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Pagá como un hombre by Juann



Todo empezó por hablar de más.
Un asado de domingo, partido viejo en la tele, vino y soberbia.
Yo dije, como si supiera:

—Ese gol anulado fue un robo. Si lo daban, River ganaba. Fácil.

Mi viejo clavó el tenedor en la ensalada. Me miró como si hubiese escupido la camiseta.

—¿Ah, sí? ¿Querés apostar?

Me reí.

—¿A qué?

—A que el partido lo tengo entero grabado. Lo vemos de nuevo. Si gana River, me elegís el corte por un mes. Si pierde… te pelás. Cero. Navaja. Hasta que brille.

Me la jugué. Lo dije en voz alta, para que todos escuchen. Me sobraba confianza.
Pero al final, River perdió.
Y yo... me quedé en silencio.

—Bueno —dijo él, levantándose tranquilo—. Mañana a las ocho y media. Vamos juntos.

—Dale... fue una joda.

Me miró. Solo una vez.
No necesitó decir nada más.

Cuando mi vieja preguntó qué pasaba, él contestó sin vueltas:

—Nada. El nene perdió una apuesta. Va a hacerse hombre.

Ella sonrió leve, sin soltar el celular.

—Cosa de hombres —dijo.

*

A la mañana siguiente, golpe seco en la puerta.
—Dale, pelado. Vamos.

Todavía tenía el pelo puesto, pero ya me decía así. Como si fuera una sentencia.

Me subí al auto en silencio. El trayecto fue corto, pero se sintió largo.
No puso música.
Solo bajó la ventanilla y encendió un cigarro.

—¿Te vas a hacer el mártir ahora? —tiró, sin mirarme—. Esto se paga. Como los hombres.

*

La barbería de Jorge es como un museo militar.
Pósters de boxeadores, loción fuerte, revistas viejas.
El barbero, un tipo con brazos como troncos, sonrió apenas al vernos entrar.

—¿Y esto?

—Perdió una apuesta —dijo mi viejo—. Cero. Navaja. Como en los noventa.

—¿Querés que no le ponga el espejo? A veces es mejor no mirar —ofreció Jorge, con una voz más blanda de lo esperado.

Pero el viejo se le adelantó:

—No, no. Que se mire. Que vea cómo cae el pelo de nena. Así aprende.

*

Me senté. Las piernas me temblaban.
Jorge me ató la capa sin decir nada.
La máquina arrancó con ese zumbido espeso que perfora el alma.

Cuando pasó por el medio de la cabeza, lo sentí.
El aire tocándome la piel.
La primera vez que sentí mi cuero cabelludo.
Un vacío nuevo.

Mi viejo, detrás, rió apenas.
Una risa seca.
Satisfecha.

—Ahí va —dijo—. Mirá, eh. Mirate. Eso es lo que pasa cuando hablás al pedo.

Los mechones caían en cámara lenta.
Oscuros, gruesos, con olor a shampoo caro.
Yo tragaba saliva.
No me animaba a llorar.

—No te me pongas maricón, ¿eh? —tiró él, sin levantar el tono—. Si llorás por esto, no servís ni para perder.

*

Después vino la espuma. Tibia.
Y la cuchilla.
Jorge era meticuloso. Casi suave. Pero cada pasada dolía.

—Dejálo bien liso —ordenó mi viejo—. Que se le vea la forma de la cabeza. Nada de sombra.

El barbero hizo su trabajo sin apurarse. Como si disfrutara la precisión.

Después, sacó un frasco con aceite espeso. Lo frotó en la palma y lo pasó por toda la calva.

—Ahí va —murmuró—. Ahora sí brilla.

Me limpió con una toalla caliente. Me miré en el espejo.
No me reconocí.

El viejo se acercó. Apoyó la mano en la cabeza recién afeitada.
Me golpeó suave con los nudillos, como si tocara una sandía.

—Listo. Así sí. Ahora pareces alguien que cumple.

Y sonrió.
No por burla.
Sino por orgullo.

*

Al otro día, ya se me asomaba una sombra.
Nada. Apenas pelusa.

Pero cuando bajé a la cocina, lo vi cebando mate.
Me miró con asco.

—¿Qué es eso? ¿Ya te creés libre?

—Si total… fue una vez…

—La pagaste mal. El que se hace el vivo paga doble.

Mi vieja, sin levantar la vista del celular:

—Te lo dijimos. Es cosa de hombres.

*

Esa noche volví al baño.
Solo.
Sin que nadie me lo pidiera.

Espuma. Cuchilla. Aceite.

Y bajé con la cabeza brillante.
Otra vez.

Él me miró. No dijo nada.
Solo apoyó la mano, de nuevo, sobre la calva.

—Así. Cada semana. Hasta que aprendas a no hablar al pedo.

Y yo...
no discutí.

Porque en esa casa, el que pierde, paga.
Y si no lo hace bien…
se gana algo peor.




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