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Peluquería de pueblo by siemprerapado
Las tres principales características de un pueblo chico son , que no hay muchas cosas para hacer fuera del horario de trabajo; no hay dónde entretenerse los fines de semana; y no hay peluquería para elegir.
Después de trabajar , la mayoría vuelve a sus casas para encerrarse en familia hasta el día siguiente.
Los sábados y domingos se visita el club de barrio dónde los adultos y ancianos se reúnen a jugar a las cartas o a las bochas. No mucho más.
Para los pocos niños que quedamos en el pueblo, la diversión es ir a pescar ranas al arroyo o dar una vuelta por las pocas cuadras que tiene el pueblo.
Y con respecto a las peluquerías, es verdad, sólo está la vieja barbería del pueblo donde todos los varones, ancianos, adultos y jóvenes y niños van a ver a Don Castro para que haga gala de su experimentado oficio y de su escaso estilo.
La peluquería de Don Castro, reconocida como " PELUQUERÍA CASTRO" era tan vieja como el pueblo.
Don Castro era de la edad de mi abuelo, más de 75 años. En la niñez habían sido amigos y, según contaba el abuelo, cuando Castro puso su peluquería fue peluquero de mi abuelo hasta hoy.
Cuando nació mi padre , su cabecita también era atendida por el peluquero y luego fue a mí a quién veía entrar de la mano de mi padre , para dejarme bien esquilado.
Mi pobre abuelo ya no está pero mi padre, a sus años, había veces que me hacía notar que me estaba faltando un buen corte de pelo y me "invitaba" a ir juntos a la vieja peluquería frente a la iglesia del pueblo.
Por lo general los cortes eran los sábados por la mañana. Siempre había que esperar el turno. Algunos ancianos y adultos , y casi siempre algún niño, estaban en la fila antes que nosotros.
Como allí todos se conocían, los cortes se veían interrumpidos por charlas sobre distintos temas, y duraban más de la cuenta.
Los cortes "al rape" de los niños solían ser un poco más rápidos porque, pese a su edad, Don Castro manejaba con maestría las máquinas manuales con las que realizaba los pelados.
Este peluquero era muy pícaro y taimado con los niños, sobre todo cuando eran jovencitos e iban solos a la peluquería, porque disfrutaba pelarlos más de lo que se le pedía, total los niños no protestaban.
Después de varias cabezas rapadas era nuestro turno.
Mi padre iba siempre primero. No había instrucciones para el peluquero. Sólo en oportunidades el peluquero intentaba un:
— ¿ Como siempre, Roberto ?. — y mi padre asentía.
Ni bien la sábana lo cubría, la máquina del "cero" arrasaba con el pelo que había crecido en tan solo tres semanas.
El final era una clásica "americana" con la nuca a tan solo medio milímetro de largura, al igual que los costados. Arriba lo tijereteaba bastante dejando el pelo apenas a 2 centímetros que luego peinaba a un costado con una gomina que el peluquero retiraba de un frasco, con sus dedos mayor y anular usados como cuchara. Le afeitaba el contorno del corte y le daba una entalcada antes de retirarle la capa .
El peluquero empezaba a disfrutar mi corte, sacudiendo con fuerza en el aire la tela blanca de algodón mientras me llamaba a su silla:
— Adelante joven, es su turno. — me decía con una sonrisa maliciosa.
Yo llegaba arrastrando los pies hasta el sillón y me sentaba de frente al espejo. Mi padre aún permanecía junto a la silla del peluquero porque le encantaba darle las indicaciones del caso al "verdugo".
Mientras Don Castro le daba vuelo a la tela y la pasaba por delante de mí cerrándola con fuerza por detrás con un ganchito metálico, y me ponía otro paño menor blanco en la base de la nuca, llegaba la orden:
— Don Castro, me lo pela bien. Espalda y costados rapadito con la " cero" y arriba se lo deja cortito como a mí. — recién entonces, satisfecho, se iba a una silla de espera a charlar y controlar mi rapado.
— Muy bien, Roberto. Lo dejamos peladito. —
Mi edad no era motivo para tener que cambiar mi estilo de corte. Fue así hasta pasados mis 16 años, una vez al mes, y a veces cada 40 días.
El peluquero tomaba la máquina del nivel 0 , me empujaba la cabeza hacia abajo y me empezaba a pelar lentamente pero sin pausa.
Con la vista sobre la tela blanca veía caer gran cantidad de pelo mientras escuchaba conversar y reírse a todos detrás de mí.
La maquinita la llevaba hasta la coronilla, una , otra y otra vez. Me la pasaba a su voluntad, ejerciendo presión sobre mi cuero cabelludo con el acero de la herramienta.
Por momentos separaba la máquina de mi cráneo, dejaba de cortar y, sin soltarme la cabeza, participaba de la conversación.
Cuando volvía al corte parecía hacerlo con más ganas.
Con la cabeza volcada a un costado y a otro, me peló los laterales. Adiós patillas. Adiós pelo en las sienes y adiós todo el pelo detrás y arriba de las orejas , donde hacía grandes arcos que dejaban ver piel desnuda.
No faltaba el cepillado y el empolvado. Me quitaba la tela sólo para descargar todo el pelo cortado al piso. Luego, otra vez envuelto en algodón blanco, la esquila tenía que seguir.
Con peine y tijera me cortaba muy corto el cabello de arriba de mi cabeza. Quedaba casi parado de tan corto que lo dejaba.
Mirándome en el espejo no me reconocía. No era la misma persona que 30 minutos atrás.
Veía el reflejo de mi padre y se notaba su satisfacción. Pero, como casi en todos los cortes, algo más tenía guardado.
Se arrimaba al sillón y , abriendo su mano me la pasaba a contrapelo hasta la coronilla, varias veces.
— Don Castro. ¿ Le puede pelar un poco más la nuca porque le crece rápido?. — se volvía a sentar y esperaba el accionar del peluquero.
El viejo abría uno de los cajoncitos del mueble y sacaba otra maquinita de púas más finas y apretadas que tenía envuelta en una franela.
Otra vez con la cabeza apretada contra el pecho me rapaba donde parecía que ya no había más pelo. Mi cráneo parecía afeitado. No había rastrojo alguno.
Los costados también soportaban el paso de esa máquina quedando al ras.
Me dio otra cepillada y con un rociador tipo ánfora con bombín de goma me humedeció toda la rapada con agua de colonia:
— ¿ Así está bien, Roberto? Le pasé la doble cero.
— Sí, Don Castro, así está bien. —
Me peinó con gomina y me sacó la tela para que bajara del sillón.
Mi padre me acarició varias veces la nuca , pagó ambos cortes y dejamos el lugar , donde los ancianos seguían desfilando al sillón de Don Castro.
Recién al salir de la peluquería me largaba a llorar sintiéndome humillado. El lunes me esperaban las bromas en la escuela , aunque todos los niños terminarían de un momento a otro , rapados en lo de Castro.