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El precio de una buena pelada by Juann
Llevaba meses sin conseguir trabajo. La guita no alcanzaba y las deudas me respiraban en la nuca. Mi mujer ya no me hablaba: gruñía. Cada día me tiraba una indirecta nueva… hasta que un día me soltó directo:
—O conseguís algo o dormís afuera.
Con esa presión encima, me metí a una empresa que buscaba un administrativo. Llegué medio derrotado, con jeans gastados, remera floja y el pelo largo, ese que se peina solo con el viento. Apenas entré, noté que todos andaban con cortes bien prolijos, como sacados de catálogo de banco. No le di mucha bola.
Me hicieron pasar a la oficina del jefe. Un tipo de unos 50, traje a medida, voz grave y sonrisa de "yo decido tu destino". Me escuchó hablar, miró mi CV, y al rato me largó:
—Tenés todo para el puesto... pero hay algo que no me cierra.
—¿Qué cosa? —le pregunté.
—Tu pinta. No sé si das con el perfil de la empresa.
Me miré a mí mismo. No era ningún ciruja. Sólo tenía un look relajado, bohemio... decente.
—¿Mi pelo? ¿Mi ropa?
—Esto es una empresa seria. Conservadora. Mirá alrededor: todos bien vestidos, cortes limpios. No sé si este es tu ambiente.
No lo dejé seguir:
—Yo puedo adaptarme.
—Perfecto —dijo, con una sonrisa medio torcida—. Entonces andá consiguiéndote un traje, camisa y corbata. El pelo... lo vemos mañana, cuando vengas a firmar contrato.
Salí de ahí con una mezcla de ilusión y miedo. Nunca había usado traje. Fui a una tienda de esas con precios en rojo y me compré uno zafable con lo que me prestó mi mujer. Esa noche me miré al espejo y no sabía si iba a una oficina o a mi propio velorio.
Al día siguiente, me peiné con más gel que un actor de novela turca, me puse el traje, la corbata que apenas sabía anudar, y fui. El jefe me miró de pies a cabeza.
—Casi parecés uno de nosotros. Pasá a firmar.
Me explicó el contrato con detalle, hasta que llegó a una cláusula especial: "imagen personal". Obligatorio mantener buena presencia y corte de pelo conservador… "a sugerencia del jefe".
Levanté una ceja.
—¿Y qué sugerencia sería esa?
—Por ahora, pensaba algo prolijo: costados bien cortos, arriba con gel… Pero en tu caso, prefiero ir a lo seguro. Quiero que te rapes todo. Al ras. Máquina y cuchilla.
—¿Qué? ¿Pelado, pelado?
—No es obligatorio —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero si no te copa, anulamos el contrato.
Me quedé duro. Pensé en mis deudas, en la cara de mi mujer si volvía sin trabajo… y acepté. Total, el pelo vuelve, pero las cuentas no se pagan solas.
Salí y busqué una peluquería que no hiciera muchas preguntas. Caminé hasta que vi una que decía *"Peluquería sólo para caballeros"*. El barbero era un tipo de unos treinta, rapado al uno. Entré.
—¿Tenés turno?
—Sentate nomás.
Me puso la capa, agarró la máquina.
—¿Cómo lo cortamos? ¿Clásico? ¿Costados bajitos y arriba tijera?
Me costó tragar saliva. Pero respiré hondo y dije:
—Pasame la cero. Después, cuchilla. Todo pelado.
No dijo una palabra. Agarró la máquina y me la mandó por el medio de la cabeza. Veía mi pelo caer como hojas en otoño. Una lágrima me resbaló por la mejilla.
—¡Mirá! La nena llora por un corte de hombre —soltó el barbero, entre risas—. Aguantá, campeón. No sos una nena.
Me callé. Tenía razón. Estaba haciendo un escándalo por unos pelos. Terminó con la máquina, me embadurnó de espuma fría y me pasó la cuchilla.
—¿Querés que la pase a contrapelo también?
—Y... ya que estamos, dale.
Salí pelado como una bola de billar. Mi mujer me abrió la puerta y se quedó muda.
—Menos mal que te sacaste ese pelo de vago. Así parecés alguien. Estás hasta más fachero —dijo, sorprendida.
Al día siguiente, traje gris, camisa blanca, corbata azul, zapatos brillantes... y gorra para tapar la bocha. Fui a la oficina, entré al despacho del jefe y me saqué la gorra.
—¡Tremenda pelada te mandaste! Ahora sí parecés un ejecutivo. Bienvenido al equipo.
Sonreí. Me puse la gorra de nuevo para irme, pero me frenó:
—Las gorras están prohibidas. —Me la sacó de nuevo y la tiró al tacho—. Ah, y no te olvides: todos los lunes quiero esa pelada recién hecha.
Así empezó mi nuevo trabajo. Buen sueldo, buena oficina... y pelada obligatoria. Cada lunes, el jefe venía a saludarme con una palmada en la cabeza. En la empresa ya no me llamaban por mi nombre: era "El Pelón". Mi mujer fue la primera en festejar que iba a estar pelado un buen tiempo.