipos más sofisticados.

Un servidor contaba por aquel entonces dieciséis años; había aprendido el oficio de barbero con Eustaquio, un primo de mi padre. Este caballero sesentón me exigía la perfección en mi trabajo, a buscar siempre la excelencia; no debía conformarme con cubrir el expediente, no me permitía ni el más mínimo fallo. Aprendí a realizar una impecable disminución del cuello, nada de terminaciones cuadradas. Según la jerga de los barberos tradicionales, había que ir "de menos a más", de forma progresiva, sin que se notara ni el más mínimo escalón. Hacer un buen corte de pelo a cepillo parisién, técnicamente perfecto, era la meta más deseada por un auténtico barbero. Mi maestro sentía un gran desprecio por los cortes de pelo modernos, por los arreglitos de melenas, tan en boga en aquel tiempo. No lo consideraba un trabajo digno para una peluquería de caballeros; en su opinión, se trataba de una estafa en toda regla. A Eustaquio le faltaba menos de un año para jubilarse; como llevaba trabajando desde los catorce años y era un hombre soltero, sin obligaciones familiares, decidió vender el local y disfrutar de una vida tranquila. No obstante, no se olvidó de mí; removió Roma con Santiago hasta encontrarme una digna ocupación: oficial del barbero en la Universidad Laboral Militar.

Antes de despedirnos con un fuerte abrazo, me hizo sentar en el sillón y me metió, a traición, un pelado brutal. Me dijo que un auténtico barbero debía predicar con el ejemplo y lucir un buen pelado a cepillo parisién. Me había recomendado a uno de sus más insignes clientes, al comandante Rupérez. Debía proyectar una imagen de higiene extrema, de máxima limpieza y masculinidad. Cuando me quise dar cuenta, me había subido la maquinilla Oster eléctrica, una joya de la tecnología según sus propias palabras, hasta la coronilla. Con la disculpa de que no tenía muchas cuchillas de recambio, me metió el número cero, dejándome un miserable milímetro de cabello. Anduvo cambiando de maquinillas manuales hasta que le dio a mi corte la forma cuadrada que deseaba. El cogote y las patillas me los apuró con la esquiladora del doble cero. Tengo que reconocer que técnicamente me hizo un trabajo impecable, digno de obtener el primer premio en un campeonato de peluquería… pero de los años cuarenta.

Al día siguiente me presenté al comandante Rupérez. Me trató con gran amabilidad y me felicitó por mi corte de pelo tan rapado, incluso me pasó la mano por detrás, mientras me guiñaba un ojo en señal de complicidad. Yo también me iba a alojar en el internado en calidad de trabajador. En mi minúscula habitación todo olía a nuevo, la colcha, las sábanas… El cuarto de baño lo tenía que compartir con los chicos estudiantes de los cursos superiores, que aproximadamente tenían mi misma edad.

Me llevó a una barbería perfectamente equipada, con una colección de maquinillas Oster de carcasa negra que hubieran hecho las delicias de mi pariente Eustaquio. Los sillones habían sido fabricados en Guipúzcoa por la marca Acha, en líneas tradicionales y tapizados en color verde militar. De esta manera me empecé a familiarizar con mi lugar de trabajo. Estrené una impoluta bata blanca de algodón, de las que se atan a un costado. Al verme en el espejo con mi uniforme de barbero me sentí orgulloso de mí mismo. Me podía considerar un hombre hecho y derecho, útil a la sociedad y capaz de ganarme la vida por mí mismo de forma honrada.

Os podría contar multitud de anécdotas, pero la más sonada y espectacular fue la que le ocurrió a Florentino Ruiz del Castillo. Se trataba de un joven de quince años, hijo único de un banquero adinerado, al que se le podía tildar de "problemático niño de papá". A causa de su rebeldía había sido expulsado de varios colegios.

Su padre, desesperado y aburrido de su vástago, decidió darle un escarmiento; había oído hablar de la ULM y sin pensárselo dos veces inscribió al muchacho. El chico en cuestión lucía una melena hasta los hombros, de color rubio, que le proporcionaba un aspecto entre bohemio y afeminado. Sin embargo, en honor a la verdad, hay que decir que estaba considerado como un excelente partido para las chicas de la alta sociedad, con las que acostumbraba a alternar. Su larguísima cabellera era intocable, un verdadero imán para las jovencitas.

Acudió al centro, en calidad de interno, con el pelo recién lavado y vestido como si fuera un vaquero del oeste, calzando botas de media caña, a la última moda. Nada más llegar, llamó la atención del comandante Rupérez; el director del centro ya había sido informado sobre lo conflictivo que resultaba aquel niño pijo. Estaba dispuesto a tomar las medias oportunas para evitar el más mínimo altercado. Se le podría considerar un mal ejemplo para sus compañeros, chicos de condición humilde que se merecían una oportunidad para poder prosperar en la vida.

Se acercó a él y le pidió que le acompañara. Floren, así le gustaba que le llamaran, hizo una mueca de desprecio y le siguió, con la cabeza bien alta, como si quisiera demostrar su superioridad. Penetraron en la barbería; en la cara del joven melenudo se congeló la sonrisa al contemplar la panorámica del local. Enseguida puso sus condiciones:

-Vamos a ver, yo no me voy a dejar cortar el pelo, ni siquiera las puntas. He leído que en países civilizados, como Suecia, a los soldados se les permite llevar una redecilla para recogerles el pelo; de esta manera no tienen que sacrificar sus largas cabelleras. Empecemos a practicar la tolerancia en este país.

El comandante Rupérez no se dejó convencer por este insolente. Estaba dispuesto a someterlo a la disciplina por las buenas o por las malas:

-Muchacho, tú debes creerte que yo soy un blandengue y no voy a ejercitar mi autoridad contigo; ¡Qué confundido estás! En cuanto te he visto llegar, he sentido nauseas al verte con esa pinta de degenerado. No voy a permitir que tus compañeros te conozcan así. Por este motivo, vas a tener el honor de estrenar la barbería.

Floren balbuceó unas palabras, estaba realmente asustado:

-Mi padre se va a enterar de esto. Para que lo sepa usted es íntimo amigo del gobernador militar y del civil. Le aconsejo que respete mi pelo…

La tensión ambiental iba en aumento. Entre dos oficiales sentaron a la fuerza al muchacho en uno de los sillones de barbero. Florentino quería levantarse pero inmediatamente era inmovilizado. Se barajó la posibilidad de atarlo al sillón con un gruesa cuerda pero no fue necesario; el chico se rindió y comenzó a sollozar, mantenía la cabeza agachada como si quisiera evadirse mentalmente de lo que se le venía encima. El comandante me dio las instrucciones pertinentes:

-Al rebelde le vamos a hacer el corte de pelo espacial, estilo recluta años cincuenta. Le vas a meter la maquinilla con la cuchilla del número 1 por delante; de atrás, hasta la coronilla y las sienes, ¡al cero! El cogote lo quiero a la intemperie, se lo difuminas con la cuchilla del 0000. ¡A mí ningún niñato me toma el pelo!

Le envolví en la capa blanca de algodón. Tomé las tijeras grandes y le corté de golpe la melena, para que no me estorbase al pasar la maquinilla. Aquella larga cabellera llamó la atención del comandante y formó una especie de coleta. Se la restregó por la cara al joven, que rompió a llorar como una Magdalena.

Una vez desmelenado el chico, empecé a emplearme a fondo con las maquinillas. Seguí estrictamente las instrucciones del militar y en pocos minutos convertimos al melenudo en un recluta pelón, con el cuero cabelludo a la intemperie y el cráneo esférico como un balón de reglamento. Eliminé, con la ayuda de la navaja barbera y un poco de jabón, la pelusilla que le había salido en la cara. Luego le puse un poco de masaje de afeitar Flöid y le perfumé la cabeza con la loción capilar Abrótano Macho. La masacre capilar estaba concluida. Grandes mechones de pelo se habían quedado incrustados en la capa, aunque la mayoría estaban esparcidos por el suelo.

Cuando fui a coger la escoba y el recogedor para barrer el cabello acumulado en el piso, el comandante Rupérez me frenó en seco:

-Te felicito, muchacho por el trabajo que has realizado. Ya me había hablado muy bien de ti Eustaquio, de tu profesionalidad. A ti no te corresponde recoger el pelo, la va a hacer el que nos ha ensuciado la barbería. Cadete Ruiz del Castillo, proceda a limpiar el suelo. No quiero ver un milimétrico pelo en estas impolutas baldosas.

Con el tiempo Florentino Ruiz del Castillo se adaptó a su nueva situación y se graduó como teniente. Un servidor rapó a cientos de jóvenes en la barbería de la ULM. Con los cambios políticos que acontecieron, aquel edificio pasó a ser un dependencia del Ministerio de Defensa. Yo me monté una barbería en el centro de Paracuellos. Muchos de los cadetes a los que pelaba gratis se convirtieron en mis mejores clientes. Les gustaba recordar los viejos buenos tiempos. A veces me traían a sus hijos para que les hiciera un corte de pelo de acuerdo con las ordenanzas militares de la ULM.




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