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Como una bola de billar by Juann



El trato era simple: un mes a su merced, sin peros, sin vueltas. A cambio, él pagaba todas mis deudas. La propuesta era rara, sí… pero tentadora. No era la primera vez que alguien me ofrecía algo a cambio de compañía, pero él… era distinto.

Al principio la cosa venía light. Lo llevaba al laburo, lo buscaba, le cocinaba. Me trataba bien, con esa forma suya que te envuelve sin que te des cuenta. Siempre medido, siempre con esa mirada que pesa.

Después me pidió que me mudara. Me lo dijo como si fuera un gesto lógico, casi cariñoso. Pero no era una invitación… era una orden disfrazada.

Una vez adentro, ya no era yo. Era "suyo". La casa estaba impecable, todo tenía que estar perfecto. Si algo se salía de lugar, lo notaba. No gritaba. Solo te miraba. Y te hacía sentir… pequeño.

Pero igual, me las arreglaba para seguir con mi ritual. Mi pelo era lo único que me quedaba de mí. Rubio, largo, suave. Lo cuidaba como si fuera un tesoro. Tenía cremas, aceites, tratamientos. Y él lo sabía. Le encantaba pasarse los dedos. A veces se quedaba jugando con él mientras me hablaba bajito. Se le notaba el disfrute. Lo acariciaba como si fuera suyo.

Y bueno… capaz ya lo era.

Cuando se fue de viaje por laburo, me sentí libre por primera vez en semanas. Me tiré en el sillón, comí cualquier cosa, dejé la casa hecha un desastre. Me decía a mí mismo: "cuando esté por volver, limpio todo". Pero volvió antes.

Entró sin avisar. Me encontró con una remera manchada, el pelo atado con una vincha, y la casa hecha un quilombo.

—¿Esto es joda? —me dijo tranquilo, pero con esa voz que te deja sin aire—. ¿Así me pagás?

No dije nada. ¿Qué iba a decir?

—Vas a limpiar todo hasta que pueda ver mi reflejo en cada baldosa. Y después… vamos a corregir tu actitud.

No dijo más. Pero su mirada ya me tenía mudo.

Pasaron unos días. No volvía a tocar el tema, pero cada vez que pasaba por al lado mío, me tocaba la nuca. Despacio. Como marcando territorio. A veces me susurraba: *"ya se me ocurrió qué hacer con vos"*. Yo tragaba saliva y seguía limpiando.

Un viernes me dice:

—Vestite. Vamos a salir.

Subimos al auto. Silencio total. Frenó en seco frente a una peluquería con un cartel que me dio escalofríos: *"Peluquería Militar â€" Cuartel Central San Martín"*.

Me miró.

—Vas a entrar. Vas a pedir corte militar: la 2 arriba, la 1 a los costados. Y le vas a decir al peluquero que estás podrido de tener pelo de nena. Que querés un corte de macho.

Me quedé duro.

—Y si salís con los ojos rojos… ya sabés. Te lo voy a hacer pagar.

Me bajé temblando. Entré. El lugar olía a desinfectante y a máquina vieja. Me recibió un pelado grandote con brazos tatuados.

—¿Cómo lo querés?

—La 2 arriba, 1 a los costados. Milico —dije, bajito.

—¿Seguro? Vas a quedar como nuevo ingreso.

—Eso quiero. Estoy harto del pelo largo —dije, sin mirarlo.

Me senté. El sonido de la máquina fue como una condena. Me caían mechones al pecho, al piso. Sentía que me estaban desarmando. Cuando terminó, giró el sillón. Me miré al espejo… y no me reconocí. Se me nubló la vista.

Y justo en ese momento, él entró.

—Mirá lo que sos ahora… —dijo, con esa sonrisa suya—. Te queda hermoso. Más obediente. Más… mío.

Me pasó la mano por la cabeza, despacio. Como acariciando una mascota. Y en voz baja, me susurró:

—Vas a aprender a gustarte así.

Pagó, y salimos. En el auto, seguía tocándome la cabeza pelada. Me hablaba al oído, lento, suave.

—Así me gustás. Humillado. Silencioso. A punto de romperte… pero sin animarte.

Cuando llegamos, fue directo a buscar una silla. La puso en el medio del living. Trajo la máquina sin peine, espuma de afeitar, cuchilla y una toalla.

—Sentate.

Lo hice. Ya no podía decir que no.

—Como no te bancaste el corte allá, ahora vas a quedar como una pelota de billar. Y si llegás a llorar otra vez, te saco las cejas.

Me pasó la máquina sin piedad. Después la espuma. Después la cuchilla. Cada pasada era lenta, como si disfrutara el proceso. Me sostenía la cabeza con firmeza, una mano en la nuca, la otra deslizando el filo. El calor de su respiración me rozaba la oreja.

Cuando terminó, me pasó un aceite mentolado. La cabeza me ardía, pero brillaba.

—Perfecto. Así te quiero todos los días. Afeitado. Brillante. Como una bolita. Y si un día me llegás a fallar… vas a ver lo que es humillación de verdad.

Se me acercó por detrás. Me agarró del cuello. Me bajó la remera con una sola mano, lento, hasta los hombros. Me rozó con los dedos la espalda.

—¿Lo entendiste?

Asentí. Sin hablar. La piel me hervía.

—Bien. Porque ahora sos mío. No hace falta que lo digas. Se nota en cómo obedecés. En cómo te brillan los ojos cuando te bajo la cabeza.

Me dio un beso en la coronilla. Despacio. Firme.

—Y no te preocupes… esto recién empieza.



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