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PECADO DE SOBERBIA by Barbero Militar


El joven Andrés en este preciso instante se dirige al despacho del director; se barrunta que va a tener problemas. El rector, padre don Justino del Valle, no solicita la presencia de los seminaristas por motivos triviales. Sube los escalones de piedra de la escalera principal de dos en dos. Empieza a dominar su sotana y no se tropieza con ella, como le ocurría al principio. La escalinata es simplemente espectacular, como casi todas las estancias de este edificio. El mes pasado estuvieron unos estudiantes de arquitectura realizando dibujos de la misma. Andrés sintió cierta envidia de ellos, de la libertad con la que se movían por el seminario, sin tener que pedir permiso para todo, como le ocurre a él y al resto de sus compañeros.

La mayoría de los chicos de su curso son unos palurdos de pueblo que no saben hacer la "o" con un canuto. Se aprenden las lecciones de forma mecánica, sin preguntarse nada, dando por hecho de que todo lo que se les enseña es la verdad absoluta e incuestionable. Andrés vuela alto, tiene ideas propias. Evidentemente, a los miembros de la Orden Tradicionalista de San Pío se les ha parado el reloj. Los libros que se trajo de casa se los requisaron por considerarlos "lecturas poco edificantes para su alma". Los métodos inquisitoriales que utilizan para descubrir "culpables", la necesidad que tienen de imponer mortificaciones y castigos a diestro y siniestro son más propios del medievo que de la época actual. Los cambios profundos que se han producido en el seno de la iglesia, tras el Concilio Vaticano II, simplemente los ignoran, a ellos no les afectan. Obligan a los seminaristas a vestir con esas sotanas negras que ocultan por completo su masculinidad; la hombría, los instintos sexuales que se despiertan en la primera juventud hay que doblegarlos y entregarse por completo al servicio de Dios y de la Santa Madre Iglesia.

Andrés siente un escalofrío por todo el cuerpo al pararse delante de la puerta del despacho del rector. Se pregunta a sí mismo cuál puede ser la causa de que le hayan llamado al orden. Con las manos temblorosas toca la puerta con sus nudillos y pronuncia la frase de rigor:

-¿Da usted su permiso para pasar, padre rector?

Del interior de la habitación surge una voz profunda, casi de ultratumba. Nuestro protagonista percibe un cierto tufillo autoritario cuando escucha:

-¡¡¡Adelante!!!

La manilla de la puerta convendría que la engrasaran, rechina de forma desagradable; le recuerda a la cabecera de la serie de televisión "Historias para no dormir". Desde que ingresó en la fábrica de curas no ha podido disfrutar de ninguno de sus programas favoritos; existe una férrea censura para utilizar el televisor.

Según las normas del seminario, debe acercarse al rector, inclinar la cabeza y besarle la mano en señal de respeto; realiza este ritual de sometimiento de una manera mecánica. Cuando agacha la cabeza ante su superior se siente como un manso cordero, humillado, casi esclavizado. Don Justino realiza un movimiento con la mano izquierda, la levanta. Andrés ha interpretado este gesto como una invitación a que se siente. El joven toma asiento y da las gracias. Cuál será su sorpresa cuando el rector le taladra con su mirada y acto seguido le recrimina por haberse tomado demasiadas confianzas:

-¿Y a usted, señorito, quien le ha dado permiso para sentarse? Me da la sensación de que usted me considera su igual, como si fuera su tío o uno de sus amigotes. ¿Tenemos confianza, verdad? Haga usted el favor de ponerse de pie, las manos a la espalda. Aquí soy yo quien decide cuándo y dónde hay que sentarse y punto en boca.

El joven seminarista no tiene la oportunidad de defenderse. Se siente vejado, humillado por aquel prepotente. Pero lo peor está aún por llegar:

-Vamos a ver, jovencito, usted decidió incorporarse a nuestro seminario a la edad de dieciocho años. Al parecer tuvo un enfrentamiento muy serio con su padre. Conoció al padre Salgado en una visita turística que realizó a la iglesia de San Pedro y éste, con toda su buena fe, le propuso que ingresara en nuestro seminario, para empezar una nueva vida, partiendo de cero. Esta santa institución, de la que soy su rector, no es refugio de nadie. Aquí se viene a formarse para convertirse en un sacerdote ejemplar y santo. En este lugar hay una reglamentación que se debe cumplir siempre, sin excepciones. Usted ha decidido ponerse el mundo por montera. A sus compañeros de clase les saca hasta ocho años y por ese motivo se cree superior a los demás. Me consta que no participa en ninguna de las actividades deportivas y culturales que organiza el centro. Todos sus profesores, sin excepción, han emitido quejas sobre usted…

Andrés se encuentra frente al mandamás de la institución que le mira por encima del hombro, y no aparta, ni por un solo instante, su vista de él. El joven seminarista no sabe hacia dónde fijar la mirada, se siente incómodo e indefenso. El rector es, sin duda, el hombre más alto de todos los clérigos. En sus sienes, comienzan a asomar las canas. Va rapado a cepillo y se le transparenta perfectamente el cuero cabelludo por detrás. A Andrés su coronilla se le antoja inmensa; siempre lleva el círculo superior perfectamente rasurado. Además, utiliza unos calcetines de seda, casi transparentes, que exhibe prácticamente por completo cuando se sienta. Todos estos detalles pasan desapercibidos para los mastuerzos que tiene por compañeros; se contentan con poder jugar un partido de fútbol en el patio, con ver una película de temática religiosa en el salón de actos y con las magdalenas y el vaso de leche con Cola-Cao que les dan a la hora de la merienda.

Ahora don Justino se aproxima al muchacho, sin dejar de mirarlo ni un solo instante. Fija su mirada en la parte superior de la cabeza del joven. A traición, le agarra del flequillo y con ese autoritarismo que le caracteriza pronuncia su sentencia:

-Veo que le gusta ser un ye-ye de esos que salen en la televisión. Ya sé que si le dejamos nos monta un grupo musical con guitarras y baterías para animarnos las eucaristías. En este seminario es muy difícil guardar un secreto. Ha habido un compañero suyo al que le ha faltado el tiempo para venir a contarme sus planes para modernizar la santa misa.

Andrés responde con decisión:

-Yo le aseguro que no he faltado al respeto a nadie…

El rector sigue en sus trece:

-¡Faltaría más!, ¡hasta ahí podíamos llegar! Le aconsejo que esas fantasías modernistas las arranque de raíz. Mientras Dios nuestro Señor me dé salud y siga siendo el rector de este seminario, aquí se seguirá tocando el órgano durante los oficios religiosos y se interpretará música sacra tradicional. Las cosas están muy bien como están y no hay porque tocarlas. A mí tanta innovación y modernidad me parece que es obra de Satanás; el humo del Maligno no penetrará en esta santa institución. Vamos a cortar el mal de raíz.

El chaval está asustado, se teme por donde pueden ir los tiros. No quiere pensar en ello pero por desgracia sus temores son fundados. El rector pronuncia la sentencia:

-Este pelo tan largo, tan abundante y moderno es un instrumento del diablo para que usted no se despegue de las cosas mundanas. Vamos a tomar una decisión drástica: voy a llamar al barbero y esta tarde le vamos a rapar la cabeza, todo el pelo por igual, al cero…

Andrés se derrumba; ya no puede aguantar más este tipo de vejaciones y se echa a llorar. El rector no se conmueve, se siente el triunfador. Sigue utilizando el sarcasmo para terminar con cualquier conato de rebeldía:

-Lo del pelo largo ya está muy visto; algo que pronto pasará de moda. Alguien como usted no se puede conformar con seguir al rebaño, debe marcar una nueva tendencia, rebelarse contra la estética establecida. Se vas a rapar la cabeza como protesta por lo mal que está el mundo y, esto que quede entre nosotros, de paso se mortifica por su soberbia, ¡falta le hace!

En el refectorio, durante la hora de la comida, Andrés apenas probó alimento; sabía lo que se le venía encima y era incapaz de dejar de pensar en ello por un solo instante. Le hubiera gustado salir huyendo de allí, abandonar aquel lugar lóbrego y sombrío, en el que todo era pecado y carecía de libertad. Lo malo es que no tenía a donde ir. Regresar a la casa de su padre se le antojaba harto complicado. Ya había sido avisado por su progenitor de que si abandonaba el hogar nunca más se le ocurriese regresar.

Nada más acabar la comida se ha acercado el rector a su mesa y le ha pedido que le acompañara. Le cuesta seguirle, tiene la sensación de estar arrastrando los pies, como si fuera un condenado a muerte.

La barbería es un lugar siniestro; una de las pocas estancias con espejo encastrado en la pared. El sillón de barbero es una auténtica antigualla, le recuerda al de la peluquería de caballeros a que le llevaba su padre de pequeño. El padre Joaquín es el que hace las veces de barbero, un hombre rudo y carente de gusto estético. El rector levanta la mano y le indica que tome asiento. Se siente como si estuviera en la silla eléctrica, a punto de recibir una fuerte descarga que acabará con su vida; ganas le entran de llorar pero se contiene, intenta mantener la dignidad y no derrumbarse. Don Justino dicta sentencia:

Padre Joaquín, quiero que le haga a este modernito de tres al cuarto un trabajo especial. Le corta el pelo al cero y además le afeita la coronilla, la de diámetro grande, no se ande con miramientos. Hay que cortar el mal de raíz; este joven es un mal ejemplo para sus compañeros más jóvenes que él, muchos de ellos son todavía criaturas inocentes.

El cura barbero, tras envolverle con una capa de algodón blanca, echa mano de la maquinilla manual, la de púas estrechas, y se la mete por la frente. El muchacho se derrumba pero a la vez experimenta un extraño placer al sentir el cosquilleo de la esquiladora; es una sensación muy difícil de describir con palabras. Los mechones de pelo se desperdigan por la capa y el suelo. En todo momento mantiene la dignidad. Ahora su cabeza ha adquirido una apariencia esférica, tan redonda como una pelota. El cuero cabelludo se le transparenta por completo; al haber estado protegido por el cabello, el tono de piel de su cabeza es completamente blanco, lo que le confiere una apariencia un tanto espectral. Con la maquinilla del cuatro ceros le apuran el cuello y las patillas para darle forma al corte de pelo.

De un misterioso cajón, don Joaquín saca una cartulina en forma de círculo y una tiza. Se la coloca sobre la coronilla y le dibuja un redondel perfecto. Acto seguido, le enjabona y comienza a rasurarle con la navaja barbera. La cuchilla, al entrar en contacto con la piel, produce un sonido muy peculiar, se desliza con suavidad. Cada poco tiempo, el barbero se ve obligado a eliminar los restos de jabón y cabello de la herramienta, para poder así realizar su trabajo con más pulcritud. Cuando la faena está terminada don Justino sonríe con satisfacción:

-Gran trabajo, padre Joaquín. Ahora si que hemos convertido a este rebelde en un seminarista ejemplar, al menos en lo tocante a la estética. Habrá que trabajar muy duro con él pero este muchacho va a ser un sacerdote ejemplar, defensor acérrimo de las tradiciones seculares de nuestra orden. Enséñele con el espejo de mano cómo le ha quedado de bien la coronilla, perfectamente afeitada.

Aquel círculo de piel, completamente rasurado, se le antoja inmenso, se siente ridículo. Se le saltan las lágrimas. El rector se aproxima a él e intenta consolarle:

-¡Arriba ese ánimo!, qué no se diga que un futuro sacerdote se acobarda por una nimiedad como ésta. La tonsura sacerdotal y clerical nunca deberían haber desaparecido. Es un símbolo de renuncia al mundo y de entrega total a las cosas de Dios; es la marca que nos distingue a los elegidos. Nada más higiénico y cómodo que un corte de pelo al cero; así no perderás el tiempo peinándote. Vete a la capilla, te hincas de rodillas y vas rezando el rosario. Acudiré pronto para auxiliarte espiritualmente; necesitas una buena confesión. Te vamos a ayudar a conseguir tus objetivos. Hoy naces a una nueva vida, más espiritual y menos apegada a las cosas mundanas.

Con el paso de los años, el joven Andrés se convirtió en don Andrés y fue destinado como sacerdote al Centro de Caballeros Tradicionalistas de San Pío. Asumió todos los postulados de esta asociación ultraconservadora y ultracatólica. Todas las semanas, acude a un barbero para que le repase la coronilla, hasta que deje de ser necesario, cuando la alopecia haga estragos en su cuero cabelludo. Cada quince días se corta el pelo "al rape". Es evidente que el padre rector don Justino enderezó su vida espiritual y le transformó en un sacerdote ejemplar, según los criterios de la Orden.




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