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Una historia que pudo ser real by Héctor


Cuando entré en esa peluquería por primera vez todo me resultó extraño y a la vez excitante.
Era una tienda tradicional, pero bastante pasada de moda, con aires de los años ´50 o ´60. Un solo sillón de cromo y cuero rojo con pie esmaltado en blanco y apoyabrazos con una lámina de cerámica también blanca en su superficie. Se notaba el paso del tiempo en lo gastado de la cerámica , pero el resto del sillón estaba impecable.

Se reflejaba en un gran espejo ,con algunos puntos de humedad sobre todo en sus esquinas, que reposaba sobre un viejo mueble de madera oscura con una cajonera sobre uno de sus laterales en la que se contaban cuatro cajoncitos con manijas doradas ( toda una reliquia ).

Sobre el mueble se distinguían algunos elementos clásicos de estos locales. Una ánfora cromada, con un bombín casi reseco, que contendría o bien agua o alguna colonia de época. Una "copita", también cromada de la que sobresalía una gastada brocha de tejón , clásica para el afeitado. En lo que bien podría haber sido un portalápices había una navaja barbera de cachas nacaradas quién sabe de que edad. Junto a la navaja , algunos peines plásticos todos blancos. Tres o cuatro tijeras de distintos largos estaban perfectamente ordenadas por tamaño ( de menor a mayor y de izquierda a derecha ) y , por supuesto, tres maquinillas manuales para cortar el cabello con distintos niveles de cuchillas. La de púas anchas (#2), la de púas medias que rapaba a 3mm más o menos ( #1) , y la temible "cero" que afeitaba al milímetro.

En un rincón del salón un perchero de pie , de la misma madera oscura que el mueble, que parecía ser de uso exclusivo del peluquero porque allí colgaban tres telas blancas de algodón usadas para los cortes de pelo y una chaqueta corta de barbero con cierre lateral. Para la clientela, sobre un tabique opuesto al espejo, había un perchero de pared con media docena de ganchos, de uno de los cuales colgaba una campera.
Sobre esa misma pared , seis sillas desparejas junto a una mesita baja con revistas seguramente perdidas en el tiempo ,servían como sala de espera para quienes aguardaban ser llamados a ocupar la silla del peluquero.
En el otro rincón, junto a la esquina del ventanal esperaba la sillita alta de madera, con asiento y respaldo de esterilla, usada por los niños que , por lo general, eran llevados casi siempre con lágrimas en los ojos por sus padre a cumplir con el ritual del corte de pelo.

En el centro del techo, algo descascarado, un ventilador de cuatro luces iluminaba y trataba de refrescar el ambiente, aunque era más el ruido que emitía que el aire que arrojaba. Sobre el espejo un tubo fluorescente iluminaba la zona de trabajo del peluquero y, debajo de este, algunos cuadros que mostraban rostros amarillentos de adultos y niños con corte extremadamente cortos tal vez de la época de apertura de la



peluquería.
Pero , tal vez, lo más inédito, llamativo y porqué no excitante, era la ambientación del lugar. En una repisa alta, a un costado del espejo, un pequeño equipo musical de algunos años atrás trataba de sobreponerse al bochinche del ventilador dejando escuchar música de ópera, en particular, una que volvía a comenzar una y otra vez después de finalizada : El barbero de Sevilla. El nombre del local , que se leía filigranado en el ventanal , iba en concordancia con esta curiosidad: " IL FÍGARO".

El peluquero era una persona mayor a la que le calculé, por apariencia, unos 60 o quizá 65 años. Era de contextura fuerte , lucía gafas , un bigote perfectamente arreglado y un corte de cabello corto, con la nuca prácticamente al ras. Un corte digno de un peluquero de la vieja escuela.

Tenía un cliente en el sillón que parecía ser contemporáneo suyo. No resultaba fácil darse cuenta si se trataba de un cliente habitual o alguien casual o de tránsito, ya que no había diálogo entre ellos. El peluquero se limitaba a su trabajo y el cliente, con la cabeza gacha en situación de dominado, sólo lo dejaba "hacer" , y vaya si el barbero "hacía". Maquinilla en mano ya había dado cuenta del cabello de la nuca del anciano.
Parecía estar disfrutando el momento.
Yo miraba el accionar del peluquero y algo dentro de mí me decía " Vete ya " pero las piernas no respondían y yo seguía allí, mansamente como un cordero esperando su esquila.

La espera no fue mayor a 15 minutos. Ese fue el tiempo que tardó en completar un rapado riguroso, donde no faltó la clásica afeitada de los bordes del corte y el entalcado de la nuca y detrás de las orejas.

Cuando el cliente desocupó el sillón, después de que le quitó la tela que lo envolvía y la sacudió con fuerza en el aire para liberarla del cabello que descansaba inerte sobre ella, me miró con gesto adusto y con un movimiento de cabeza me invitó a ocupar la silla:

- Su turno.- me dijo secamente.

Mientras recibía la paga por el servicio anterior y el cliente se retiró, yo me encaminé al sillón. Apoyando un pie en el escalón del apoyapiés , tomé asiento casi inconscientemente y me vi reflejado en el espejo con el peluquero a mi espalda.
No sé las veces que había reiniciado la ópera que llenaba el ambiente desde ese pequeño aparato pero daba la sensación de que el peluquero entraba en una especie de trance y yo, sabiendo lo que me esperaba, inmerso en ese ambiente, me excitaba más y más .




Vi como le daba vuelo a la tela blanca para pasarla por delante de mí , dejándome totalmente cubierto y ajustándola desmedidamente en la parte trasera de mi cuello. Otro paño , pero menor, me fue colocado en la base de la nuca e introducido hacia adentro del cuello de mi camisa.

Con un peine comenzó a estirarme el cabello montando el excedente sobre las orejas y debajo de la nuca, sobre la tela.
Me pareció verle en el rostro un gesto como de desaprobación por el largo aunque , en realidad, no estaba tan largo:

- ¿Cómo lo va a querer?- me dijo con voz firme.
- Corto.- fue mi respuesta y , como me pareció que no había sido muy claro, agregué: -a la americana.-
- Eso está mejor.- me dijo mientras caminaba hacia el mueble.

Tomó una de las tijeras y, con el peine en la otra mano se paró frente a mi perfil izquierdo. Levantó el pelo que en parte cubría mi oreja y de un tijeretazo lo cortó a la altura del cuero cabelludo. La oreja quedo descubierta y el cabello se desplomó sobre la tela.
Siguió levantando mechones con el peine y cortándolos casi desde la raíz. Así me fue despoblando todo el costado. El pelo de las patillas hasta la sien ya era un recuerdo. Me inclinó un poco la cabeza sobre mi hombro derecho y me hizo un gran arco sobre la oreja izquierda.
A medida que me iba arrancando el pelo detrás de la oreja, la capa iba juntando más y más pelo que , por la cantidad, ya comenzaba a rodar hacia mi regazo.
Ya la excitación que sentía hizo que mi entrepierna estuviera al borde de la explosión. Pasó al otro lado y procedió a cortar de la misma forma.
Siguió con la parte superior de la cabeza cortando grandes mechones , algunos de los cuales quedaban sobre mis hombros. El pelo de la cúpula de mi cabeza había quedado a escasos 2 centímetros.

Yo ya tenía 38 años, sin embargo me sentía como un niño a quien lo estaban esquilmando a pedido de su padre. Cortaba y cortaba sin descanso, intercalando cada tanto una cepillada para despegar el pelo que quedaba en la cabeza sin caer a la tela o al piso ajedrezado de cerámica.
Otra vez habían iniciado los ya monótonos acordes de la ópera, que a decir verdad, también resultaban excitantes porque parecían animar al peluquero.

Cuando fue el turno de rebajar el pelo de la parte trasera giró el sillón dejándome de espaldas al espejo. Me hizo bajar un poco la cabeza y , levantando el pelo desde la



base de la nuca hasta la coronilla me rebajó todo el pelo a tijeretazos. Una lluvia de pelo caía sobre mis hombros , en la tela y en el piso. Ya sentía el acero de las tijeras sobre el cuero cabelludo.

Mientras me cortaba yo mantenía mi cabeza gacha con la vista fija en la sábana blanca que se iba cubriendo de mechones de pelo.
Escuché el llamador de la puerta. Lo que me faltaba: un espectador.
Alcancé a levantar la mirada , dejando la cabeza hacia abajo para evitar el reproche del hosco peluquero. No iba a ser un espectador. Mucho peor. Una mujer, más o menos de mi edad, entró con un chico de unos 7 u 8 años. Saludó al peluquero y se notaba que eran, al menos conocidos:

- Hola Victor, buen día.-
- Buen día Marta, ¿como anda?.-
- Bien , gracias. Acá traigo al sobrino. Es el hijo de mi hermano Pablo. Lo tengo de visita hace unos días y el padre me dio la orden de hacerle cortar el pelo, así que acá tiene para entretenerse.

Durante el saludo , el peluquero había dejado de cortarme y aproveché para levantar la cabeza.
Ante los dichos de la mujer fue la primera vez que vi una mueca sonriente en la cara del peluquero.

- Espéreme unos minutos y ya lo pelamos.- le dijo, mientras miraba la cabeza super poblada del chico.

Ambos tomaron asiento para esperar.
Otra vez me puso de frente al espejo y fue al mueble. Yo sabía que era el turno de las cortapelos y ahora sería "con público ".

Me corrió un frío por la columna cuando vi a mi "verdugo" ir a mi espalda con una maquinilla de púas anchas y antes de un segundo ya sentí el frío del acero en la base de la nuca. Me bajó la cabeza bruscamente y me lo sostuvo apretada contra mi pecho.
Con una lentitud exasperante me la fue subiendo hacia la coronilla apretándola contra mi cuero cabelludo. Sentía cómo me iba arrancando los pelos de raíz. Pensaba en la vista privilegiada de la mujer viendo como el peluquero, su amigo, me rapaba sin piedad.
Franja a franja me fue pelando toda la nuca.
Sin levantar la máquina fue pasando a mi costado izquierdo volcándome la cabeza hacia la derecha. Eliminó de una pasada mi patilla hasta dejar sólo rastrojos hasta la sien. Dobló la oreja con dos dedos y me peló sobre ellas.



Recorrió en círculo el sillón y repitió el corte en el costado derecho.
Me cepilló la cabeza y arrojó al piso , con el mismo cepillito, todo el pelo que había quedado en la tela.
Cuando miraba a la señora a través del vidrio, ésta bajaba la vista con vergüenza aunque daba la sensación de que estaba atrapada por el corte.
Yo no sabía cómo iba a hacer para dejar el sillón con la excitación que tenía. Cómo escondería mi entrepierna. Para colmo faltaba lo peor.

- Bueno, ¿ seguimos con la idea de la americana? Porque voy a pasar la #0 y ya no habrá vuelta atrás, ¿sí?.- me dijo el peluquero mientras me mostraba la maquinilla de púas finas y estrechas.
- Sí.- le dije mirando como la hacía funcionar en el aire con rápidos movimientos de apertura y cierre de su puño derecho.

La última imagen que vi reflejada en el espejo, antes de que el peluquero empujara mi cabeza hacia abajo, fue al niño leyendo despreocupadamente una revista y a la señora con la vista clavada en mi nuca pendiente de mi corte.
Después de eso, sólo la tela blanca estaba delante de mi vista.

La máquina "cero" comenzó su carrera hacia la corona. Subía y bajaba y volvía a subir dejando un rastrojo de apenas 1 milímetro. Cortó en un tiempo que pareció infinito.
La nuca ya debía estar casi rapada por completo cuando, por primera vez la mujer habló:

- ! Que buen corte, Victor ! ¿ se lo puede cortar así al nene?.- dijo, demostrando que estaba siguiendo el accionar del peluquero paso a paso.
- Sí, Marta, claro. Es el mejor corte para un hombre o un niño.- dijo, mientras seguía pasando la cortapelos.

Me liberó la cabeza y al verme en el espejo mi entrepierna estalló. Me sentí un poco incómodo pero más aliviado. Sólo quería que la mancha no traspasara la lona del jean.
Me peló los laterales que terminaron por verse casi afeitados. No podía creer lo que me devolvía el espejo.
Me cepilló y echo polvo en mi nuca y detrás de las orejas.
Con la tijera disfumó la línea dejada por la #0.

Aún sentía el calor en la entrepierna cuando el peluquero empezó a preparar espuma para el rasurado. Con la brocha revolvía la crema preparada y me untó todo el contorno del corte para emprolijar los bordes.
Dejó el tarrito con la espuma sobre el mueble y tomó la navaja recta. La abrió y dejó



ver la hoja reluciente con la luz que bajaba del tubo de iluminación.
Estiró un cuero que colgaba de un brazo del sillón y comenzó a afilar o templar la cuchilla, yendo y viniendo a lo largo de la lonja de cuero. Parecía que los movimientos de su mano seguían el compás de la ópera. Creo que por lo bajo hasta la tarareaba.

Con dos dedos apoyados casi en las sienes estiró la piel hacia arriba y me rasuró la base de las patillas dejándolas muy cortas. Separó las orejas hacia abajo y afeitó sobre ellas haciendo grandes y prolijos arcos que mostraban la piel blanca. Siguió hacia abajo hasta llegar a las esquinas de la nuca en el cuello.
Me recuadró la base de la nuca y me pareció que afeitó unos centímetros arriba de la línea de crecimiento de pelo.
Retiró con una toalla el exceso de espuma.

Me peino con una raya al costado lo poco de cabello que me quedó arriba. Colocó a mi espalda el espejito de mano y pude ver por fin , como había terminado mi corte. Estaba totalmente rapado. Se notaba que a mi nuca le faltaba sol.

Me sacó la tela, la sacudió con fuerza en el aire y, mientras me preparaba para abonarle el corte , el peluquero puso en el centro del local la sillita alta para el chico y lo llamó a sentarse.
Tuve lástima por el niño. Lo iba a pelar como a mí.
Salí acariciándome la nuca afeitada y me miré el pantalón. Por suerte pude evitar el papelón . No había rastros.









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