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El Huérfano 2 by Barbero Militar




Por fin ha llegado el día 22 de diciembre. Todos mis compañeros, a pesar de tener que portar pesadas maletas, abandonan el internado de San Juan Bosco a la velocidad del rayo. A los más afortunados sus padres han venido a recogerlos en coches particulares. Otros se desplazarán a sus lugares de origen en tren o autobús. En la escalera principal se produce una auténtica estampida; bajan los escalones de dos en dos, a trompicones, como si huyeran de un pavoroso incendio. La algarabía es total; algunos chicos entonan villancicos. Muy pocos de los muchachos de mi clase han tenido la deferencia de despedirse de mí. La mayoría me han ignorado.

En menos de una hora, aquel vetusto edificio se ha convertido en un inmenso espacio abandonado; me da la sensación de que una bomba nuclear ha acabado en pocos instantes con la vida del lugar. El jolgorio estudiantil ha sido sustituido por un inquietante silencio. Permanezco en el dormitorio, sentado encima de la cama y mirando al techo, totalmente abstraído. El resto de los catres se encuentran desnudos, tan sólo con el colchón y la almohada; las sábanas y mantas van a pasar por la lavandería y estarán listas para ser usadas después de las vacaciones. Experimento un profundo sentimiento de soledad.

A los pocos minutos, hace acto de presencia en la estancia el hermano Gabriel. Cuando se dirige a mí, con su potente voz, regreso a la realidad. Intenta infundirme ánimo; quiere que me sacuda la pereza y la apatía. Según él, tenemos muchas cosas interesantes por hacer y las vamos a realizar juntos. Me pide que me ponga el abrigo porque vamos a salir a la calle. No me da más explicaciones. De manera mecánica obedezco sus órdenes, sin atreverme a preguntarle nada. En el exterior el frío arrecia, el viento sopla impetuoso.

Atravesamos varias calles hasta desembocar en una pequeña plazuela, con un fuente de piedra en el espacio central. En un extremo de la misma, se encuentra un pequeño local con un rótulo antiguo que reza Peluquería de Caballeros Armando. Barbería. Tras abrir la puerta, me invita a pasar y me pide que me siente en una de las sillas de madera, alineadas junto a la pared. El barbero acaba de terminar el corte de pelo de un soldado. Me estremezco al escuchar la conversación que mantienen:

Armando, el barbero:

-Ya verá, joven, como no le vuelven a arrestar por llevar el pelo largo. El secreto está en acudir a este establecimiento cada semana o a lo sumo cada quince días. Le he subido la maquinilla del cero hasta la coronilla y las sienes para que quede el cuero cabelludo a la vista. El cuello se lo he apurado con la máquina del dos ceros. De arriba va cortado a cepillo, bien cuadrado. Le muestro el resultado con el espejo.

Soldado pelón:

-Pelado y más que pelado me ha dejado usted; se me ven hasta las ideas. En teoría, este es el corte de pelo reglamentario pero en la práctica nadie lo usa; a los soldados no nos gusta parecernos a las ovejas recién esquiladas. Bueno, no voy a hacer mala sangre, ya me crecerá.

Una vez que el soldado ha abandonado el local, el oficial de barbería y mi tutor se estrechan la mano. Don Gabriel opina que aquel militar no volverá a ponerse en las expertas manos de Armando. Su cara era todo un poema cuando ha cerrado estrepitosamente la puerta. El barbero se defiende aseverando que será peor para él. Sabe de buena tinta que si le obligan a raparse en el cuartel le harán un trabajo burdo, nada profesional.
Hermano Gabriel:

-Bueno, bueno, don Armando, ya estamos disfrutando de las vacaciones navideñas. Falta me hace desconectar. Ya veo que ha adornado el establecimiento con espumillón y bolas de colores. Sin embargo, lo que más me gusta es el Misterio que ha colocado sobre la repisa. No debemos olvidarnos de que estas fiestas tienen un sentido religioso, celebramos, nada más y nada menos, que la llegada del Niño Dios al mundo.

Armando, el barbero:

-Ya sabe, don Gabriel, que yo soy un hombre muy piadoso. Estoy realmente asustado con la deriva que están tomando los acontecimientos. En mi modesta opinión, esos melenudos que salen en la televisión, cantantes modernos y futbolistas, tienen mucha culpa de lo que nos está pasando. A la juventud la están lavando el cerebro, envenenándola con porquerías como las drogas o la pornografía.

Hermano Gabriel:

-Estoy totalmente de acuerdo con usted. El otro día, durante una revista de dormitorios, pillé a un chico de trece años con varios ejemplares de Interviú; allí aparecían fotografiadas las actrices de moda como las echó su madre al mundo. Lo castigué con severidad pero no me hago ilusiones: la pornografía ya se nos ha metido en el internado. En fin, en fin no quiero amargarme la existencia. Eso sí, no voy a consentir ni un día más que los muchachos usen esas melenas indecentes. Estoy dispuesto a tomar medidas drásticas, aunque me juegue el cargo. Cualquier día de estos, se declara en el colegio una infección de piojos.

El hermano director se sienta en el sillón y Armando lo envuelve en una capa de algodón blanco; le coloca un paño del mismo color en la zona trasera. Tras peinarlo cuidadosamente hace la pregunta de rigor:

Armando, el barbero:

-¿Cómo quiere que le corte el pelo, metemos caña, verdad?

Hermano Gabriel:

-Ya veo que me conoce bien, adivina mis deseos. Déjeme igual que al soldado que se acaba de marchar. Métame la maquinilla bien hasta arriba, sin contemplaciones de ninguna clase. Soy de los que opina que hay que predicar con el ejemplo. No puedo exigir a mis alumnos que se pelen como soldados y yo parecer un greñudo de esos que salen en la televisión.

En el local se hace un silencio sepulcral. Don Gabriel se ha quitado las gafas y las ha depositado en la balda delantera más cercana. Me llama la atención su mirada perdida; me da la sensación de que se ha sumergido en sus pensamientos más profundos, ha entrado en una especie de trance. Armando ya tiene entre sus manos la maquinilla eléctrica de carcasa gris oscuro con la que va a comenzar su trabajo. Cuando le introduce la herramienta por el cuello, el cabello de mi tutor sale disparado; grandes mechones se adhieren a la capa blanca o directamente caen al suelo. En la zona trasera de la cabeza el oficial dibuja grandes surcos, dejando a la intemperie el cuero cabelludo. El zumbido mecánico que produce la maquinilla es el único sonido que percibo.

Para cortarle el pelo en la zona superior, se sirve de la tijera y un peine de grandes dimensiones. Es evidente que este barbero maneja la herramienta con una destreza increíble. Paulatinamente, el flequillo de mi superior adquiere la forma de un cepillo, perfectamente cuadrado. Más tarde, toma una maquinilla de las de mano y se la sube por el cogote, para apurarle al máximo el cuello. Tras rematar el corte con la navaja, le aplica una buena cantidad de masaje Flöid; todo el local se impregna de este aroma tan masculino y añejo.

Armando, con la ayuda de un espejo de mano, le muestra el resultado a su cliente, mientras esboza una sonrisa que se me antoja un tanto aduladora.

Don Gabriel da su aprobación a aquel trabajo artesanal; califica el corte de pelo de "obra maestra". Tras pagar por el servicio, incluyendo una generosa propina, abandonamos la barbería. Durante unos minutos, permanecemos en silencio. El viento sopla con intensidad y su silbido se entremezcla con el sonido del tráfico rodado. Regresamos al colegio y el hermano me pide que me cambie de ropa; dentro del colegio usaré el chándal del uniforme para estar más cómodo. También me indica que debo llevar los libros de estudio al aula de Octavo A; me ayuda a transportarlos para terminar antes.

En mitad del pasillo se me cae uno de los cuadernos. El hermano director se agacha para recogerlo. De repente, se desliza una hoja con un dibujo realizado por mí. Palidezco al comprobar que mi profesor lo está mirando atentamente. Frunce el ceño, su rostro se me antoja iracundo y me dedica una mirada inquisitorial. Tras permanecer unos segundos callado, decide romper el silencio:

Hermano Gabriel:

-¿Qué significa esta mamarrachada? Exijo saberlo…

Con la voz entrecortada intento defenderme lo mejor posible:

Un servidor:

-Verá lo que pasó, don Gabriel. El otro día, después de que me abofeteara en clase, me encontraba muy disgustado con usted. Como tenía un rato libre se me ocurrió dibujar esa tontería…

Hermano Gabriel:

-Yo no lo considero ninguna menudencia, muchacho. Has representado a un diablo con sotana, con cuernos y rabo para que no quede duda al respecto. Esta "obra de arte" la has titulado: "El hermano Luzbel, director de San Juan Bosco". ¿Tienes algo que alegar en tu defensa?

Rompo a llorar y con la voz entrecortada sólo acierto a decir:

Un servidor:

-Estoy avergonzado y arrepentido de haber hecho ese dibujo, fue en un momento de ofuscación, de desesperación. Después de que usted me pegara, mis compañeros se burlaron cruelmente de mí. Me apodan el Huerfanito. Me recordaban constantemente que ellos se marcharían a casa por vacaciones, con sus padres y hermanos; siempre me están machacando con este tema. Con mucha sorna, Martínez Uriarte me preguntó: ¿y tú dónde vas a pasar las navidades, en algún asilo de pobres? Necesitaba desahogarme y me dio por hacer ese tonto dibujo, sin pensar muy bien en las consecuencias. En realidad, se me había olvidado por completo que lo guardaba en mi cuaderno de lengua. Cuando usted me perdonó, debería haberlo destruido y me hubiese ahorrado muchos problemas.

Hermano Gabriel:

-Veo que tienes un trauma muy grande con lo de tu orfandad, muchas carencias afectivas. El problema reside precisamente en que no has sabido aceptar la voluntad del Señor, que como dice el refrán "escribe recto usando renglones torcidos". Es mucho el camino que nos queda por recorrer para que te conviertas en un estudiante ejemplar y en un futuro caballero católico. Estoy dispuesto a ayudarte; como buen aragonés, no me rindo fácilmente; soy muy tozudo, lo reconozco. Eso sí, te lo aviso, no te vas a librar de un castigo ejemplarizante. Si olvidamos el tema, volverás a cometer, más tarde o más temprano, alguna tropelía por el estilo.

Me hinco de rodillas, delante de don Gabriel y le pido perdón. Le dejo bien claro que estoy dispuesto a asumir las consecuencias de mis actos. El castigo que me imponga lo aceptaré con humildad y mansedumbre. Le suplico que no me expulse de San Juan Bosco.

Mi tutor me ayuda a levantarme del suelo; me mira fijamente a los ojos, como si quisiera dejar claro que me va a ayudar a corregirme de mis muchas faltas. De repente, rompe su silencio:

Hermano Gabriel:

-El castigo que te voy a aplicar va a ser doble. Lo de caricaturizar a los profesores es más propio de chiquillos insensatos que de un joven de tu edad. Para que superes tu inmadurez emocional, necesitas un tratamiento de choque. Como si fueras un nene pequeño, te voy obsequiar con unos buenos azotes en el trasero. Cada vez que estés tentado de faltarme al respeto, debes recordar este episodio, seguro que se te quitan las ganas de retarme. El segundo correctivo te ayudará a transformar tu imagen; vas a pasar de niño a hombre a la velocidad del rayo; ¡ni tú mismo te vas a conocer! Para ello te meteré un rapado al cero. Te voy a dejar toda la cabeza como un balón de reglamento, con el pelo cortado al milímetro. De momento me olvido del corte a cepillo, ese lo reservaremos para cuando te enmiendes.

Mi tutor me exige que le acompañe a su despacho, escenario en el que se ejecutarán los castigos que me ha impuesto. Me pide que me quede tan solo con los calzoncillos, la camiseta, los calcetines y los zapatos. Se trata de evitar que se manche la ropa de la calle. Abre su secreter y de un compartimento interior saca una maquinilla eléctrica de carcasa negra; en una placa metálica figura la marca comercial: Oster Model 10. La cosa va en serio, no me ha amenazado en balde. Debajo de la mesa hay un enchufe en el que conecta la esquiladora.

La acaba de encender y tiemblo al escuchar su potente zumbido. Me la acerca a la frente y noto un cosquilleo extremo, muy agradable. Decido relajarme y disfrutar de la experiencia. Veo mi pelo esparcido por todos los sitios: algunos mechones se han quedado pegados a mis calzoncillos pero la mayoría acaban en el suelo. El hermano director me dedica una sonrisa burlona, se ha salido con la suya. De repente, cambia la cuchilla metálica por otra que aún apura más.

Hermano Gabriel:

-Para darle forma al cuello, voy a pasarte la cuchilla del cinco ceros. A mí me gusta hacer las cosas bien.

Interiormente me encuentro muy excitado. Cuando mi tutor da por terminado el trabajo, me pasa la mano a contrapelo, acariciándome con suavidad mi monda cabeza. Me obsequia con la mejor de sus sonrisas; observo que está pletórico, profundamente satisfecho de haberse salido con la suya. Finalmente, con la ayuda de un cepillo, elimina los pelillos que se me han quedado pegados al cuero cabelludo.

Hermano Gabriel:

-Tú y yo, caballerete, tenemos una cosa en común: a los dos nos gusta el arte. Tu herramienta de trabajo es el lapicero y la mía la maquinilla. Lo mismo que se celebran concursos de pintura, también existen los certámenes de peluquería masculina. Vamos en un momento al cuarto de baño para que compruebes en el espejo lo guapo que te he dejado.

Cuando por fin descubro mi nueva imagen en el espejo, me estremezco interiormente. Es tan grande mi sorpresa que tengo la sensación de que los ojos se me van a salir de las órbitas. Aquel muchacho, con la cabeza prácticamente blanca, al que apenas le queda una sombra de cabello soy yo. Me acaricio el cráneo y me da la sensación de estar tocando papel de lija.

Hermano Gabriel:

-¡Así tenía yo ganas de verte!; ahora pareces un hombre de verdad y no un niñato consentido. Cuando te salga el pelo de nuevo, te permitiré llevar el mismo corte que luzco yo: un impecable pelado a cepillo parisién. Hemos saneado tu cuero cabelludo, el cabello te va a crecer más duro y vigoroso. Calculo que aproximadamente dentro de un mes, tendré que volver a pelarte, para darle forma. Este rapado al cero es simplemente un severo castigo; pretendo que te mortifiques por tu mal comportamiento. Cada vez que te mires al espejo, recuerda que faltar al respeto a tus superiores tiene consecuencias, amiguito.

Regresamos nuevamente al despacho del director para recibir el segundo correctivo. Don Gabriel se sienta en su sillón y me pide que me incline, poniendo el culo en pompa. Únicamente visto la ropa interior. Comienza a azotarme las nalgas. El dolor es soportable pero la situación no puede ser más humillante. Cuando da por terminada la nalgada, me pide que coja una muda limpia y me dirija a la sala de duchas. Deberé desprenderme de los pelillos que todavía quedan adheridos a la piel. Obedezco ciegamente a mi superior. Paulatinamente las aguas vuelven a su cauce, estableciéndose una buena sintonía entre un servidor y mi tutor. Constantemente, me tiende su mano para ayudarme. Creo que estás van a ser las mejores vacaciones navideñas de toda mi vida.




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