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Como una bola de billar parte 2 by Juann


El mes ya casi terminaba. Me levantaba contando los días, tachando mentalmente la condena.

Y lo raro era que él… estaba distinto. Más calmo. Más suelto.

Una noche, mientras me acomodaba en el sillón, se me acercó. Me miró con esa sonrisa suya, ladeada, como quien juega con un ratoncito antes de comérselo.

—Te queda lindo el pelo así —me dijo, pasándome los dedos por los mechones—. Te hace ver… más tuyo.

Lo dijo como al pasar. Pero yo me aferré a esa frase como un náufrago a una tabla.

Me dejé crecer el pelo. Me peinaba. Lo cuidaba. Me empezaba a reconocer en el espejo. Pensaba: "ya está, ya cumplí. En unos días esto se termina y vuelvo a ser yo".

Él no decía nada. Solo me miraba. Me tocaba el pelo, lo olía. Me decía "mimoso" en tono de burla, pero sin maldad. Yo le seguía el juego, con cuidado, sin joder demasiado. Me sentía… casi libre.

Hasta que llegó el mensaje:
"Mañana tenés franco. Preparate. Vamos a hacer algo especial."

No pregunté qué.

Pero cuando doblamos esa esquina, la de siempre, se me cayó la sangre al piso.

Ahí estaba. El cartel intacto: Peluquería Militar â€" Cuartel Central San Martín.

Él frenó. Me miró sin sacar las manos del volante.

—Ya sabés lo que tenés que pedir, ¿no?

No era una pregunta. Era una sentencia.

Bajé del auto con el cuello duro, como si lo llevara atado con hilo de pescar.

Entré. El mismo pelado tatuado me recibió con una risa.

—¡No te puedo creer! Si tenés pelo de modelo ahora. ¿Qué hacemos?

Me senté. Tragué saliva.

—Cero. Y cuchilla. Que quede brillante.

El barbero frunció el ceño.

—Tenés un pelo hermoso, loco. ¿En serio querés hacerte esto?

—Estoy harto del corte de nena.

El tipo me miró sin filtro.

—Entonces dejá de comportarte como una. Aguantá el rastrillo y aprendé a ser macho, aunque sea por afuera.

La máquina arrancó. El zumbido fue como un castigo anticipado. Los mechones gruesos cayeron pesados, uno por uno, como renuncias. Sentí que me pelaban el alma.

Después la espuma. La cuchilla. Cada pasada era lenta, cruel, meticulosa. El barbero parecía gozar cada línea. Me dejó la cabeza lisa, fría. Me limpió con una toalla caliente y me mostró en el espejo.

Brillaba.

Salí. Él me esperaba afuera, con las gafas puestas, recostado en el auto como si nada. Al verme, se le levantó una ceja.

—¿Viste? Te sale solo, ya. Ni tengo que decirlo. Sos obediente por instinto.

Se me acercó, me agarró de la nuca y me la inclinó hacia adelante. Me olió el cuero cabelludo, recién afeitado, y soltó una risa nasal, entre dientes.

—Esto no se terminó. Ese mes era solo el comienzo. Nunca estuviste libre. Solo te dejé creerlo un rato.

Me acarició la cabeza como a un perrito fiel.

—Este corte no es un castigo. Es un recordatorio. De quién sos. De a quién respondés. De que yo decido tu forma, tu imagen, tu espejo. Y que vas a volver a raparte cada vez que se me dé la gana. Porque nunca vas a estar exento.

Me tomó de la mano. Me la llevó a su nuca. Acaricié su pelo espeso, suave, tibio.

—¿Ves la diferencia? Vos brillás. Yo decido.

Me dejó la mano ahí, obligándome a sentir. Su pelo, intacto. El mío, eliminado.

Y así, en silencio, con la cabeza descubierta, yo entendí todo.

Ya no había contrato.
No había trato.
No había salida.

Solo él.

Y yo.

Y el ruido de la máquina, que volvería a buscarme. Siempre.



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