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Sin flequillo by Juann


Lo vi apenas entré al bar.
Fondo del salón, luz tibia, vaso en mano.
Guapo. Demasiado.
Ojos claros y un flequillo largo que le caía como una excusa para no enfrentarse al mundo.
No me miraba a mí.
Miraba mi cabeza.
Calva. Lisa. Masculina.
De esas que no tienen nada que ocultar.
Me acerqué lento, sin pedir permiso. Le sostuve la mirada hasta que bajó la suya.
Ahí supe.

—¿Me vas a invitar un trago, o solo vas a seguir mirándome como si ya fueras mío?

Sonrió, incómodo.
Pidió otra ronda.
Charlamos.
Fútbol, bandas, alguna boludez para tapar el nervio.
Pero cada tanto, inevitable, los ojos se le iban.
A mi cráneo.
No era rechazo. Era deseo.
De ese que ni uno mismo se permite decir.
Hasta que se le escapó la pregunta:

—¿Siempre vas rapado?

Le di un trago al whisky.

—Hace años. Me ordena. Me ubica. No me escondo detrás de nada.

—Debe ser cómodo… aunque a mí me daría miedo.

—¿Nunca lo hiciste?

—No. Ni cerca. Solo los costados a cero de vez en cuando. Capaz tengo la cabeza fea.

Se tocó el flequillo como si lo estuviera defendiendo.
Como si fuera lo único que le quedaba.
Ahí lo confirmé.
Tomé su pelo entre los dedos. Con suavidad tensa. Precisa.
Después llevé su mano a mi cabeza.

—Esto es la cabeza de un hombre.
¿Vos qué sos?

No respondió.
No hacía falta.

**
La segunda cita fue una trampa suave.
Paseo por Palermo. Café. Miradas esquivas.
Ya no me sostenía la mirada.
Obedecía sin darse cuenta.
Cabeza baja. Silencio cómodo.
Lo llevé a una peluquería de confianza.
Donde un barbero militar que no pregunta.

—¿Qué hacemos acá? —me preguntó, todavía con una media sonrisa nerviosa.

—Cambio de look —le dije—. Te va a venir bien. Te va a ordenar la cabeza.

El barbero, un tipo curtido, calvo y con brazos tatuados, me reconoció enseguida.

—¿Y este? —dijo, señalándolo con la barbilla mientras se sacudía los pelos de la capa negra—. ¿Trajiste una nena?

Le puse una mano en la nuca al mío. Apreté con firmeza.

—No, este viene a hacerse hombre. Le toca el servicio, rápalo todo al #3 —dije con voz firme, sin lugar a dudas.

El barbero sonrió con malicia. Encendió la máquina y me miró.

—¿#3 o querés que le demos algo más serio?

Lo miré a él. Temblaba apenas, como si su cuerpo supiera antes que su mente lo que se venía.

—A la mierda los juegos —dije—. Dale con la #1. Cortito. Que se vea la forma del cráneo. Que empiece a ser hombre.

—¿Y el flequillo? —preguntó en tono burlón.

—El flequillo primero —le respondí.

Él tragó saliva. Su reflejo en el espejo parecía querer hablar, pero no decía nada.

—¿Va en serio? —alcanzó a murmurar.

Me agaché al oído.

—Aguantate como hombre —le dije—. Ya no sos nena para esconderte atrás del flequillo.

El barbero bajó la palanca. La máquina zumbó más fuerte. Más filosa.

El primer pase fue directo al flequillo. Cayó pesado, como si al desprenderse dejara también parte de su identidad. Lo miró caer a su regazo, con ojos húmedos. Pero no dijo nada.

—Así se empieza —le dije—. Desnudo, desde la cabeza. Lo que viene después, ya no lo vas a poder parar.

—¿Acá? —preguntó, casi riendo, casi temblando.

—Todavía no terminamos —le dije.

**

Lo lleve a mi casa, no puse música. No hacía falta. El silencio ya decía todo.
Fui al baño. Volví con la máquina en la mano.
Se la mostré sin decir nada.
Zumbó fuerte al encenderla. El sonido llenó la pieza.
Él retrocedió un paso, reflejo.

—¿qué vas a hacer?

—Sentate —le dije.

No discutió. Lo tomé de la mandíbula, justo en el punto donde firmeza y control se cruzan.
Ni brusco, ni tierno. Solo inevitable, mostrándole que era mío.
Lo senté frente al espejo.

—Ahora vas a ver quién sos. Sin excusas. Sin cosas de nena.

Empecé por la nuca. Directo. Al ras.
Después los costados. Arriba. Todo.
El aire le rozó el cuero por primera vez.
Le temblaban los dedos, pero no decía nada.
Le di el espejo.

—Miráte.

Se vio. No supo qué decir.
Le puse la cuchilla en la mano.
El gel. La toalla caliente.

—Ahora terminás vos. Hasta que vea mi reflejo.

Obedeció. Torpe, lento, pero con cada pasada algo en él se rendía.
Cada pasada era una capa menos.
Una excusa menos.
Cuando terminó, le puse aceite.
Mis palmas recorrieron su cabeza como si puliera algo que me pertenecía.
Y en parte, así era.
Brillaba.
No solo el cuero. Él.
Brillaba de entrega.
No habló. Bajó la mirada. Esperó.
Me acerqué al oído.

—¿Lo entendés ahora?
Asintió.

—Bien.
Te quiero así todos los días.






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